El cuerpo de la casa (18 page)

Read El cuerpo de la casa Online

Authors: Orson Scott Card

Tags: #Terror

BOOK: El cuerpo de la casa
7.98Mb size Format: txt, pdf, ePub

Él hizo un gesto como si no fuera nada. Entonces se maldijo en silencio por ser un tipo recio. Crece en el sur, y no puedes evitar hacer lo educado aunque ya hayas decidido no hacerlo.

—Vuelve loco a todo el mundo —dijo ella—. Lissy era… difícil.

Había estado a punto de decir otra palabra. Algo más desagradable.

—¿Entonces por qué compartía piso con ella? —preguntó Don.

—Era más joven, así que la tomé bajo mi ala —dijo Sylvie—. Estaba en el último año, y no creo que se hubiera licenciado.

—¿Y eso?

—Lo dejó. Nunca se tomó los estudios en serio.

—¿Pero usted tampoco terminó?

Sylvie negó con la cabeza.

—¿Así que eran íntimas después de todo? Quiero decir, ¿por qué si no su marcha fue la causa de que no siguiera adelante con sus planes fuera a aceptar ese empleo?

Sylvie sacudió la cabeza.

—La historia de mi vida es demasiado aburrida para malgastar ni un minuto en ella. —Sonrió débilmente—. La odié en su momento, pero no sabe cuántas veces he deseado poder volver a verla. Ahora que ya no me está molestando, ya sabe. La echo un poco de menos. Era tan exuberante. Decidida. Encontró este lugar. El dueño iba a clausurarlo, pero ella pudo convencerlo de que nos dejara alojarnos aquí hasta que ambas terminásemos al final del año.

—¿Qué pensó su familia cuando dejó los estudios? —preguntó Don.

—Lo de siempre. Siguieron muertos.

Sonó primero como un chiste, y luego no.

—¿Lo dice en serio? —preguntó Don—. ¿Están muertos?

—Soy huérfana. Conseguí llegar a la universidad. Tenía una beca, pero el alojamiento, los libros, la comida y todo eso me lo tuve que ganar. Y en la facultad, trabajé por cada céntimo. Y no tenía deudas. Me lo pagué todo.

Bueno, ya no, pensó Don groseramente.

—El doctor Bellamy y su esposa vivieron aquí hasta que murieron por la epidemia de gripe de 1918. Pero ya eran tan viejos que en realidad no fue una cosa triste. Fue casi bonito que se fueran juntos, de modo que ninguno de los dos tuviera que quedarse atrás y llorar al otro.

Don no tuvo nada que decir a eso. ¿Cuántas veces había deseado haber muerto en el mismo coche que mató a su bebé?

—Pero qué horrible por mi parte —dijo Sylvie—. Me olvidaba. Su esposa y su hija.

—¿Qué sabe de ellas? —replicó él de inmediato. Entonces se aplacó—. Lo siento. No suelo hablar de ellas.

—No, es que… Su amigo el aparejador se lo contó a la agente inmobiliaria el primer día que vinieron. Cómo su ex esposa logró la custodia de su hija y murieron en un accidente de coche.

—Lo que su periódico no decía es que mi esposa estaba tan borracha y colocada que ni siquiera aseguró el asiento de la niña al coche.

—¿Salió en los periódicos? —dijo Sylvie—. No leo ningún periódico.

Don apenas podía imaginar lo aislada que había sido su vida en esa casa.

—¿Cuántos años lleva viviendo aquí?

—No lo sé. Mucho tiempo.

—¿Qué le sucedió? Quiero decir, estaba terminando la carrera, iba a ir a alguna parte. Tenía un trabajo a punto.

—Ampliaron la sección infantil de la biblioteca municipal, y empezaban nuevos programas con niños de primaria. Ése era más o menos mi proyecto de tesis. Los efectos de los programas infantiles de lectura competitivos contra los cooperativos en las bibliotecas públicas.

—¿Y por qué no terminó los estudios y se quedó con el trabajo?

—Para ser un hombre que vive y trabaja solo, sí que hace muchas preguntas.

—Mire, yo no empecé esta conversación.

Ella se lo quedó mirando, y luego se dio la vuelta y subió las escaleras. Don miró la caja de pizza en el suelo. Guarda tus fuerzas, aunque estés rodeado de locos hipersensibles. Se levantó y regresó al camastro y comió otro bocado. Ahora estaba fría y sabía desagradable.

¿Por qué debía de sentirse mal por haber ofendido a Sylvie Delaney? Era ella quien seguía molestándolo.

Sí, claro, siempre es culpa de los demás, ¿verdad, Don?

Frustrado, cogió el trozo de pizza más grande que quedaba y lo lanzó contra la pared. Esperaba que se quedara pegado, al menos durante un momento. Pero ni siquiera dejó una mancha, tan sólo rebotó y cayó entre sus herramientas.

Tengo que dejar de lanzar cosas contra la pared.

Se agachó a recoger el trozo de pizza, lo metió en la caja, y lo llevó todo al cubo de basura de fuera. Era tarde. Tenía que madrugar y pagar a un chantajista por la mañana.

11

Agua caliente

Al final el asunto no fue gran cosa. El abogado iba vestido con un traje de chaqueta, un tipo de aspecto juvenil cuya vida parecía llena de decepciones. Como si su sonrisa hubiera sido ansiosa antes, pero ahora era seca, y pronto sería cínica. No iba a vivir como los tipos de
La ley de Los Ángeles
. Sólo iba a reunirse con trabajadores en los aparcamientos y recoger su dinero ganado duramente como pago por asegurarse de que no los iba a demandar un capullo sin rostro de Florida. No era una gran carrera, desde luego.

El abogado tenía la escritura de renuncia. Decía lo adecuado. No había trucos, por lo que Don podía ver. El abogado ni siquiera mencionaba el dinero. Los extorsionadores generalmente no quieren problemas. Nadie sabe mejor que un abogado lo latoso que puede ser un pleito. Veinte mil dólares sin litigio ante los tribunales era mejor que cien mil con uno. La educación de Don era tal que cuando le tendió el cheque bancario, tras haber comprobado que la escritura de renuncia era legítima, que llegó a decir «muchas gracias» antes de poder detenerse.

Sí, por eso mi madre me enseñó a decir sí señor y no señor y por favor y gracias. Para poder ser amable con un abogado que ayuda a alguien a quitarme mi independencia.

De vuelta en su camioneta, Don descubrió que por algún motivo tenía un nudo en la garganta y los ojos llenos de lágrimas. Tuvo que parar en el aparcamiento de Eastem Costume y quedarse allí sentado hasta que pudo ver bien.

No tenía sentido que llorara ahora. ¿Qué era esto, sólo veinte mil dólares? ¿Lloraba por eso? Había perdido muchísimo más. Había llorado cuando murió su hija, había llorado durante días, hasta que sólo pudo quedarse allí quieto con los ojos inyectados en sangre deseando seguir llorando, pero ya no había nada más. Le dolía el diafragma de tanto sollozar. No podía salir a la calle, tan inflamados estaban sus ojos. Pensó sinceramente, cuando aquello pasó, que nunca volvería a llorar, que nunca habría otro motivo para las lágrimas, comparado con aquello. Y ahora estaba aquí, llorando por veinte mil dólares.

No. Lloraba por su libertad. Había pensado que lo había logrado, que estaba a salvo. Esa casa era su regreso a la vida. Cuando terminara, cuando la vendiera, tendría suficiente para iniciar un negocio, para iniciar una vida de verdad. Y ahora, ¿qué había perdido? No todo. Así que tendría que conseguir una hipotética por veinte mil dólares. Eso no era nada comparado con el valor de la casa cuando terminara con ella. Pagaría algunos intereses, pero no buscaría la hipoteca hasta que casi estuviera a punto de venderla, para poder controlarlos. Saldría bien de todo aquello.

¿Por qué dolía? Porque lo habían derrotado. ¿Y cómo lo habían hecho? Porque se dejó ir. Casi se permitió amar a una mujer. Ella no pretendía causarle ningún daño, y ni siquiera lo había causado, en realidad. Pero hoy lo habían derrotado porque se había sentido atraído hacia ella y ella hacia él. Aunque sus sentimientos románticos habían desaparecido, aún se sentía protector hacia ella, y eso era lo que habían utilizado en su contra. Tal como funcionaba este mundo, la gente decente tenía que vivir siguiendo las reglas del honor, mientras que los hijos de puta podían ir por la vida dando dentelladas cada vez que podían. Y sin embargo, cuando pensaba en volverse igual que ellos, y convertirse también en un auténtico hijo de puta, se sentía enfermo por dentro. Todo se reducía a lo siguiente: si su hija estuviera aún viva, o si fuera a verla de nuevo algún día, quería que estuviese orgullosa de él. Una mujer necesitaba que la protegiera. Una mujer decente tratada mal porque se atrevió a buscar el amor. Luego necesitó dinero y él tenía un poco y por eso compartió. Si su hija vivía con Jesús, como decían, entonces tal vez supiera que había hecho eso y estaría orgullosa de él.

Así que lo hizo por su niña pequeña. Y ahora que lo sabía, o al menos que podía convencerse casi hasta creerlo, se sintió bien de nuevo. No le quedaban ganas de llorar.

Cuando llegó a casa la furgoneta de Tuberías y Calefacción Carville estaba aparcada delante. Esta vez, sin embargo, Sylvie no le había dejado entrar. El joven Jim Carville (joven solamente si se le comparara con su padre de setenta años) estaba sentado delante de la furgoneta, fumando. Cuando vio a Don, apagó el cigarrillo y se acercó a la camioneta.

—No hay muchos tipos por los que yo espero —dijo Carville.

—Lamento haberte hecho esperar. Pero has llegado pronto.

—Sí, me anularon un trabajo.

—El mío sigue en pie, y si tienes tiempo, me gustaría que inspeccionaras las tuberías y me dijeras qué tengo que sustituir.

—Tiempo de sobra —dijo Carville—. ¿Quieres echarme una mano para sacar el nuevo calentador de agua?

Don se acercó a abrir la puerta, luego volvió a ayudarle a descargar el calentador de la furgoneta. No era tan pesado, en realidad. Carville podía haberlo hecho solo, ¿pero por qué no ayudarlo?

—Esa chica que dejas vivir contigo —dijo Carville—, sí que la has asustado para que no meta la pata.

—¿Sí?

—Le dije quién era, pero no me dejó entrar sin tu permiso. La próxima vez deberías avisarla de que estás esperando a alguien.

—Sabía que iba a volver dos horas antes de que tú llegaras.

—Cuando tratas con Superman, es mejor tener en cuenta que aparecerá temprano.

Cuando terminaron de bajar el aparato por las escaleras del sótano, Carville comprobó la vieja instalación y declaró que sería fácil y que no, no necesitaba ninguna ayuda hasta que fuera la hora de sacar el viejo calentador de agua oxidado del edificio.

—Y para eso tal vez hagan falta tres tipos más, un torno, y una cadena de quinientos kilos.

—¿Tan viejo es?

—Y lleno de cal del agua. Me sorprendería que este viejo calentador pueda con más de un vaso de agua cada vez. El resto es una gran estalagmita.

Don volvió al piso de arriba y pensó en hacer algún trabajo de esfuerzo y entonces se dio cuenta de que cuando terminara habría agua caliente para una ducha. Así que tal vez debería ir ahora, antes de que se ensuciara todo, y comprar unas cuantas cosas como toallas y jabón, y ya que tenía compañía en la casa y la ducha que funcionaba estaba en el piso de arriba, un albornoz.

Friendly Center, entre Harris Teeter y Belk, tenía casi todo lo que necesitaba. Luego se dirigió a Fleet-Plummer para comprar un par de jaboneras y un mueble de ducha y hacer una llave de repuesto. Cuando llegó a casa, proveyó ambos cuartos de baño de jabón y colocó las toallas, una para ella y otra para él. Colgó una cortina de ducha nueva, y puso una esterilla en el suelo. Absolutamente hogareño. Luego fue en busca de Sylvie para darle la llave.

No estaba en la planta baja ni en el primer piso, y tampoco en el sótano. Pero cuando llegó al desván no la encontró allí tampoco. No es que la luz fuera muy buena, entrando como lo hacía por las sucias claraboyas del techo.

—¿Sylvie? ¿Está aquí?

No hubo respuesta. Volvió a llamar, nada. ¿Se había marchado? ¿Justo cuando por fin se le había metido en la cabeza no dejar entrar a nadie, se larga de la casa cuando él está en el piso de abajo o a ido de compras? No debería de haberle molestado, pero maldición, había ido a comprar toallas y un albornoz que no necesitaba si ella no vivía aquí. La gente debería ser consistente, al menos, aunque fuera consistentemente molesta.

Estaba a punto de bajar las escaleras cuando oyó su voz desde la más oscura de las cuatro alas del desván, la que no tenía ventanas. No había mirado con atención porque no creía que estuviera allí a oscuras. Ella se abrió paso entre la basura dispersa (ni siquiera Echando una Mano quería estas cosas) tan rápidamente y con tanta destreza como si pudiera ver en la oscuridad. Pero ahora que lo pensaba, había tenido tiempo de sobra para memorizar dónde estaba todo.

—¿Me estaba buscando? —preguntó. No podía reprocharle que pareciera incrédula.

—Quería decirle que están instalando el calentador de agua y después de que ésta pueda calentarse, podrá darse una ducha de verdad.

—Apuesto a que necesito una.

—Le sentará bien la necesite o no.

Como si fuera posible que no tuviera años de sudor y suciedad pegados encima.

—Hay jabón, si no le importa compartir una pastilla conmigo.

—No hay problema.

—Y puede escoger las toallas, yo usaré las otras.

—¿Me ha traído una toalla?

—No puedo colgarla por la ventana hasta que se seque, ¿no?

—Lo que quería decir es: gracias.

Una vez más, el tono de sorpresa.

—Además —dijo, sacando la llave de repuesto—, no es seguro que esté aquí dentro con la cerradura echada y sin llave. Así, si sale, no tendrá que llamar o esperar a que yo vuelva a casa.

Ella lo miró sin aceptar la llave.

—No es mi casa. Es suya.

—Tengo un título de propiedad —dijo Don—. Pero podría haberlo perdido si cierto abogado hubiera querido ir a los tribunales. Tal como yo lo veo, ambos somos ocupas. La casa aún pertenece a ese doctor Bellamy.

—Oh, ya la ha olvidado —dijo ella.

—Eso espero. Porque está muerto y todo eso.

—Es curioso cómo hizo un casa fuerte por amor a su esposa, pero ésa es la cosa, la casa no hizo mella en él, nunca, porque era a ella a quien amaba. Creo que es romántico.

—¿Va a coger la llave o no?

—No lo sé. No sé si está bien que la tenga.

—Ya le digo que sí. —Y al decirlo, descubrió que lo creía—. Ahora que está siguiendo las reglas y no deja entrar a nadie.

—¿Le importaría dejarme la llave junto a la puerta de mi habitación?

Él la miró un momento. ¿A qué estaba jugando? ¿No reconocía la victoria cuando la tenía delante? ¿Tenía que restregarle el hecho de entregarle la llave?

—De verdad —dijo ella—. No sé si podría coger la llave siquiera. Estoy temblando. Supongo que lo que estoy diciendo es por favor coja la llave y déjela allí para mí porque no quiero llorar delante de usted, me da vergüenza.

Other books

Never a Road Without a Turning by Rowan McAllister
Curtain: Poirot's Last Case by Agatha Christie
Unafraid (Beachwood Bay) by Grace, Melody
A Race Against Time by Carolyn Keene
Dangerous Decisions by Margaret Kaine
To Tame a Dangerous Lord by Nicole Jordan