A mamá ni se le habría ocurrido echar a la olla a una de sus pequeñas (las gallinas con la buena fortuna de haber nacido en la granja Nicolson tenían asegurada la muerte por vejez), pero Laurel no vio motivo alguno para decirles eso.
Cogió las botas de trabajo de papá, al lado de la puerta principal, y las dejó, una junto a la otra, contra la puerta abierta. Constable, el gato, que había observado los acontecimientos desde el umbral de la entrada, maulló para expresar sus reservas respecto al plan, pero Laurel fingió no haberlo oído. Convencida de que la puerta no se cerraría esta vez, reiteró su advertencia a las gallinas y, con una última mirada al reloj, esperó a que el segundero llegara a las doce, gritó «¡Ya!» y comenzó a dar volteretas.
El plan funcionó a las mil maravillas. Iba dando vueltas y más vueltas, con las trenzas arrastrándose por el polvo y luego atizando la espalda como la cola de un caballo: a lo largo del cercado, por la puerta abierta (¡hurra!) y de vuelta al comienzo. Ochenta y nueve volteretas, tres minutos y cuatro segundos exactamente.
Laurel se sintió exultante…, hasta que notó que esas pícaras gallinas habían hecho precisamente lo que les había pedido que no hiciesen. Corrían alborotadas por la huerta de su padre, tiraban el maíz al suelo y lo picoteaban como si no hubiesen comido en todo el día.
—¡Eh! —gritó Laurel—. Vosotras, al corral.
No le hicieron caso, y Laurel caminó decidida, mientras movía los brazos y pisoteaba el suelo, pero se topó con un desdén imperturbable.
Laurel no vio al hombre al principio. No hasta que él dijo: «Hola», y miró hacia arriba y lo vio ahí, cerca de donde papá solía aparcar el viejo Morris.
—Hola —dijo Laurel.
—Pareces un poco enfadada.
—Es que estoy enfadada. Estas se han escapado y se están comiendo todo el maíz de mi papá y me van a echar la culpa.
—Cielos —dijo el hombre—. Parece serio.
—Es que lo es. —El labio inferior amenazó con temblar, pero Laurel no lo consintió.
—Vaya, es un hecho poco conocido, pero yo hablo gallino bastante bien. ¿Por qué no vemos qué podemos hacer para que vuelvan?
Laurel estuvo de acuerdo, y juntos persiguieron las gallinas por toda la huerta, mientras el hombre cloqueaba y Laurel lo miraba por encima del hombro, asombrada. Cuando la última gallina entró en el corral, a salvo tras la puerta cerrada, el hombre incluso ayudó a eliminar las pruebas de las plantas rotas de papá.
—¿Has venido a ver a mis padres? —dijo Laurel, que de repente cayó en la cuenta de que el hombre tendría otro objetivo aparte de ayudarla.
—Eso es —dijo—. Yo conocí a tu madre hace mucho tiempo. Éramos amigos. —El hombre sonrió, y esa sonrisa hizo pensar a Laurel que le caía bien, y no solo por lo de las gallinas.
Al reparar en ello se volvió un poco tímida y dijo:
—Puedes esperar dentro, si quieres. Yo debería estar ordenando.
—Vale. —El hombre la siguió a la casa y se quitó el sombrero al cruzar el umbral. Echó un vistazo al salón y notó, a Laurel no le cupo duda, que papá acababa de pintar las paredes—. ¿Tus padres no están en casa?
—Papá está en el campo y mamá ha ido a pedir prestado un televisor para ver la coronación.
—Ah. Por supuesto. Bueno, seguro que estoy bien aquí, si necesitas seguir ordenando.
Laurel asintió, pero no se movió.
—Voy a ser actriz, ¿sabes? —Sintió la repentina necesidad de contarle a aquel hombre todo acerca de sí misma.
—¿De verdad?
Laurel asintió de nuevo.
—Vaya, entonces tendré que estar pendiente de ti. ¿Crees que vas a actuar en los teatros de Londres?
—¡Oh, sí! —dijo Laurel, que frunció los labios, pensativa, como veía hacer a los adultos—. Creo que muy probablemente.
El hombre había estado sonriendo, pero su expresión cambió entonces, y al principio Laurel pensó que sería por algo que había dicho o hecho. Sin embargo comprendió que ya no la estaba mirando, que tenía la mirada clavada más allá de ella, en la fotografía de la boda de mamá y papá, la que estaba en la mesilla del vestíbulo.
—¿Te gusta? —preguntó.
El hombre no respondió. Se había acercado a la mesilla y sostenía el marco, que miraba como si fuese incapaz de creer lo que veía.
—Vivien —dijo en voz baja, tocando la cara de mamá.
Laurel frunció el ceño, preguntándose qué querría decir.
—Esa es mi mamá —dijo—. Se llama Dorothy.
El hombre miró a Laurel y su boca se abrió como si fuese a decir algo, pero no lo hizo. La cerró de nuevo y una sonrisa apareció en sus labios, una sonrisa divertida, como si acabase de encontrar la respuesta a un rompecabezas y el descubrimiento le entristeciera y alegrara al mismo tiempo. Se puso de nuevo el sombrero y Laurel comprendió que iba a marcharse.
—Mamá no va a tardar —dijo, confundida—. Solo ha ido al pueblo de al lado.
Aun así, el hombre no cambió de opinión y caminó de vuelta a la puerta y salió a la brillante luz del sol, al cenador bajo la glicina. Tendió la mano y le dijo a Laurel:
—Bueno, compañera pastora de gallinas, ha sido un placer conocerte. Que disfrutes de la coronación, ¿vale?
—Vale.
—Por cierto, me llamo Jimmy y voy a buscarte por los escenarios de Londres.
—Yo soy Laurel —dijo ella, y le estrechó la mano—. Nos veremos en los teatros.
El hombre se rio.
—No me cabe duda. Me parece que eres de esas personas que saben escuchar con los oídos, los ojos y el corazón, todos al unísono.
Laurel asintió, dándose importancia.
El hombre había comenzado a marcharse cuando se detuvo de repente y se dio la vuelta por última vez.
—Antes de irme, Laurel, ¿me podrías decir…? Tu papá y tu mamá… ¿son felices?
Laurel arrugó la nariz, sin saber muy bien qué quería decir.
El hombre se explicó:
—¿Hacen bromas juntos y se ríen y bailan y juegan?
Laurel puso los ojos en blanco.
—Ah, sí —dijo—, todo el tiempo.
—¿Y tu papá es amable?
Laurel se rascó la cabeza y asintió.
—Y divertido. La hace reír, y siempre prepara el té, y ¿sabías que una vez le salvó la vida? Así es como se enamoraron: mamá se cayó por un acantilado enorme y estaba muy asustada y sola y supongo que su vida corría peligro, hasta que mi papá se tiró al agua, aunque había tiburones y cocodrilos y creo que hasta piratas, y la rescató.
—¿De verdad?
—Sí. Y después comieron berberechos.
—Vaya, entonces, Laurel —dijo el hombre, Jimmy—, creo que tu papá parece el tipo de hombre que tu mamá se merece.
Y entonces se miró las botas, de esa manera triste y feliz tan suya, y se despidió. Laurel lo observó al marcharse, pero solo un rato, y enseguida comenzó a preguntarse cuántas volteretas harían falta para llegar hasta el arroyo. Y, cuando su madre llegó a casa, y sus hermanas también (con la televisión metida en una caja en el maletero), ya se había olvidado de ese hombre amable que vino un día y la ayudó con las gallinas.
He de dar las gracias al inestimable trío de mis primeros lectores, Julia Kretschmer, Davin Patterson y Catherine Milne; mi brillante e inagotable equipo editorial, incluyendo a mi editora, Maria Rejt, Sophie Orme, Liz Cowen y Ali Blackburn en Pan Macmillan, de Gran Bretaña; Christa Munns y Clara Finlay en Allen & Unwin, de Australia; la editora Lisa Keim, Kim Goldstein e Isolda Sauer en Atria, de Estados Unidos; la correctora por excelencia, Lisa Patterson; y a mi editora y gran amiga, Annette Barlow, quien alegremente se alejó de los límites de la razón conmigo.
Estoy enormemente agradecida a mis editores en todo el mundo por su constante apoyo, y a todas las personas de talento que ayudan a convertir mis historias en libros y a sacarlos a la luz. Gracias a todos los libreros, bibliotecarios y lectores que siguen manteniendo la fe; a Wenona Byrne por la infinidad de cosas que hace; a Ruth Hayden, artista e inspiración; y a mi familia y amigos por dejarme desaparecer dentro de mi mundo imaginario y volver a ellos más tarde como si nada hubiera sucedido. Gracias especiales, como siempre, a mi agente, Selwa Anthony, mis preciosos chicos, Oliver y Louis, y, sobre todo, por todo y más, a mi esposo, Davin.
He consultado muchas fuentes mientras investigaba y escribía
El cumpleaños secreto
. Entre las que me han sido de más ayuda estaban: el archivo virtual de la BBC,
WW2 People’s War
y el Museo Imperial de la Guerra, en Londres; el Museo y Archivo Postal Británico;
Black Diamonds: The Rise and Fall of an English Dynasty
, de Catherine Bailey;
Nella Last’s War: The Second World War Diaries of Housewife, 49
, editado por Richard Broad y Suzie Fleming;
Debs at War 1939 - 1945: How Wartime Changed Their Lives
, de Anne de Courcy;
Wartime Britain 1939 - 1945
, de Juliet Gardiner;
The Thirties: An Intimate History
, de Juliet Gardiner;
Walking the London Blitz
, de Clive Harris;
Having it so Good: Britain in the Fifties
, de Peter Hennessy;
Few Eggs and No Oranges: The Diaries of Vere Hodgson 1940 - 45; How We Lived Then: A History of Everyday Life during the Second World War
, de Norman Longmate;
Never Had It So Good: 1956 - 63
, de Dominic Sandbrook;
The Fortnight in September
, de R. C. Sheriff;
Our Longest Days: A People’s History of the Second World War
, por los escritores de Mass Observation, editado por Sandra Koa Wing;
London at War 1939 - 1945
, de Philip Ziegler.
Gracias también a Penny McMahon, en el Museo y Archivo Postal Británico, por responder a mis preguntas acerca de los matasellos; a la buena gente de Transportes de Londres, que me permitieron entrever cómo era una estación de metro en 1940; a John Welham por compartir su notable conocimiento respecto a tantos temas históricos; a Isobel Long por suministrarme información sobre el fascinante mundo de la gestión de archivos y registros; a Clive Harris, quien continúa proporcionando perspicaces respuestas a todas mis consultas sobre la guerra y cuyo recorrido a pie por el Londres de los bombardeos fue la primera inspiración de esta historia; y a Herbert y Rita, de quienes heredé mi amor por el teatro.
KATE MORTON, creció en las montañas del noreste de Australia, en Queensland. Posee títulos en arte dramático y literatura inglesa y es candidata doctoral en la Universidad de Queensland. Vive con su esposo e hijos en Brisbane. Su primera novela,
La casa de Riverton
, se publicó con enorme éxito en 38 países, alcanzó el número uno en muchos de ellos y lleva vendidos más de dos millones de ejemplares en todo el mundo.
El jardín olvidado
, con unas ventas que superan los cuatro millones de ejemplares, supuso la consolidación absoluta de esta espléndida autora y le granjeó el reconocimiento masivo de la crítica y los lectores. Su tercera novela,
Las horas distantes
, se convirtió igualmente de inmediato en un best seller. Se estima que las ventas en todo el mundo de las obras de Kate Morton se acercan a los ocho millones de ejemplares.
[1]
El
victory roll
era una maniobra acrobática que hacían los aviones aliados en señal de victoria, y que dio nombre a un peinado con grandes bucles y tirabuzones. (N. del E.)
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[2]
Mr. Punch y Judy son los dos personajes principales de la tradición inglesa de los títeres de cachiporra. A diferencia del resto de tradiciones, Mr. Punch sigue hablando con el peculiar tono de voz que da el uso de la lengüeta; y la historia es cerrada: por lo general se repite sin cambios en todas las representaciones y todos los teatrillos. El argumento es tan violento, con varios asesinatos grotescos y esperpénticos, que, pese a ser una sencilla obra de títeres, claramente teatral y burlesca, su representación ha sido prohibida en varias etapas de la historia inglesa. (N. del E.)
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