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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Terror

El cuerpo de la casa (19 page)

BOOK: El cuerpo de la casa
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—No pretendía hacerla llorar.

Ella negó con la cabeza y le dio la espalda. Don bajó del desván y dejó la llave delante de su puerta y luego se dirigió al sótano para ver cómo le iba a Carville.

Sólo cuando bajó las escaleras hasta el vestíbulo pudo ver a través del cristal de la puerta que había alguien en el porche, caminando nerviosamente de un lado a otro. En el desván no pudo oír llamar. Abrió la puerta. Era Cindy.

—Hola —dijo ella.

—Hola. Pasa.

Don tuvo la agobiante sensación de que se había enterado de lo que había hecho por ella y estaba aquí para darle las gracias y no quería esa escena. Pero prefería eso a la escena en que ella intenta continuar el romance desde donde lo dejaron en su casa.

—Puedes relajarte —dijo ella, al entrar—. Sé que se ha terminado entre nosotros.

—Eso supongo.

—No tienes ni idea de cómo he repasado ese día en mi cabeza, deseando poder…

—No tiene sentido ya, Cindy.

—Y ahora te he costado dinero.

—No tenían ningún derecho a decirte eso.

—Ryan no sabe cómo no contar lo que sabe. No comprende que por eso no es muy buen espía. No tienes ventaja si conoces un secreto y vas contándolo en cuanto lo averiguas.

—A Ryan habría que meterle la cabeza por el culo.

—Posiblemente —dijo ella con una débil sonrisa—. Alguien acabará haciéndolo.

Él no pudo discutir.

—De todas formas, Don, te lo devolveré. Tienes que dejarme.

—Hay mejores sitios para que vaya ese dinero.

—Pero sé lo que significaba para ti tener esta casa sin apreturas.

—No importa. La cosa es que sólo tendré que pedir un préstamo unos pocos meses y eso no es nada. Y te besé ante la cámara tanto como tú a mí.

—Pero no sabías cómo le insistí para que rebajara el precio.

—Pero verás, Cindy, ésa es la cosa. Lo hiciste porque yo te gustaba. Así que en el fondo el propietario tenía razón. Yo tenía una ventaja especial. Habría comprado esta casa de todas formas, incluso por setenta mil. Habría tardado unos cuantos días más en decidir, tal vez, pero la habría comprado. Así que en cierto modo la única que pierde eres tú, porque no recibiste tu comisión entera.

—No te atrevas a pensar en pagarme una…

—Me besó una mujer hermosa —dijo él—. Descubrí que podía sentir cosas que creía que no podía sentir. Eso no se paga con dinero.

—Así es. Es lo mismo que yo siento. Y por favor, no creas ni por un momento que estoy molesta porque ya tienes a una chica aquí.

—Hay una chica aquí, pero no es cosa mía. Vino con la casa.

—No, no, no tienes que explicar nada. Sé que lo que hiciste fue lo que haría un hombre amable y generoso. Por lo que sé, ella es sólo otra mujer con el corazón roto, como yo. Tal vez eres un imán para los problemas, Don.

—O tal vez no existen las personas sin problemas, así que tengo suerte de conocer a alguien como tú.

Ella sacudió la cabeza, conteniendo las lágrimas.

—Sabes demasiado sobre mí para creer eso, Don.

Don se acercó y volvió a abrazarla. Ella se aferró a él, con fuerza, y con su cuerpo contra el de él no pudo dejar de sentir algo de lo que había sentido antes, aquel ansia por ella.

—¿Puedes abrazarme cuando sabes lo que hice? —susurró.

—Lo que casi hiciste. Lo que te aseguraste de no volver a hacer jamás. Eso es todo lo que cuenta. Lo que hacemos, no lo que pensamos en hacer o lo que queremos hacer.

—Pero verás, te mentí —dijo ella—. Llegué a ponerle la almohada sobre la cara.

Aquello le golpeó como un puñetazo; sus rodillas cedieron un poco.

Ella se apartó de él, estudiando su cara, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.

—¿La… lastimaste?

Cindy negó con la cabeza.

—Sólo durante un momentito. Es la verdad. Ahora que sé que tienes a otra persona, puedo decirte esa última parte. Que llegué a hacerlo.

—Pero te detuviste.

Ella asintió.

—Y tu bebé no resultó herida.

—Lloró porque la asusté, pero, no, no resultó herida. Fue un momentito. Menos. Pero así de cerca estuve. Es horrible, Don, saber que estuve así de cerca.

—Todos podemos estar cerca de algo feo —dijo él.

—Pero no de eso. Tú nunca te acercarías ni a mil kilómetros de una cosa así. Y por eso no puedes amarme.

—Creo… Eso no es justo, Cindy. No te juzgues a ti misma por mí. Perdí a una hija pequeña. Tengo cicatrices propias. Eso es todo lo que sucede.

—No, lo sé bien, Don. La única clase de hombre que merece ser querido, al contarle esa historia, nunca podrá amarme.

—Eso no lo sabes.

—Porque, ¿cómo podría confiar en mí? ¿Cómo podría dejar a sus hijos solos conmigo, sin dudarlo? Y un hombre como ése, Don, querer tener hijos. Un hombre que sea un marido y un padre natural.

—No sé, Cindy. Sé que significamos algo el uno para el otro. Eso es mejor que nada de lo que he tenido en los dos últimos años.

—Para mí también.

—Pues ahí lo tienes. Eso también es amor. No es sexo, y tal vez sea una lástima, pero ya sabes, Cindy, cuando un hombre y una mujer se quieren, no significa siempre que tengan que acostarse ni vivir juntos.

Ella asintió, y entonces miró hacia las escaleras y mostró una débil sonrisa.

Don no se molestó en responderle, en insistir que no había nada entre Sylvie y él. Porque, ¿cómo lo sabía? Tal vez había algo entre ellos. Tal vez había vuelto por fin a un lugar en su vida en que podía significar algo para la gente y la gente podía significar algo para él. No le debía ninguna explicación a Cindy. Ni ella la pedía tampoco.

—Sea como sea —dijo Cindy—, voy a abrir otra cuenta. La llenaré de dinero hasta que haya veinte mil dólares. Si no los quieres aceptar, entonces los llamaré mi fondo Don Lark y trataré de usarlos con alguien que los necesite como tú los usaste conmigo.

—Ese dinero era para librarme de líos a mí tanto como a ti.

—Sí, claro. —Ella se echó a reír—. Tú no habrías perdido tu licencia estatal.

—Bueno, para que no pienses que soy tan noble, Cindy, tengo que decirte que ahora mismo lo que quiero más que nada en el mundo es besarte.

—Yo también.

—Un hombre mejor que yo dejaría pasar ese sentimiento.

Ella se acercó, puso las manos sobre su pecho, la dejó abrazarla de nuevo, y le dio un beso cálido y dulce. No como le había besado en el cuarto de baño o en el coche, no con ese ansia. Era un adiós. Pero también era amor, y él lo necesitaba y ella se lo dio, y ella lo necesitaba también, y ambos se sintieron tal vez un poco más vivos, un poco más cerca de la felicidad a causa de eso. Así que el beso duró largo rato. Pero cuando terminó, ella salió rápidamente por la puerta.

Y allí, apoyado en su coche, estaba Ryan Bagatti. Todo sonrisas.

—Interesante restaurante que encontraste para la hora del almuerzo —dijo Ryan—. ¿Qué había en el menú? Debió de ser comida rápida.

Estaba mirando a Cindy. Tal vez ni siquiera advertía que Don estaba allí presente. No importaba. Esta vez había llegado demasiado lejos. Don bajó los peldaños del porche antes de que Bagatti pudiera alzar las manos e insistir:

—¡Era broma! ¡Era broma!

Y entonces se acobardó cuando Don se alzó sobre él.

—¡Don, no! —gritó Cindy.

Don no necesitaba la advertencia. Tenía el deseo, no la intención, de lastimar a Bagatti. Pero se acercó a él todo lo que pudo. Bagatti se irguió un poco, pero se vio obligado a apretujarse contra su coche o habría acabado con el pecho de Don en la cara.

—Eh, atrás, tío —dijo Bagatti—. ¿No puede soportar una broma?

Don se quedó allí, acechando. Esperando a que Bagatti actuara.

No tardó mucho. Un tipo como Bagatti, cuando alguien no atacaba, asumía que tenía miedo de hacerle daño. Así que de nuevo empezó a hacerse el chulo.

—Búsquese un sentido del humor, tío —dijo. Y entonces colocó las manos sobre el pecho de Don y empujó, un poquito—. Déjeme sitio.

Eso era lo que Don necesitaba. Agarró las dos manos de Bagatti y las sostuvo, usando sus propias manos como tenazas, los pulgares en las palmas de Bagatti, presionando con los dedos el otro lado. Y apretó. Bagatti chilló. En respuesta, Don extendió las dos manos hacia los lados, obligando a Bagatti a extender las suyas como un crucificado y acercando su cara contra su pecho. Bagatti se debatió para liberarse las manos, pero cuando más se resistía, más fuerte apretaba Don.

—¡Me va a matar!

—Todavía no —dijo Don. Entonces inclinó la cabeza para hablarle directamente al oído—. Escuche bien —dijo en voz baja—. Lo diré una sola vez. Se acabaron las bromas, se acabaron las burlas, se acabó seguir a Cindy a ninguna parte. La verá en el trabajo y la tratará con amabilidad. Nunca la criticará ni hablará de ella con nadie más. Se acabaron las bromas pesadas, los rumores, los seguimientos, los chismes sobre ella. ¿Entendido?

—Sí.

—Es usted el tipo de matón que la emprende con alguien porque no puede defenderse. Bueno, tenía razón con Cindy. No puede atacarle.

Pero no tiene por qué hacerlo. Cindy y yo no somos ni hemos sido nunca amantes, ni es asunto suyo. Pero somos amigos. Y yo cuido de mis amigos, señor Bagatti.

—Bueno, sí —dijo Bagatti—. Lo entiendo. Lo entiendo.

—No estoy seguro. Me parece que aprende despacio.

—Aprendo rápido.

—Pero en el minuto en que lo suelte, se le olvidará.

—No, no.

—En el minuto en que lo suelte, empezará a gritar que le he estado amenazando y agrediendo y si creo que es la última vez que he oído de…

—No, no diré eso.

—¿Entonces puedo soltarlo?

—Por supuesto. Sí. Sería un buen momento.

Don soltó las manos de Bagatti. Le sorprendió cuánta tensión había en su tenaza. Al tipo iban a quedarle cardenales. De hecho, Bagatti se desplomó contra el coche y se acunó una mano con la otra, y luego cambió de postura, y después las extendió ante él como si fueran muñones.

—Mire lo que me ha hecho.

—Por lo que a mí respecta, se lo ha hecho usted mismo. Si no hubiera venido a burlarse de Cindy Claybourne, las manos no le dolerían.

—Acaba de cometer un delito, amigo —dijo Bagatti.

Inmediatamente Don le cogió las manos y Bagatti chilló y trató de soltarse.

—Me lo prometió —dijo Don.

—Sí. Sí, lo hice. Lo hago. Ningún delito. Está bien.

—Lo que tiene que recordar es que estoy loco —dijo Don—. Haga lo que haga, saldré libre.

—Sí. No tendrá que hacerme nada. Por favor.

Don ya ni le apretaba las manos ni nada. Bagatti podría haberse soltado. Pero ni lo intentaba. Se sometía. Don había ganado. Tendría que haberse sentido bien. Y así era, un poco. Porque Bagatti tal vez dejara tranquila a Cindy. Tal vez había hecho lo que hacía falta para protegerla.

Lo que no le parecía bien era lo bien que se había sentido al apretarle las manos, al hacerle daño a aquel hombre. Don había apretado más fuerte de lo que pretendía. Manos que trabajaban con tornos y martillos, manos con una tenaza de hierro, y había encontrado un hueco carnoso entre los largos huesos de las manos y hundido los dedos en ese espacio como si fueran clavos, y mientras lo hacía se sintió bien.

Y Cindy lo había visto hacerlo. Lo había visto usar esa clase de violencia. ¿Qué pensaba ahora de él? Se sintió avergonzado.

Bagatti se escabulló entre su coche y el cuerpo inmóvil de Don. Sin mirarlo a él ni a Cindy, se dirigió a la parte delantera del coche, subió al asiento del conductor, y se marchó. En silencio. No quedaba ninguna agresividad en el hombre. Por ahora, al menos. Don advirtió que conducía con los bordes de las palmas. Esas manos iban a dolerle un tiempo.

Cindy estaba de pie junto a su coche. Miraba a Don.

—Lo siento —dijo él—. Me dijiste que no le hiciera daño, y fui y se lo hice.

Ella avanzó unos cuantos pasos. Don la encontró a medio camino.

—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que me defendió alguien —dijo ella en voz baja. Le cogió las manos, una por una, y las besó.

—Si te causa algún problema, dímelo.

—No lo hará. Sabes cómo dar miedo.

—¿Oíste lo que le dije?

—No hizo falta. Le vi la cara mientras le susurrabas al oído.

—No soy un hombre agradable, Cindy. No lo sabías hasta ahora.

—¿Un hombre que impide a un matón que acose a otra persona? Yo sí diría que eso es agradable.

—Lo que no sabes es cuánto quería aplastarle la cara contra el coche. Usar su cara para abollarlo hasta que la reparación de la carrocería costara más que los gastos deducibles.

—Sé que no soy lo que querías, Don. Pero tengo que decirte que tú sí eres lo que yo quería. Pero no importa. Ahora que sé que estoy lista para intentarlo, encontraré a otra persona. Puedo conformarme con menos de lo mejor. Ayudo a mis clientes a hacerlo todo el tiempo. Todos quieren casas perfectas, pero a veces lo único que pueden permitirse es un apaño.

—Hay un montón de tipos por ahí que son mejores para ti que yo.

—Bien, es bueno saberlo —dijo Cindy—. Tal vez tenga suerte y conozca a alguno de ellos. —Sonrió. Incluso se echó a reír—. ¡Ni en sueños!

Subió al coche, le saludó por última vez, y se marchó.

Don la vio perderse de vista. Mientras lo hacía, pudo sentir una especie de tintineo en sus manos, en sus piernas. No un cosquilleo o un picor o un temblor, ni siquiera esa sensación hormigueante cuando las piernas se te han quedado dormidas y empiezan a reaccionar. Esto era más profundo, hasta el hueso, un ansia por hacer algo. Tal vez era su ira hacia el propietario de la casa y su abogado mascota. O ira hacia Bagatti. O ira por la muerte de su hija y todas las cosas que le habían salido mal y la gente que había metido la pata. Tenía que matar a alguien, hacerlo pedazos, pero no había nadie a quien matar.

Así que volvió a la casa, cogió su sierra eléctrica y sus dos cables de extensión más largos, y se lo llevó todo a la habitación en la que estaba trabajando. Luego volvió y cogió una maza. Era hora de perder de vista esa pared añadida. Se puso a trabajar con la palanqueta, revelando los pernos y el espantoso cableado que habían hecho para conectar el frigorífico y el horno. Hacía años que tendría que haber habido un incendio.

Con los pernos al descubierto, fue el momento de usar la sierra. La enchufó, la puso en marcha, y empezó a rugir. Entonces la aplicó a uno de los pernos a la altura del pecho, y el rugido se convirtió en un gemido, el sonido de la madera al morir.

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