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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Terror

El cuerpo de la casa (25 page)

BOOK: El cuerpo de la casa
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—Ahora que mi habitación está terminada, ¿qué me importa? —dijo ella. Y entonces, porque sin duda él parecía enfadado, extendió la mano y le tocó levemente el brazo—. Una broma, Don. Era una broma.

—Por favor, sólo… ayúdame a buscar.

—Vale. Déjame deducir. Quieres registrar mi habitación primero.

—¿Por qué no? Ya estamos aquí.

Ella le dejó pasar, abrió el armario, hizo como que miraba en lugares ridículos, como los apliques de la luz y las persianas.

—Aquí no. Aquí tampoco. Ni aquí.

—Vale, estás ofendida —dijo Don por fin—. Pero la palanqueta no se ha marchado sola, alguien ha tenido que moverla.

—¿Y por qué? ¿Qué te hace estar tan seguro?

—¿Tan seguro de qué?

Durante un momento él no tuvo ni idea de lo que le estaba preguntando.

—¿De que alguien tuviera que mover la palanqueta?

—Porque los objetos hechos de metal sólido no se mueven a menos que algo los mueva.

—Algo.

Ahora lo comprendió.

—Oh, lo hizo alguna fuerza sobrenatural. La casa.

El sarcasmo la molestó.

—No me importa lo que creas. ¿Por qué debería ayudarte a buscar? Si soy yo la que la encuentra, asumirás que la puse allí.

—¿Ponerla dónde?

—Donde la encuentre. Si la encuentro. Prométeme que no me acusarás de eso.

—Lo prometo.

—No te creo.

No estaba bromeando. Pero claro, él tampoco.

—¡Sólo quiero mi palanqueta!

—Y yo quiero que confíes en mí.

Don pensó en un montón de réplicas que le habrían hecho sentirse un poco mejor mientras empeoraban un poco más la situación. En cambio, respondió, en voz baja:

—Por favor, ayúdame a buscar mi palanqueta.

—Si la encuentro, será porque llevo viviendo en esta casa el tiempo suficiente para saber dónde recoge las cosas.

—¿Recoge?

—Adonde las deriva. Cosas perdidas.

—Esto no es un lago. Las cosas no se van a la deriva.

—Entonces no encontraremos la palanqueta en ninguno de esos sitios. —Ella parecía divertida, pero sus ojos ardían.

—Esto es una tontería —dijo Don—. La buscaré solo.

—¿Quieres mi ayuda o no?

—Quiero mi palanqueta. Si puedes ayudarme a encontrarla, hazlo, por favor. Si no, quédate aquí con tu extraña vida de fantasía. Te ha servido de mucho hasta ahora.

Salió de la habitación.

Ella lo llamó:

—¡Será mejor que te asegures de lo que es la realidad antes de empezar a hablar de mis fantasías!

Él siguió caminando, llegó al pasillo y bajó las escaleras.

—¿Cómo sabes que no la pusiste tú mismo en alguna parte y luego se te olvidó?

Eso ya fue demasiado.

—Porque siempre guardo mis herramientas.

—¿Siempre? —Ella estaba en el pasillo, asomada a la barandilla de la escalera.

—Siempre.

—A tu madre debió encantarle educarte. Todos los juguetitos de Don bien guardaditos y recogidos. Un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio.

—Exactamente —dijo Don. Se dirigió a la sala de estar y empezó a buscar de nuevo en todas sus cajas de herramientas. La oyó bajar las escaleras. Si se daba la vuelta, sabía que la vería apoyada contra el marco, el brazo en alto, como una bailarina de los años veinte. Oh, espera, eran las hermanas Extrañas las que fueron flappers. Sylvie es de los ochenta. No debo confundir a mis locas entre sí.

Tuvo que mirar. Y sí, allí estaba, apoyada en el marco de la puerta el brazo sobre la cabeza, extendido sobre la madera pintada de blanco. Entonces dobló el brazo y lo arqueó sobre su cabeza como si fuera una bailarina o una patinadora. La imagen de la gracilidad.

—Creí que dijiste que la palanqueta no estaba en tus cajas de herramientas.

—Ya busqué. Y ahora vuelvo a buscar.

—Increíble.

—¿Qué?

—Que hayas dudado lo suficiente para comprobarlo. Creí que estabas por encima de esas debilidades.

—¿Qué te he hecho exactamente para merecer tus burlas? ¿Creías que era la clase de tipo que te acusaría antes de comprobarlo en persona? ¿Todavía tengo un chichón en la nuca de la vez que moviste el banco de trabajo, pero no puedo preguntar si has tocado mi palanqueta?

El rostro de ella se ensombreció. Se apartó de la puerta. Don caminó unos cuantos pasos tras ella.

—Eso es, escóndete de mí, muy maduro por tu parte. No te enfrentes a nada. ¿No ha sido así tu vida en esta casa? ¡Escondiéndote!

Cuando llegó a la entrada, la vio apoyada en la otra puerta, la que conducía al apartamento al otro lado de la escalera. Sólo que esta vez no tenía aquella pose descuidada y grácil. Miraba a la pared, la cabeza gacha, la coronilla en pleno contacto con la madera del marco, el cuerpo torcido. Como una cabra al ataque. Como si intentara meter la cabeza en la pared.

—Entonces tal vez haya algo en la alacena de la cocina —dijo—. A la derecha, arriba, en el rincón. La alacena sobre el frigorífico.

—¿Qué cocina?

—La de Lissy y mía. La de la mesa grande.

Don recorrió el estrecho pasillo hasta la cocina situada al fondo de la casa. El estante superior de la alacena estaba alto, y como estaba por encima del hueco del frigorífico, no había encimera debajo. Don tuvo que subirse en la encimera de al lado e inclinarse, agarrado a los anaqueles, e incluso así tuvo problemas para llegar. ¿Cómo sabía ella que estaba allí arriba? Más exactamente, ¿cómo llegaba allí arriba?

Se bajó y acercó la pesada mesa a la encimera. Era difícil de mover y arañó ruidosamente el suelo. Cuando se subió a la mesa, ya no tuvo que inclinarse. Pudo meter la mano y mirar.

No había ninguna palanqueta. Pero sí varias cajas de clavos y tuercas. Todavía tenían puestas las etiquetas de Lowe’s. Las sacó, las puso sobre la mesa, y luego las abrió. Cada una de las cajas estaba llena de una confusa mezcla de todo tipo de quincalla, incluyendo un montón de puntillas y tomillos viejos que Don había quitado de las paredes. Sin embargo, lo que le enfureció fue el número de brillantes puntillas y clavos nuevos que ella había sisado obviamente de sus suministros de la sala.

—¡Sylvie! —llamó.

Desde la puerta de la cocina, ella contestó en voz baja:

—¿No estaba allí?

—¿Qué están haciendo estas cosas aquí? —exigió él—. ¿Qué es esto?

Ella se asomó y miró las cajas.

—¿Una colección de clavos y tornillos?

Don quiso gritarle, pero mantuvo la voz baja.

—¿Es una broma?

—No lo sé. ¿Es gracioso?

Él levantó un clavo torcido con el yeso todavía pegado.

—¿Qué esperabas hacer con esto?

—Creí que los habías tirado todos.

—¿No lo robaste de la basura y lo escondiste? —preguntó él, con sarcasmo.

—¿Por qué te molestas en preguntar, cuando sabes la respuesta y también sabes que no piensas creerla? —Su cara estaba ahora seria. Derrotada.

Bueno, él también se sentía casi derrotado.

—Sylvie, ¿dónde está la maldita palanqueta?

Su respuesta fue un susurro:

—No lo sé. Hay algunos lugares que no puedo ver.

—Entonces dime cuáles son esos lugares que no puedes ver y yo miraré allí.

Ella se volvió hacia la pared para ocultarse de su ira. Tocó la pared con la frente.

—La vieja caldera —susurró.

—¿Tengo que meterme dentro?

—Detrás.

—¿Por qué no pudiste empezar por ahí?

No hubo respuesta. Ella se quedó allí, con aspecto derrotado. Bueno, había sido derrotada, ¿no? Aunque la verdad fuera dicha, Don no tenía ni idea de a qué habían estado jugando.

Don bajó al sótano.

—No me gustan los juegos de escondite —dijo, no muy fuerte, porque ella parecía demasiado derrotada para refregárselo por la cara; pero tampoco lo dijo en voz baja, porque estaba realmente molesto.

No había traído linterna, y naturalmente la lámpara portátil no proyectaba más que sombras negras tras la vieja caldera. Tendría que volver a subir. Pero cuando se volvió allí estaba ella, de pie en el último escalón, agarrada al pasamanos como si fuera lo único que se interponía entre ella y el desastre. No quiso acercarse a ella ahora mismo. Si la palanqueta estaba detrás de la caldera podría encontrarla al tacto. Avanzó hacia la oscuridad. Y en efecto, en el momento en que retiró algunos escombros, oyó el tañido del metal sobre la piedra. O de piedra sobre metal. Por desgracia, algunos escombros cayeron encima, así que tuvo que revolver un poco, pero por fin sacó la palanqueta.

Ahora estaba sucio de polvo. Quien había amontonado los escombros había hecho un trabajo de pena. No había hecho falta nada para desplazar la pila y volcar su contenido alrededor de la caldera por ambos lados. El agujero en lo alto debía de ser ahora más grande, aunque no podía verlo en la oscuridad. Una cosa era segura: no podía ignorar el túnel eternamente. Si quería sellarlo, tendría que retirar los escombros y construir una pared de ladrillos adecuada.

Bueno, pero eso no era el trabajo de hoy. Tenía la palanqueta. Iba a derribar una pared. Y, tío, sí que le sentaría bien golpear el yeso y los listones. Estaba de humor para causar unos cuantos destrozos serios.

Cuando lo vio salir con la palanqueta, Sylvie se relajó visiblemente.

—Oh, bien. La encontraste.

—¿Por qué no pudiste decírmelo desde el principio?

Ella se dio media vuelta y empezó a subir las escaleras.

—Sabía que me acusarías si te ayudaba.

—O mejor aún —dijo él—, ¿por qué no la dejaste donde estaba?

Ella se detuvo en la escalera, la cabeza oculta ahora por el techo.

—Yo no la cogí. Y si lo hubiera hecho, no la habría puesto allí.

—¿Tienes escondites mejores?

Ella se agachó y se sentó en el rellano, sombría. Ahora Don pudo verle de nuevo la cara. Parecía realmente molesta.

—No voy ahí.

—¿Por qué? No es nada. Las ancianas de la casa de al lado dijeron que era un túnel de contrabandistas de licor. Dijeron que esta casa fue en tiempos un burdel.

Golpeó con la palanqueta la palma de su otra mano. Le agradaba volver a empuñarla.

—Qué interesante —dijo Sylvie, aunque no parecía interesada—. Un túnel. Quién lo habría imaginado.

—Sylvie, ¿qué te pasa? ¿Por qué no puedes decir que sientes haber escondido mi palanqueta y que no lo volverás a hacer?

Ella lo miró, con furia en los ojos.

—Cuando hago algo mal, digo que lo siento.

Disgustado, Don se encaminó hacia las escaleras y la dejó atrás.

—Entonces supongo que debes de haberlo hecho bien.

Unos cuantos escalones por delante, se detuvo y se volvió.

—¿No eres un poco mayor para jugar a la hermanita malcriada?

—¡No soy hermana de nadie!

Él continuó subiendo las escaleras. La oyó gritar tras él:

—¡No soy tu hija! ¡No soy tu hermana! ¡No soy nada tuyo!

Era hora de deshacerse de la pared que separaba las escaleras del salón sur. Ésta había sido construida antes que los otros tabiques divisorios de la casa. Probablemente databa de los años veinte, de los días del burdel. Así que no era una pared de yeso, sino tan gruesa como el muro del otro lado, con el mismo tipo de moldura. Y no sería pladur, sino tablillas y yeso. Un trabajo sucio, pero ya estaba sucio de la porquería que había detrás de la caldera.

Blandió la palanqueta y la hundió en la pared. Tiró, y las tablas cedieron y saltaron como costillas rotas, haciendo que el polvo de yeso le volara a la cara. Tendría que llevar puestas gafas de seguridad, pero estaba demasiado enfadado y le apetecía romper algo. Descargó otro golpe un palmo más arriba, pero esta vez la barra chocó contra dura madera gruesa. Le sorprendió encontrar una viga a sólo tres palmos del extremo del muro. Nadie ponía los postes verticales tan juntos, ni siquiera en las paredes maestras. Se apartó, golpeó de nuevo, y esta vez un enorme trozo de yeso cedió y se rompió en el suelo. Ahora era fácil separar los listones de las vigas. En efecto, parecía que había vigas gruesas cada tres palmos. Ridículo. ¿En qué estaban pensando?

—¿Qué estás haciendo? —exclamó Sylvie. Estaba en la puerta, el pánico dibujado en el rostro.

—¿Qué es lo que parece?

—¡No puedes derribar esa pared! ¡Es… es la espina dorsal de la casa!

—Mira, Sylvie, esta pared no es nada. ¿Ves cómo la puerta de entrada está desviada del centro de la casa? Es para que el muro maestro pueda pasar por el centro de la casa y sostener las vigas del suelo del primer piso. Esta pared no sostiene nada, la añadieron para poder poner una puerta entre la entrada y este apartamento. O tal vez para que los clientes subieran a las habitaciones de las prostitutas sin que todo el mundo en el salón los viera.

—Te equivocas —dijo Sylvie—. ¡Lo sostiene todo! Si la rompes… paralizarás la casa y…

—Deberías darle lecciones a esas locas de al lado —dijo Don. Su paciencia se había agotado—. Esto es una casa, no una persona.

Arrancó otro listón.

Sylvie corrió y agarró una de las gruesas vigas verticales.

—¡Toca esto! ¿No puedes sentir la tensión? Sostiene todo el peso de la casa. Tiembla bajo el peso.

—El aparejador dijo que era la otra la que…

—No miró, asumió. Igual que tú.

Ella tocó una viga tras otra; cuatro habían quedado ya expuestas, a la altura de los hombros de Don, así que Sylvie tenía que extender la mano hacia arriba para tocarlas.

—Son tantas. ¿Por qué pusieron tantas vigas? Como los mástiles de un barco. ¿Por qué las pusieron sino para sostener la casa?

Ella estaba en lo cierto. No tenía sentido. Y Jay Placer no había llegado a inspeccionar las paredes. Tan sólo dijo que la pared norte era el muro maestro y eso fue todo.

Bueno, había un modo de asegurarse. Don la dejó allí, cogió una linterna del salón norte, y pronto volvió al sótano. Esta vez, sin embargo, dedicó su atención al este. El sótano estaba bajo la mitad trasera de la casa; la mitad delantera sólo tenía un espacio de poca altura, y no fue fácil encontrar un lugar para remontar los cimientos de ladrillo y subir bajo la parte delantera de la casa. Cuando lo hizo, lo lamentó. Aquello estaba lleno de telarañas, y todos los bichos que habían perdido sus hogares bajo las alfombras de la vieja casa al parecer se habían mudado allí abajo. Necesitaría un par de duchas para volver a sentirse limpio de nuevo. Pero esto era parte del trabajo. No reconstruías una casa sin ensuciarte y acabar hecho un asco.

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