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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Terror

El cuerpo de la casa (31 page)

BOOK: El cuerpo de la casa
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Cuando volvió al salón, pudo sentir una corriente de aire. Una fría brisa soplaba en el exterior, y la puerta principal estaba abierta. ¡Sylvie no podía haber salido!

No. Estaba sentada en el último peldaño de la escalera, mirando al exterior.

Se sentó a su lado.

—Sabes, no soy ningún machote que va por ahí vengando chicas asesinadas.

—Lo sé —dijo Sylvie—. Eso es lo que te reconcome. Que no eres la clase de tipo que se toma la ley por su mano. La dejaste en otras manos y eso te fastidió a base de bien.

—Estaba hablando de ti, no…

—No de tu hijita. Pero sigue siendo parte de todo esto. Es tu ansia, Don. Necesitas salvar a alguna chica capturada antes de que todo esto termine.

—Asi que me tienes calado, ¿eh?

—Acechas en esta casa igual que yo, Don.

—Yo no estoy muerto.

—Vives en lugares muertos.

—Les devuelvo la vida.

—Pero luego pasas a otro lugar muerto.

Don suspiró.

—Lo que tú digas. Ni siquiera sabría dónde empezar a buscarla. Podría vivir en cualquier parte. Con cualquier nombre.

—No si no la está buscando nadie —dijo Sylvie—. No si piensa que nadie ha encontrado mi cuerpo. Y aunque lo hiciera, no habría forma de relacionarlo con ella.

—Así que sólo tengo que buscar en todas las guías telefónicas de Estados Unidos buscando a Lissy… ¿cómo se apellida?

—Felicity Yont. Pero apuesto a que se ha cambiado de nombre. A McCoy.

—¿Por qué McCoy?

—Porque así se llama su novio. Lanny McCoy.

—Así que busco Yont y McCoy.

—Lissy era de Asheboro, pero no tenía familia: era una de las cosas que teníamos en común, estar las dos solas. Lanny, sin embargo, era de aquí. Incluso vivía con sus padres. Ella se reía por eso. Nunca se le ocurrió que acabaría saliendo con un tipo que vivía con sus padres. Decía que lo que le faltaba ya era ponerse orejas de Spock e ir a una convención de
Star Trek
.

—¿Crees que pueden seguir viviendo en la ciudad?

—No. Lissy se moría de ganas por salir de Carolina del Norte. Sentía celos de que yo hubiera conseguido trabajo en otro estado. Bromeábamos sobre cómo ella quería irse y no podía, y a mí no me importaba dejar Carolina del Norte, y era yo quien tenía el trabajo interesante esperándome en Providence.

—¿Entonces empiezo a llamar a información telefónica? Es la mejor manera de arruinarme, a veinticinco centavos por llamada.

—No, tonto —dijo ella—. ¿Es que no has investigado nunca?

—Últimamente, no.

—Nunca —dijo ella, burlándose. Pero los dos sabían que era verdad—. La biblioteca tiene un montón de guías telefónicas de otras áreas. Si los padres de Lanny aún viven en Greensboro, lo único que tienes que hacer es encontrarlos y ellos probablemente te dirán dónde vive Lanny ahora. Con su esposa Lissy, apuesto.

—Eso sería demasiado fácil.

—Pero tal vez sea así.

18

McCoy

Había un montón de McCoys en la guía telefónica de Greensboro. Llamar desde una cabina del supermercado, a veinticinco centavos por llamada, fue un trabajo tedioso.

La misma conversación, una y otra vez.

—Estoy buscando a la familia de Lanny McCoy… Debió de estudiar en la facultad de la UNCG allá por el 85… No, no llegué a conocerlo, pero mi esposa sí… Disculpe la molestia… Gracias por hablar conmigo… Lo siento… Familia de Lanny McCoy que fue a la UNCG en el 85…

Después de haber dormido sólo unas cuatro horas, Don tenía problemas para permanecer despierto entre llamadas. Y para escuchar lo que decía la gente. Un chico adolescente pasó hablando ruidosamente con su novia.

—¡Expediente X es una mierda! ¡El gobierno no podría tener en secreto material sobre los ovnis porque el gobierno no sabe guardar un secreto, y punto!

Don casi no pudo oír la suave voz que decía al otro lado del teléfono:

—¿Lo conocía usted?

Hubo una pausa en la conversación antes de que Don se diera cuenta de que tal vez había encontrado algo.

—En realidad, yo no —dijo—. Mi esposa. Era buena amiga suya y de su novia de aquella época, ¿cómo se llamaba? ¿Missy? ¿Lissy?

—Oh, sí, aquella simpática chica, pobrecita.

—¿Pobrecita?

—Tan desolada. Oh, no lo sabe usted, ¿verdad? Claro que no. Lanny se marchó. Hace tantos años.

—¿Se marchó?

—Usted no… no lo ha visto, ¿verdad?

—No, señora. Lo siento.

—No puedo evitar albergar esperanzas. Una tontería, ¿no? Esperar que una llamada telefónica caída del cielo…

Lo tenía. Y no llegaría a ninguna parte por teléfono.

—Señora McCoy, no pretendo molestarla, pero ¿puedo pasarme a verles?

—Oh, me encantaría.

En cuanto le dijo la dirección, Don supo media historia de la familia. Era una diminuta casa prefabricada en una calle de casas prefabricadas, en un barrio construido por Cone Mills para sus obreros textiles. Una estrategia para expulsar a los sindicatos. El patrono paternalista proporciona vivienda a los obreros y éstos se sienten agradecidos; mientras tanto, los agitadores laborales son desahuciados, no sólo despedidos, de modo que sus familias se quedan en la calle. Un incentivo negativo muy efectivo. Pero cuando los tiempos cambiaron, la la compañía vendió las casas a los trabajadores a buen precio, y ahora esas familias y sus hijos o nietos mantenían patios inmaculados en torno a aquellas casas diminutas, y su trabajo insistía en que el tamaño de las casas no tenía nada que ver con la clase de gente que vivía dentro. Era gente sólida, trabajadora, la sal de la tierra. Y que una de estas familias enviara a un hijo a la universidad seguía siendo algo importante, incluso en los días de préstamos estudiantiles y ayuda financiera gubernamental. Lanny debía ser quien portaba el honor de la familia McCoy, su esperanza, su ambición.

El señor y la señora McCoy eran ambos blancos, de cincuenta y tantos años, canosa ella, camino de las canas él. Lo condujeron a un diminuto salón lleno de muebles cubiertos de pañitos y encajes. La repisa de la chimenea estaba llena de adornos, incluyendo un par de Hummels y un Lladró que debían ser los indicadores de las ocasiones especiales. El orgullo de la casa en el centro de la repisa lo ocupaba una foto enmarcada de un joven de pelo largo y gran sonrisa. En cuanto Don se sentó, el señor McCoy cogió el retrato y se lo tendió.

—Éste es nuestro Lanny —dijo—. Es su foto de graduación en el instituto.

—Guapo chaval.

—Fue el primero de la familia en ir a la universidad —dijo la señora McCoy—. Y estaba con aquella chica tan simpática… Estábamos seguros de que acabarían casándose.

—Nunca se sabe —dijo el señor McCoy, sacudiendo la cabeza.

—¿Chica simpática?

—La mencionó usted al teléfono. Felicity Yont.

—Lissy —dio el señor McCoy.

—¿Entonces no se casaron? —preguntó Don—. Todos dábamos por hecho que lo harían.

—Le rompió el corazón —dijo la señora McCoy—. Ella vino aquí 11orando a contamos cómo se había escapado con su compañera de piso.

Se escapó con… Ésta no era la historia que Don esperaba oír.

—Una serpiente, eso es lo que era —dijo el señor McCoy—. ¿La bibliotecaria le roba al novio? Qué chiste.

—¿Y no saben dónde están viviendo ahora?

—No hemos vuelto a saber de él desde entonces. —La señora McCoy estalló en lágrimas.

Tras una delicada pausa para mostrar respeto por la pena de su esposa, el señor McCoy dijo en voz baja:

—Espero que no estén juntos. Una mujer así no es leal. Probablemente lo dejó plantado en alguna parte.

¿Qué podía decir Don? ¿Qué podía conseguir diciéndole que en realidad Lissy había asesinado a su compañera de piso, que sin duda no se había escapado con nadie porque todavía hechizaba la casa donde vivieron juntas?

El único sonido era el suave llanto de la señora McCoy. Su marido le dio un pañuelo.

—Lamento hacerles recordar de nuevo su pérdida —dijo Don.

—Oh, joven, pensamos en Lanny cada día.

El señor McCoy asintió con tristeza. Don sospechó que llevaba pañuelos solamente para tratar con las lágrimas de su esposa.

Don odiaba engañar a esta gente, pero era más amable que decirles la verdad.

—Mi esposa siempre supuso que Lissy y Lanny habían acabado juntos.

—Tal vez nuestro chico esté vivo, tal vez no —dijo el señor McCoy—. No sé qué le hicimos para que se marchara sin decir palabra.

Se levantó para no echarse a llorar también él. Así que tal vez el pañuelo no era sólo para ella.

—Supongo que le hemos decepcionado —dijo.

Don sabía entender una insinuación. Además, ya había descubierto lo que necesitaba. No conseguiría ninguna dirección de esta gente.

—Agradezco su tiempo. Lamento que… Lo siento.

Se levantó, le estrechó la mano al señor McCoy, y dio el paso que necesitaba para alcanzar la puerta.

La señora McCoy se puso en pie.

—No lo lamente, joven —dijo—. No. Es bueno recordar a un hijo amado, aunque lo hayas perdido.

Don pensó en sus propias lágrimas, su propia ira, sus años de esconderse en casas viejas de sí mismo y del resto del mundo. El dolor que había sufrido… y sin embargo ella tenía razón.

—Lo sé —dijo Don. Casi les habló de Nellie. Pero no podía. En esa casa, sólo había que recordar la pérdida de un hijo. Había otros lugares donde el recuerdo de Nellie era el cimiento de la vida. Después de diez años, ellos aún derramaban lágrimas por su hijo. La pena nunca perdía su mordiente. Y sin embargo… habia nobleza en su sufrimiento. Su hijo aún vivía con ellos como una luz de bondad. Si Lanny estuviera aún allí, no tendrían la pena; pero tampoco tendrían la ilusión. Igual que Don no oiría nunca a una Nellie adolescente gritarle lo odioso que era, cómo intentaba arruinarle la vida. Nunca le estropearía el coche, nunca se pelearía con él por si debería o no debería llevar ese vestido a una cita. El hijo perdido continuaba siendo un sueño de hijo. Un dulce fantasma que acechaba el recuerdo. Las lágrimas no eran amargas para esta gente. Lo que sentían era una dulce pena. Lo habían perdido, pero una vez lo tuvieron, un hijo tan bueno, lo tuvieron y aún daba forma y significado a sus vidas.

No había pretendido aprender tanto de esta gente.

La señora McCoy se le acercó en la puerta, le cogió las manos y las tuvo en las suyas.

—Creo que lo sabe —dijo.

En la camioneta, mientras conducía por las calles de Greensboro, Don se encontró con el tráfico de adolescentes del instituto Page que corrían para llegar a Weaver Center para las clases especiales que ningún instituto de la ciudad podía permitirse impartir. Los chicos lo llamaban «las quinientas millas de Weaver», y conducían como locos. Don no iba exactamente a paso de tortuga por Elm, pero lo adelantaban a ochenta o noventa por lo que era, después de todo, una calle residencial en esta parte de la ciudad. Era un milagro que no se mataran más.

Se imaginó cómo habría sido hablar con Nellie cuando se sacara el carnet de conducir.

—No me importa lo tarde que llegues —le habría dicho—. Si te pasas treinta kilómetros por hora del límite impuesto en tres manzanas, ¿sabes cuánto tiempo ahorrarías? Exactamente nada. Pero mientras tanto, habrías puesto tu vida y la de los demás en peligro. Mejor llegar tarde. Siempre tarde. Nunca me enfadaré contigo por llegar tarde. Mejor llegar a salvo. Siempre a salvo.

Lo cegaron las lágrimas que derramó al pensar en esos términos, cuando imaginó la clase de padre que podría haber sido. El padre que no sería nunca. Aunque se casara con alguien y tuviera hijos, ninguno de ellos sería Nellie. Ese dolor no se aliviaría nunca. Además, mira de quién se había enamorado últimamente. De una mujer que no podía fiarse de sí misma con sus propios hijos. Y luego de una muerta. No, no estaba eligiendo exactamente la clase capaz de criar hijos. Nellie era la última. Porque sabía cuánto costaba perder a un hijo. No podía correr de nuevo ese riesgo.

Estaba claro, por supuesto, que Lanny McCoy estaba muerto. Que Lissy le hubiera contado a sus padres aquella historia de que se había escapado con Sylvie (¡qué ridículo imaginar aquello aunque Sylvie no estuviera muerta!) sólo podía significar una cosa. Lissy sabía que ninguno de los dos aparecería para contradecir su historia. ¿Cómo fue? ¿Le contó a Lanny lo que había sucedido, y luego a él le dio por decir que llamara a la policía y alegara defensa propia? Podía imaginárselo diciéndole con toda seriedad: «Te golpeó con una piedra, tuviste que defenderte». Pero Lissy sabía que el fiscal haría que un experto declarara que para estrangular a una persona había que agarrar el cuello de la víctima mucho, mucho tiempo. Estrangular no es un crimen pasional, diría. Es un crimen de frío odio. ¿Qué podría hacer Lissy entonces? Atrae a Lanny a alguna parte, tal vez incluso le dice que quiere enseñarle el cadáver, pero están en el fondo del barranco tal vez, y de repente tiene una piedra en la mano, le da un golpe en la cabeza.

O tal vez nunca llegó a contárselo. Sabía que no podía permitirse que nadie supiera lo de aquel túnel. El cadáver no podría ser encontrado hasta mucho después de que se marchara. Lanny nunca tuvo una oportunidad. Porque una mujer como Lissy no ama a nadie. Lanny era bueno por el sexo y las drogas. Pero sacrificable. Así que subió a la cocina y cogió un cuchillo y lo esperó cuando llegó. Por lo que Don sabía, su cuerpo bien podía estar en el fondo del túnel.

Entonces ella fue a ver a los padres de él y les contó una historia que los retendría durante algún tiempo. Unos cuantos días. Lo suficiente para escapar. Sólo que en vez de unos cuantos días los retuvo durante años. Porque Lanny nunca les había hablado del túnel. Y como la casa estaba cerrada, ¿por qué se les iba a ocurrir buscar en el sótano? No, el secreto de Lissy estaba a salvo en aquella vieja casa. Hasta ahora.

Tuvo que reírse de su propia pretensión. ¿Hasta ahora? Qué chiste. Su secreto seguía a salvo. Cierto, podía ir a la policía y decirles que había encontrado un cadáver en el túnel. ¿Pero cómo podía explicar nada al respecto? Todo lo que sabía, lo sabía por un fantasma. La mujer muerta no iba a ser una testigo aceptable. Nadie iba a tomarle declaración. Así que tendrían un cadáver y ninguna pista y eso sería todo. Probablemente ni siquiera descubrirían quién era. Sylvie nunca había sido declarada desaparecida, excepto ante los McCoy, y para ellos había desaparecido porque se escapó con su hijo. La historia del cadáver hallado en el sótano aparecería durante un par de días en el periódico local y la tele local (encontrarían un modo de obtener imágenes del cadáver para emitirlas), pero nadie haría nunca la conexión. O si lo hacían, no sacarían nada en claro. La pista estaba demasiado fría.

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