El cumpleaños secreto (60 page)

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Authors: Kate Morton

Tags: #Intriga, #Drama

BOOK: El cumpleaños secreto
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Al final, fue esa anciana miope de Rillington Place quien le dio la idea. Cuando Vivien abrió los ojos en medio del polvo y los escombros y comprendió que aún estaba, incomprensiblemente, viva, se echó a llorar. Sonaban las sirenas y las voces de unos hombres y mujeres valientes que acudían a apagar el incendio, a atender a los heridos y a llevarse a los muertos. ¿Por qué, se preguntó, no podía ser uno de estos?, ¿por qué la vida no la había dejado marchar?

Ni siquiera estaba malherida: Vivien tenía experiencia en evaluar la gravedad de sus heridas. Algo había caído sobre ella, una puerta, pensó, pero había una brecha y logró zafarse. Se sentó, mareada, en la oscuridad. Hacía frío, un frío que helaba, y Vivien tiritó. No conocía bien la habitación, pero sintió algo peludo bajo la mano (¡el abrigo!) y tiró para desprenderlo de la puerta. Encontró una linterna en el bolsillo y cuando apuntó con esa tenue luz vio que Dolly estaba muerta. Más que muerta: la habían aplastado los ladrillos, el techo de yeso y un enorme baúl de metal que había caído de la buhardilla de arriba.

Vivien se mareó, conmocionada, dolorida y decepcionada por haber fracasado en su intento; se puso en pie. El techo había desaparecido y veía las estrellas en el cielo; las estaba mirando, tambaleándose, mientras se preguntaba cuánto tardaría Henry en encontrarla, cuando oyó a la anciana decir:

—¡La señorita Smitham, la señorita Smitham está viva!

Vivien se volvió hacia la voz, desconcertada, pues sabía que Dolly, sin duda alguna, no estaba viva. Estaba a punto de decirlo, de señalar con el brazo, desorientada, hacia donde estaba Dolly, pero no encontró palabra alguna dentro de la garganta, solo un sonido ronco, prolongado, y la anciana seguía gritando que la señorita Smitham estaba viva, y señalaba a Vivien, quien entonces comprendió el error de la casera.

Era una oportunidad. La cabeza de Vivien era un dolor punzante y sus pensamientos una bruma desordenada, pero vio en el acto que le habían concedido una oportunidad. De hecho, en los desconcertantes momentos que siguieron a la explosión, todo pareció de una sencillez sorprendente. La nueva identidad, la nueva vida, eran tan fáciles de adquirir como el abrigo que se puso en la oscuridad. No haría daño a nadie; no quedaba nadie a quien pudiera hacer daño: Jimmy se había ido, había hecho todo lo que estaba en sus manos por el señor Metcalfe, Dolly Smitham no tenía familia y no quedaba nadie que llorase a Vivien, así que aprovechó la ocasión. Se quitó la alianza de matrimonio y se agazapó en la oscuridad para ponerla en el dedo de Dolly. El ruido se extendía por todas partes, la gente gritaba, las ambulancias iban y venían, los escombros aún rechinaban y se asentaban en la oscuridad humeante, pero Vivien solo oía su propio corazón, que latía sin miedo, decidido. La otra mano de Dolly aún empuñaba la oferta de empleo y Vivien templó los nervios, cogió la carta de la señora Nicolson y se la guardó en un bolsillo del abrigo blanco. Ya había otras cosas ahí: un objeto pequeño y duro y un libro, lo notó al rozarlo con los dedos, pero no miró cuál era.

—¿Señorita Smitham? —Un hombre con casco había apoyado una escalera contra el borde del suelo resquebrajado y subió, de modo que su rostro estaba a la misma altura que ella—. No se preocupe, señorita, vamos a sacarla de aquí. Todo va a salir bien.

Vivien lo miró y se preguntó si por una vez sería cierto.

—Mi amiga —dijo con una voz ronca, utilizando la linterna para indicar el cadáver que yacía en el suelo—. ¿Está…?

El hombre echó un vistazo a Dolly, a esa cabeza aplastada bajo el baúl de metal, a esas extremidades que se extendían en direcciones que no tenían sentido alguno.

—Maldita sea —dijo—, creo que sí. ¿Me podría decir su nombre? ¿Hay alguien a quien debamos llamar?

Vivien asintió.

—Se llama Vivien. Vivien Jenkins y tiene un marido que debería saber que no va a volver a casa.

Dorothy Smitham pasó el resto de los años de la guerra haciendo camas y limpiando tras los huéspedes de la pensión de la señora Nicolson. Mantuvo la cabeza gacha, intentó no hacer nada que atrajese una atención indebida, nunca aceptó invitaciones a los bailes. Lavaba, planchaba y barría y, por la noche, cuando cerraba los ojos para dormir, intentaba no ver los ojos de Henry, mirándola en la oscuridad.

De día, mantenía los ojos muy abiertos. Al principio lo veía por todas partes: un hombre que se pavoneaba de un modo familiar al bajar por el embarcadero, unos rasgos maduros y brutales en un desconocido que pasaba, una voz en la multitud que le puso los pelos de punta. Con el tiempo, fue viéndolo menos, lo cual le alegró, si bien nunca bajó la guardia, pues Dorothy sabía que algún día la encontraría (era solo cuestión de tiempo) y tenía la intención de estar preparada.

Solo envió una postal. Tras haber pasado unos seis meses en la pensión Mar Azul, se hizo con la fotografía más bonita que encontró (un gran buque de pasajeros, de los que iban de una parte del mundo a la otra) y escribió al dorso: «Aquí hace un tiempo glorioso. Todo el mundo bien. Por favor, quémalo al recibirlo», y la envió a su querida amiga (su única amiga), Katy Ellis, a Yorkshire.

La vida adquirió un ritmo. La señora Nicolson era muy estricta, lo cual convenía a Dorothy: era profundamente terapéutico someterse a la disciplina militar de un servicio de limpieza exigente, y se libró de sus lúgubres recuerdos gracias a la necesidad apremiante de pulir con tanto aceite como fuese posible («pero sin desperdiciarlo, Dorothy: estamos en guerra, ¿no lo sabías?») los pasamanos de las escaleras.

Y entonces, un día de julio de 1944, más o menos un mes después del desembarco de Normandía, Vivien volvió de la tienda para encontrarse con un hombre de uniforme sentado a la mesa de la cocina. Era mayor, por supuesto, y tenía peor aspecto, pero lo reconoció en el acto gracias a esa seria fotografía de juventud que su madre atesoraba en la repisa del comedor. Dorothy había pulido ese cristal muchas veces, y conocía tan bien esa mirada seria, los ángulos de los pómulos y el hoyuelo de la barbilla que se sonrojó al verlo ahí sentado, como si lo hubiese espiado a través de una cerradura durante todos esos años.

—Usted es Stephen —dijo Vivien.

—Lo soy. —Se levantó de un salto para ayudarla con la bolsa de papel.

—Yo soy Dorothy Smitham. Trabajo para su madre. ¿Sabe ella que está aquí?

—No —dijo él—. La puerta lateral estaba abierta, así que he entrado sin llamar.

—Está arriba; voy a ir a…

—No —dijo con rapidez, y su cara se contrajo en una sonrisa avergonzada—. Es decir, es muy amable de su parte, señorita Smitham, y no quiero darle una impresión equivocada. Quiero a mi madre, le debo la vida, pero, si no es molestia para usted, voy a quedarme aquí sentado un ratito a disfrutar de esta tranquilidad, antes de que dé comienzo mi verdadero servicio militar.

Dorothy se rio y eso la tomó por sorpresa. Se dio cuenta de que era la primera vez que reía desde que había venido de Londres. Muchos años más tarde, cuando sus hijos les pedían que contaran la historia (¡otra vez!) de cómo se enamoraron, Stephen y Dorothy Nicolson hablaban de esa noche que se escabulleron para bailar al final del embarcadero. Stephen llevó consigo su viejo gramófono y esquivaron los agujeros de los tablones al compás de
By the Light of the Silvery Moon
. Más tarde, Dorothy se resbaló y se cayó cuando trataba de hacer equilibrios a lo largo de la barandilla (pausa para una advertencia paternal: «Nunca intentéis hacer equilibrios encima de una barandilla, cielos»), y Stephen, que ni siquiera se quitó los zapatos, se zambulló y la rescató («Y así pesqué a vuestra madre», decía Stephen, y los niños siempre se reían al imaginar a mamá colgada del anzuelo de una caña de pescar), y la pareja se sentó sobre la arena después de aquello, porque era verano y era una noche cálida, y comieron berberechos de un cucurucho de papel y hablaron durante horas, hasta que un sol rosado salió por el horizonte y volvieron paseando a Mar Azul y supieron, sin decirse nada más, que estaban enamorados. Era una de las historias favoritas de los niños, con esa imagen de sus padres caminando por el embarcadero, empapados, su madre, un espíritu libre, su padre, un héroe; pero en el fondo Dorothy sabía que era, en parte, una ficción. Ella quería a su esposo desde mucho antes. Se enamoró de él el primer día, en esa cocina, cuando le hizo reír.

La lista de virtudes de Stephen, si alguna vez le hubiesen pedido escribirla, habría sido larga. Era valiente y protector, y gracioso; se mostraba paciente con su madre, si bien ella era de esas mujeres cuya charla más amable contenía ácido suficiente para arrancar la pintura de las paredes. Tenía manos fuertes y sabía usarlas: podía arreglar casi cualquier cosa, y sabía dibujar (aunque no tan bien como le habría gustado). Era guapo, y tenía una manera de mirarla que la encendía de deseo; era un soñador, pero no tanto como para perderse dentro de sus fantasías. Le encantaba la música y tocaba el clarinete, canciones de jazz que Dorothy adoraba e irritaban a su madre. A veces, mientras Dorothy se sentaba con las piernas cruzadas junto a la ventana de su habitación, para ver cómo tocaba, la señora Nicolson cogía el palo de la escoba abajo y aporreaba el techo, lo que llevaba a Stephen a tocar más fuerte y a Dorothy a reírse tanto que tenía que taparse la boca con ambas manos. Él le hacía sentirse segura.

Lo que encabezaría la lista, sin embargo, lo que valoraba más que nada, era la fortaleza de su carácter. Stephen Nicolson tenía el valor de sus convicciones: nunca consentiría que su amante le doblegase la voluntad, y a Dorothy le gustaba eso; era peligroso, pensaba, ese amor que motivaba a la gente a volverse en contra de sí mismos.

También sabía respetar un secreto.

—No hablas mucho acerca de tu pasado —le dijo una noche, sentados juntos en la arena.

—No.

El silencio se extendió entre ellos con la forma de un signo de interrogación, pero ella no dijo nada más.

—¿Por qué no?

Dorothy suspiró, pero la brisa nocturna del mar atrapó el suspiro y se lo llevó en silencio. Sabía que su madre había estado cuchicheando al oído de Stephen mentiras horribles acerca de su pasado, para convencerlo de que esperase un poco, conociera a otras mujeres, pensara en sentar la cabeza con una bonita muchacha del pueblo, alguien que no tuviese «modales de Londres». Sabía que Stephen le había dicho a su madre que le gustaban los misterios, que la vida sería muy aburrida si supiéramos todo lo que había que saber acerca de una persona antes de cruzar la calle para saludarla. Dorothy dijo:

—Por la misma razón, sospecho, por la que tú no hablas mucho acerca de la guerra.

Él tomó su mano y la besó.

—Lo comprendo.

Sabía que algún día se lo contaría todo, pero debía ir con tiento. Stephen era capaz de ir directo a Londres en busca de Henry. Y Dorothy no estaba dispuesta a perder a otro ser querido a manos de Henry Jenkins.

—Eres un buen hombre, Stephen Nicolson.

Él negaba con la cabeza; Dorothy sintió el movimiento de su frente contra la de ella.

—No —insistió—. Solo un hombre.

Dorothy no discutió, pero tomó su mano y, en medio de la oscuridad, con ternura, apoyó la mejilla sobre su hombro. Había conocido a otros hombres, buenos y malos, y Stephen Nicolson era un hombre bueno. El mejor de todos. Le recordaba a alguien a quien había conocido.

Dorothy pensaba en Jimmy, por supuesto, de la misma manera que seguía pensando en sus hermanos y su hermana, en su madre y su padre. Se había ido a vivir con ellos en esa casa de madera cerca del trópico, bien acogido por los Longmeyer que habitaban su mente. No era difícil imaginarlo ahí, más allá del velo; siempre le había recordado a los hombres de su familia. Su amistad había sido una luz entre las tinieblas, había renovado sus esperanzas y tal vez, si hubieran tenido la oportunidad de conocerse mejor, esa amistad se habría transformado en el tipo de amor del que se habla en los libros, ese tipo de amor que había encontrado gracias a Stephen. Pero Jimmy pertenecía a Vivien, y Vivien estaba muerta.

Una vez creyó verlo. Fue unos pocos días después de su boda, cuando ella y Stephen caminaban de la mano a lo largo de la orilla y él se inclinó para besarla en el cuello. Dorothy se rio y se deshizo de su abrazo, dando un salto adelante antes de mirar por encima del hombro para bromear con él. Y entonces notó la presencia de una figura en la playa, muy lejos, observándolos. Se le cortó el aliento al reconocerlo cuando Stephen la alcanzó y la alzó en brazos. Pero había sido solo una jugarreta de su mente, pues cuando se dio la vuelta para mirar de nuevo no había nadie.

33

Greenacres, 2011

Su madre había pedido la canción y quería escucharla en la sala de estar. Laurel se ofreció a traer un reproductor de música a la habitación para que no tuviera que moverse, pero la sugerencia fue descartada en el acto y Laurel sabía que discutir no era una buena idea. No con mamá, no esta mañana, que tenía esa mirada de otro mundo. Llevaba así desde hacía dos días, desde que Laurel volvió de Campden Grove y le dijo a su madre lo que había descubierto.

El trayecto desde Londres, largo y lento, incluso con Daphne hablando de Daphne todo el tiempo, no disminuyó un ápice el júbilo de Laurel, y fue a sentarse junto a su madre en cuanto se quedaron a solas. Hablaron, por fin, de todo lo que había sucedido, de Jimmy, de Dolly, de Vivien, y también de la familia Longmeyer en Australia; su madre le contó a Laurel lo culpable que se había sentido siempre por haber ido a ver a Dolly la noche del bombardeo y rogarle que hablasen en casa. «No habría muerto ahí de no ser por mí. Iba al refugio cuando yo llegué». Laurel le recordó que había intentado salvar la vida a Dolly, que fue a prevenirla y que no podía culparse por una bomba alemana que había caído al azar.

Mamá le pidió a Laurel que trajese la fotografía de Jimmy (que no era una copia, sino la original), uno de los pocos vestigios de su pasado que no había encerrado bajo llave. Ahí, sentada junto a su madre, Laurel la había mirado de nuevo, como si fuese la primera vez: la luz del alba después del ataque aéreo, los cristales rotos en primer plano, brillantes como luces diminutas, la personas que salían del refugio, al fondo, en medio del humo.

—Fue un regalo —dijo mamá en voz baja—. Significó mucho para mí cuando me la dio. Fui incapaz de deshacerme de ella.

Ambas lloraron al hablar y Laurel se preguntó en ocasiones, a medida que su madre encontraba nuevas reservas de energía y conversaba, de manera vacilante pero decidida, acerca de lo que había visto y sentido, si esa sucesión de viejos recuerdos, algunos de ellos dolorosos en grado sumo, sería demasiado para su madre; pero, ya fuese por la alegría de oír las noticias sobre Jimmy y su familia o por el alivio de compartir al fin sus secretos, Dorothy pareció revivir. La enfermera les advirtió que no sería duradero, que no se dejasen engañar, y que, cuando llegase, el declive sería súbito; pero también sonrió y les dijo que disfrutasen de la compañía de su madre mientras pudiesen. Y lo hicieron; la rodearon con amor y ruido, y el barullo cascarrabias y feliz de esa vida familiar que Dorothy Nicolson siempre había adorado.

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