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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Terror

El cuerpo de la casa (28 page)

BOOK: El cuerpo de la casa
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—Ella no te acosa, Sylvie, te acosas tú misma. Todo esto te lo estás haciendo tú sola.

Don cogió la linterna y se internó en el túnel.

Le pareció antiguo. Húmedo, cargado, fresco. No, frío. Había sido construido reciamente. Las piedras que formaban paredes a izquierda y derecha no eran estructurales, sino más bien muros de contención para impedir que los lados del túnel se erosionaran con la lluvia. La verdadera estructura era de madera tan gruesa como postes de ferrocarril, colocados cada tres o cuatro palmos, sostenidos por dinteles de madera del mismo grosor, y luego todo el túnel se cubría con más vigas similares que formaban un techo continuo. Era un túnel mucho mayor de lo que necesitaría ningún contrabandista de licor, pensó. Como la casa, había sido construido para durar eternamente. ¿Pero para qué necesitaría el doctor Bellamy un pasadizo así? No tenía ningún sentido.

Pudo oír a Sylvie tras él. Había entrado en el túnel después de todo. Bueno, bien. Debería verlo por sí misma. Si Lissy hubiera muerto de verdad, habría habido una investigación. Los policías habrían venido a la casa, le habrían hecho preguntas. Como eso no llegó a suceder nunca, Lissy no desapareció. Fue Sylvie quien desapareció, ocultándose durante años. Pero nadie vino a buscarla porque el título no importaba. De hecho, probablemente se lo enviaron por correo. Probablemente pensaron que estaba en Providence, Rhode Island, empezando un trabajo nuevo. Tal vez algún profesor se sintió un poco herido porque ella no le había escrito nunca. Tal vez en alguna conferencia profesional, años más tarde, alguien de la UNCG se encontró con alguien de Providence y preguntó cómo le iba a Sylvie y descubrió que Sylvie nunca había aparecido para aceptar el empleo. Pero a esas alturas, ¿dónde empezaría a buscar? La casa donde vivía estaba cerrada y en ruinas. No tenía ninguna familia a la que escribir. Y en el fondo no había ningún motivo para que nadie la buscara.

Había sacrificado su vida por nada.

El túnel estaba bastante empinado hacia abajo, pero ahora empezaba a nivelarse.

—¡Don, por favor! —llamó ella tras él.

Don se detuvo a esperarla.

—Ven conmigo si quieres —dijo—. O no. Pero creo que es hora de que te enfrentes a lo que hiciste. O a lo que no hiciste.

Ella apareció, tropezando en la oscuridad.

—No proyectes tus problemas en mí. Tú eres quien se está reconcomiendo de culpa por lo que no hizo. No le quitaste legalmente tu hija a tu ex esposa, y tampoco la secuestraste a tiempo.

Lissy no era la única que iba a la yugular.

—No hables de cosas que no sabes.

—Eres tú quien necesita enfrentarse al hecho de que no pudiste evitar que sucediera. No hiciste nada malo. ¡Yo sí! ¡La maté!

—No he visto ningún cadáver aquí abajo —dijo Don. Se dio media vuelta y continuó por el túnel. Cuatro velas en las paredes de contención, ¿no? Eso era lo que estaba buscando.

Y allí estaban. La luz de la linterna encontró el cabo consumido de una vela, y una rápida pasada mostró las otras tres velas. Durante un momento no se atrevió a apuntar con la linterna hacia abajo, ni a mirar tampoco. A pesar de sus palabras, no estaba tan seguro de lo que iba a encontrar.

Entonces miró. Y estuvo seguro. Allí estaba el colchón tirado sobre la tierra prensada, y sobre el colchón había un cuerpo reseco, la piel como el pergamino, tendido de espaldas, el rictus de la sonrisa mirando hacia arriba.

—Oh —dijo.

Oyó a Sylvie tras él, abriéndose paso de nuevo entre la oscuridad. Apartó la linterna del cadáver.

—Sylvie, me equivoqué —dijo—. Ella está aquí. No mires.

—Después de todos estos años, he llegado hasta aquí. Es la hora. Enséñamelo.

¿Cómo pudo haber dudado de ella? Dijo que sabía lo que era la muerte. Y tenía razón. Era él quien nunca se había enfrentado a la muerte. Sucedía lejos de él. Sucedía en las noticias de la tele. Ella había tenido la muerte en las manos.

Incluso en la oscuridad, Sylvie sabia dónde mirar. Don se dio la vuelta y apuntó al cadáver con la linterna.

—Escucha, Sylvie —dijo—. Lo que hiciste, lo has estado pagando, ¿no? Atrapada en esta casa. No fue asesinato en primer grado, fue un momento de ira. No soy abogado, pero es posible que sólo fuera homicidio, y ya tendrías que haber salido de la cárcel.

Ella no dijo nada, sólo jadeó. Entonces gimió, un sonido surgido de la profundidad de su alma. ¿Le pasaba algo? Él dejó de iluminar el cadáver del colchón y apuntó con la linterna al rostro de Sylvie. No fue pena ni culpa lo que vio allí. Fue horror. Como si estuviera viendo esta escena por primera vez. Señaló el cadáver.

—¿Qué pasa? —dijo Don—. No puede hacerte daño, Sylvie.

—Lo que lleva puesto —dijo Sylvie, con voz débil—. Mira lo que lleva puesto.

Don volvió a enfocar al cadáver. Esta vez miró con atención. La ropa estaba oscura por la suciedad del túnel, pero al acercarse pudo ver que no era la camiseta que Sylvie había descrito. Era un vestido. Un vestido azul ajado. Volvió la linterna hacia Sylvie. Ella se tiraba de la falda como una niña pequeña. Una falda idéntica.

—El mismo vestido —dijo Don estúpidamente, tratando de encontrarle sentido.

—Ésa no es Lissy —dijo Sylvie.

Se desplomó contra la pared de piedra.

—Soy yo —susurró.

16

Salón de baile

Don tardó un momento en comprender lo que ella estaba diciendo.

—¿Cómo podrías ser tú? —preguntó mansamente.

—Creí que era un sueño —dijo ella. Estaba temblando, apoyada contra la pared de piedra del túnel. La linterna que Don tenía en la mano la hacía parecer como si estuviera en un escenario, con un estrecho pero débil foco de luz haciéndola destacar en la oscuridad—. Soñé que regresaba al túnel y la volvía a sacudir, intentando despertarla aunque sabía que estaba muerta, y entonces sus manos… se lanzaron y me cogieron por el cuello y traté de pedir disculpas, dije: Lo siento, lo siento, no pretendía hacerte daño, pero entonces no pude respirar y dolía y yo seguía pensando: Me despertaré de un momento a otro, de un momento a otro ya.

—Te estranguló.

—Su cara. Tan llena de odio. Creí que era lo que me merecía. Creí que era un fantasma, acosándome. Lo he soñado un millar de veces desde entonces. Creí que estaba soñando entonces. Porque… porque todo se volvió negro, y entonces me desperté y estaba oscuro porque las velas se habían consumido, pero tropecé con un cuerpo, tendido en el colchón, un cuerpo que había aquí mismo donde dejé su cuerpo, tropecé con mi cadáver.

Se volvió y miró hacia el cadáver tendido en el colchón.

—Muéstramelo —susurró.

Él dirigió la luz hacia el cuerpo. Ella se acercó a rastras. Lo tocó. Tocó la piel de pergamino de la pierna desnuda. Tocó el tejido putrefacto del vestido. Entonces se tocó su propio vestido, el mismo vestido, pero no podrido.

—¿Cómo puede un…?

Don no sabía cómo preguntárselo. Ella hundió la cabeza. No lo miraba.

—¿Cómo puede un fantasma tropezar con un cadáver?

Ella negó con la cabeza.

—Me tocaste. Te toqué. —Don extendió la mano para demostrárselo.

—¡No! —gritó ella, retrocediendo, de vuelta a la pared.

—Eres real —insistió él.

Ella volvió a llorar.

Don extendió la mano para tocarla y esta vez Sylvie lo soportó. Y, sí, había resistencia, pudo sentir la piel de su brazo.

Y entonces no pudo.

Y después pudo, pero su dedo estaba hundido a un centímetro de profundidad en el brazo. Dejó escapar un grito de horror y retiró la mano. Ella alzó el rostro para mirarlo.

—La casa —dijo—. Tengo que volver a la casa.

—No, tienes que irte de esta casa.

—No estamos en la casa —dijo ella—. Apunta con la luz, muéstrame el camino de vuelta. Lo estoy perdiendo.

Él enfocó el túnel que se dirigía al sótano. Sylvie se levantó. Demasiado: se levantó del suelo y su figura flotó. Gimió de miedo.

—Mi mano —dijo Don—. Coge mi mano.

—¡No estoy aquí! No soy real, no puedo…

—Eres real —dijo él—. Eres Sylvie Delaney y vives en la vieja casa de los Bellamy. En esa habitación nueva tocaste las paredes. Te escondiste en el armario que yo construí y…

Y él sintió su mano en la suya. No miró. Simplemente la condujo túnel arriba. No quiso ver si ella caminaba o flotaba o si quedaba algo más que su mano. Aquella mano viva.

Llegaron al sótano cubierto de escombros y ahora pudo oír sus pasos. Se volvió a mirarla.

—Estás bien —dijo.

—Vuelvo a estar dentro de la casa.

—Te sostiene.

—Cuando más fuerte es la casa, más real soy.

—Si sabes eso, ¿cómo no pudiste saber que es tu cuerpo lo que está ahí abajo? Que estabas… Sylvie, estás muerta. ¿Cómo pudiste no saberlo?

—Seguía aquí, por eso no lo sabía. La casa me sostenía. —Caminó hacia las escaleras—. Pero hubo momentos en los que me sentía… blanda. Irreal. Inexistente.

Subió las escaleras. Su mano era sólida sobre el pasamanos. Don no pudo evitarlo, tenía que volver a tocarla. Ella dejó de caminar. Se detuvo y esperó, la mano de él tocando la suya.

—Lo siento —dijo Don, pensando que se sentía ofendida.

—Oh, no, por favor. Oh, por favor, eres tan cálido. No me sueltes.

Se echó de nuevo a llorar y se volvió hacia él, casi cayó en sus brazos. Él la abrazó y ella lloró contra su hombro. Sus lágrimas lo mojaron a través de la camisa. ¿Cómo podía no ser real? La cogió en brazos y la llevó con cuidado escaleras arriba.

—Llévame al hueco bajo las escaleras —dijo—. Al corazón de la casa.

Una vez más se sentaron en el banco, con el retrato de los Bellamy mirándolos. Ella no le soltaba la mano.

—Me dejó allí, Don.

—Eso explica por qué nunca nadie te preguntó por su muerte.

—¿Pero qué hay de mi muerte?

—Debió decirles algo. Que te marchaste. Que te volviste a casa. Que te fuiste a ese trabajo en Providence.

—Cuando creía que la había matado, me sentía devastada.

—Tal vez ella también —dijo Don.

—Ahora sé por qué no podía dejar la casa. Lo intenté, al principio. Cuando la estaban clausurando. Me escondí de ellos, pero cuando se marcharon intenté irme. Salí al porche. O por la parte trasera. Y me sentí desfallecer.

—¿Desfallecer?

—Creí que iba a desmayarme. Me mareé. Eso me asustó. Creí que me retenía la culpa. No podía enfrentarme al mundo. No tenía ningún derecho a estar ahí fuera si Lissy no podía estar también. Pero ella sí se marchó. Así que tenía derecho.

—Pero la casa te retuvo.

—Me retuvo y también me mantuvo con vida. Sin la casa me habría… perdido. Creo que me estaba perdiendo. Todos estos años en que la casa se estaba debilitando, yo me debilitaba también. Hasta que tú viniste. Tu sonido al andar por la casa. Como si me despertaras de un largo sueño. Estaba en el desván, escuchándote hablar con ese tipo y esa mujer. Y ella se marchó porque el polvo la afectaba. Hablaba de lo fuerte que era la casa. Y cómo tú podrías volver a arreglarla. No sabes cuánto llenó eso a la casa de esperanza. A mí de esperanza.

—Así que estabas allí.

—Tal vez ni siquiera estaba… ¿visible? Tal vez estaba… A veces me sentía como si yo fuera la casa. Como si fuera las vigas y los travesaños, eran mis huesos, y las paredes exteriores mi piel, y este lugar, este lugar invisible era mi corazón, latiendo, latiendo. ¿No puedes sentir el pulso aquí?

Él extendió la mano y le puso los dedos en la garganta. Allí latía el pulso.

—Un fantasma no puede bombear sangre así.

—Imitación de la vida —dijo ella—. Mimesis. Eso es todo lo que soy. Platón dijo que sólo éramos sombras. Yo, más que nadie.

—No mientras permanezcas aquí.

—Cuando vendas la casa, ¿tendré que marcharme?

Se rió, pero rápidamente pasó de nuevo al llanto. Él la abrazó otra vez, el brazo alrededor de los hombros, su cara enterrada en su pecho.

—Ahora sí que lo he estropeado todo. No puedes vender una casa encantada, Don.

—¿Crees que me importa?

—Sí.

—Sí, claro. Pero no tanto como el hecho de que tu cuerpo esté ahí abajo. Y ella se saliera con la suya.

—Creo que lo supe siempre. Sabía que estaba muerta. Mi vida se acabó. Sabía que no tenía hambre. Seguía pensando: En algún momento tendré que comer algo, voy a morirme si no lo hago, y luego nunca… ni siquiera tenía sed. ¿Crees que me no preguntaba por qué? Pero luego pensaba: No pienses en eso, sólo lo empeorarás. Así que no lo hacía. Dormía. Dentro de los huesos de la casa. Me ocultaba. Porque si sabía la verdad, entonces me desvanecería. Si sabía que era un fantasma, empezaría a vivir como uno. Invisible. Atravesando paredes. Apareciendo y desapareciendo.

—Pero lo hacías de todas formas.

—Pero no lo sabía. Aún podía creer. Y ahora no puedo.

—Sí que puedes. Eres real. ¿Cómo si no podría yo conocerte, si no fueras real?

Ella lo miró a los ojos.

—Es verdad. Por casualidad no estarás muerto, ¿verdad?

—A pesar de mis más profundos deseos en muchas noches oscuras, no. No estoy muerto.

—Tal vez la casa me mantuvo aquí para que hubiera alguien viviendo en ella. Tal vez me mantuvo viva para que yo pudiera mantenerla viva.

Don extendió la mano y tocó la cara del doctor Bellamy.

—Muy bien, amigo, ¿qué pusiste en esta casa? ¿Cuál es el plan?

—No contestará. No habla. No piensa. Sólo es.

—Te ha estado manteniendo viva todos estos años, atrapada aquí, por una razón.

—Razón —despreció ella.

—Motivo —dijo él—. No estoy diciendo que sea racional, pero tal vez si pudiéramos descubrir qué quiere la casa, te dejaría ir.

—No es uno de esos sitios que te dejan ir.

—¿Entonces prefieres quedarte aquí? ¿Y si supuestamente tuvieras que estar en el Cielo?

—No seas tonto. Dios me ha olvidado, si es que supo alguna vez que estoy aquí.

—Tal vez seas la oveja perdida y te esté buscando.

—Tal vez te envió a ti a buscarme —rió ella.

—Las reparaciones que he hecho. La habitación de arriba. La casa no quería que lo hiciera. Pero cuando terminé, eso la volvió más fuerte, ¿no? Te hizo más real y sólida, ¿verdad?

Ella se levantó y dio unos cuantos pasos hacia la habitación.

—¡Me di una ducha, Don! ¡Sentí el agua contra mi cuerpo! Me lavé.

Y esa cocacola que me trajiste, la saboreé. Oh, Don, la sentí en la boca, burbujeante. Sentí las sábanas de la cama que trasladaste para mi. Comí aquella pizza. Un bocadito, al menos. La mastiqué. El queso estaba duro, Don. ¿Cómo podría sentir eso si no estoy viva?

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