—Diana, escúchame. —La voz de Matthew retumbó un poco menos esta vez—. Tienes que volar. ¿Puedes hacerlo?
Mi madre asintió con la cabeza de un modo alentador.
«Es hora de despertar y ser una bruja. Ya no hay necesidad de secretos».
—Creo que sí. —Traté de ponerme de pie. El tobillo derecho se torció debajo de mí, y caí pesadamente sobre mi rodilla—. ¿Estás seguro de que Satu se ha ido?
—No hay nadie aquí, salvo mi hermano Baldwin y yo. Vuela hacia arriba y te sacaremos. —El otro hombre farfulló algo, y Matthew respondió airadamente.
Yo no sabía quién era Baldwin, y me había encontrado con demasiados desconocidos ese día. Ni siquiera estaba del todo segura de Matthew, después de lo que Satu había dicho. Busqué algún sitio donde esconderme.
«No puedes esconderte de Matthew —me dijo mi madre, con una sonrisa compungida dirigida a mi padre—. Él siempre te encontrará, pase lo que pase. Puedes confiar en él. Él es a quien hemos estado esperando».
Mi padre deslizó sus brazos alrededor de ella, y recordé la sensación de los brazos de Matthew. Alguien que me abrazaba de ese modo no podía estar engañándome.
—Diana, por favor, inténtalo. —Matthew no podía evitar el tono de súplica en su voz.
Para volar, necesitaba una cinta plateada. Pero no había una envolviéndome. Sin saber bien cómo proseguir, busqué a mis padres en la oscuridad. Estaban más pálidos que antes.
«¿No quieres volar?», me preguntó mi madre.
«La magia está en el corazón, Diana —dijo mi padre—. No lo olvides».
Cerré los ojos e imaginé una cinta en el lugar correcto. Con un extremo asegurado entre mis dedos, la arrojé hacia el anillo blanco que parpadeaba en la oscuridad. La cinta se desplegó y voló alto a través del agujero, llevando mi cuerpo con ella.
Mi madre sonreía, y mi padre parecía tan orgulloso como cuando le quitó los ruedines a mi primera bicicleta. Matthew miraba hacia abajo, junto a otro rostro que debía de ser el de su hermano. Con ellos había un montón de fantasmas que parecían asombrados por que alguien, después de todos esos años, lograra escapar con vida.
—Gracias a Dios —susurró Matthew, estirando sus dedos largos y blancos hacia mí—. Coge mi mano.
En el momento en que me tuvo agarrada, mi cuerpo perdió su ingravidez.
—¡Mi brazo! —grité cuando los músculos se estiraron y el corte profundo en mi antebrazo se abrió.
Matthew me agarró por el hombro, ayudado por otra mano que yo no conocía. Me levantaron para sacarme de la mazmorra ciega, y quedé aplastada por un momento contra el pecho de Matthew. Agarrándome con los puños al jersey, me aferré a él.
—Sabía que podías hacerlo —murmuró, al igual que el príncipe en el cuento de mi madre, con su voz llena de alivio.
—No tenemos tiempo para esto. —El hermano de Matthew ya bajaba corriendo por el corredor hacia la puerta.
Matthew me agarró por los hombros y observo rápidamente mis heridas. Sus fosas nasales se dilataron ante el olor de sangre seca.
—¿Puedes caminar? —preguntó en voz baja.
—¡Cógela en brazos y sácala de aquí, o tendrás que preocuparte por algo más que por un poco de sangre! —gritó el otro vampiro.
Matthew me alzó como si fuera un saco de harina y empezó a correr, con su brazo apretado por debajo de mi espalda. Me mordí el labio y cerré los ojos para que el suelo que corría por debajo no me hiciera recordar el vuelo con Satu. Un cambio en el aire me indicó que éramos libres. Cuando mis pulmones se llenaron, empecé a temblar.
Matthew corrió todavía más rápido, llevándome hacia un helicóptero que estaba detenido fuera de las murallas del castillo sobre un camino de tierra. Agachó su cuerpo sobre el mío para protegerlo y saltó por la puerta abierta del helicóptero. Detrás siguió su hermano; las luces del panel de mando de la cabina del piloto lanzaba destellos verdes sobre su pelo de color cobre brillante.
Mi pie rozó el muslo de Baldwin cuando éste se sentó, y me dirigió una mirada de odio mezclado con curiosidad. Su rostro me resultaba conocido por las visiones que había tenido en el estudio de Matthew: primero en la luz reflejada en la armadura, luego otra vez al tocar los sellos de los caballeros de Lázaro.
—Creía que estabas muerto. —Me encogí hacia Matthew.
Baldwin abrió los ojos desmesuradamente.
—¡Vamos! —le gritó al piloto, y subimos hacia el cielo.
El hecho de estar en el aire trajo nuevos recuerdos de Satu y mis temblores aumentaron.
—Está en estado de shock —dijo Matthew—. ¿Esta cosa no puede moverse más rápido, Baldwin?
—Duérmela —dijo Baldwin impaciente.
—No he traído ningún sedante.
—Sí que lo has traído. —Los ojos de su hermano lanzaban destellos—. ¿Quieres que lo haga yo?
Matthew me miró y trató de sonreír. Mi temblor disminuyó un poco, pero cada vez que el helicóptero bajaba y se movía en el viento, mis recuerdos de Satu se recrudecían.
—¡Por todos los dioses, Matthew, está aterrorizada! —exclamó Baldwin airadamente—. Hazlo.
Matthew se mordió el labio hasta que una gota de sangre salió como una cuenta en la piel suave. Bajó la cabeza para besarme.
—No. —Me retorcí para evitar su boca—. Sé lo que estás haciendo. Satu me lo dijo. Estás usando tu sangre para que guarde silencio.
—Estás en estado de shock, Diana. Es lo único que tengo. Déjame ayudarte. —La angustia se veía reflejada en su rostro. Estiré mi mano hacia arriba, recogí la gota de sangre en la punta de mi dedo.
—No. Lo haré yo. —No iba a haber más chismes entre brujas sobre la absurda idea de que yo estaba dominada por Matthew. Chupé el líquido salado de la punta de mi dedo entumecido. Sentí un hormigueo en los labios y la lengua antes de que los nervios en mi boca se durmieran.
Cuando quise recordar, ya había aire frío sobre mis mejillas, perfumado con las hierbas de Marthe. Estábamos en el jardín de Sept-Tours. Los brazos de Matthew eran firmes debajo de mi espalda dolorida, y había acomodado mi cabeza en su cuello. Me moví y miré a mi alrededor.
—Estamos en casa —susurró mientras caminaba hacia las luces del
château
.
—Ysabeau y Marthe —dije, esforzándome para levantar la cabeza— ¿están bien?
—Perfectamente bien —respondió Matthew, apretándome más contra su cuerpo.
Entramos en el corredor de la cocina, que estaba profusamente iluminado. Las luces me molestaban en los ojos y los aparté hasta que el dolor se calmó. Uno de mis ojos parecía más pequeño que el otro, y entrecerré el más grande para que estuvieran iguales. Un grupo de vampiros apareció ante mi vista, en el corredor por donde Matthew y yo entrábamos: Baldwin parecía extrañado, Ysabeau furiosa, Marthe horrorizada y preocupada. Ysabeau dio un paso y Matthew gruñó.
—Matthew —empezó ella pacientemente, con sus ojos fijos en mí con una expresión de preocupación maternal—, tienes que llamar a su familia. ¿Dónde está tu teléfono?
Apretó más sus brazos a mi alrededor. Sentía que mi cabeza era demasiado pesada para mi cuello. Era más fácil apoyarla contra el hombro de Matthew.
—Está en su bolsillo, supongo, pero no va a dejar caer a la bruja para sacarlo. Ni te va a dejar que te acerques lo suficiente como para que lo saques tú. —Baldwin le dio su teléfono a Ysabeau—. Usa éste.
Baldwin deslizó su mirada por encima de mi cuerpo maltrecho con una atención tan minuciosa que sentí como si me estuvieran aplicando y retirando bolsas de hielo una a una.
—Por cierto, parece como si acabara de salir de una batalla. —Su voz expresaba una reticente admiración.
Marthe dijo algo en occitano, y el hermano de Matthew asintió con la cabeza.
—Òc —dijo, mirándome para evaluarme.
—¡Esta vez no, Baldwin! —dijo Matthew con voz de trueno.
—El número, Matthew —dijo Ysabeau resueltamente, desviando la atención de su hijo. Él se lo dio rápidamente, y su madre apretó los botones correspondientes cuyos ligeros tonos resultaron audibles.
—Estoy bien —grazné cuando Sarah cogió el teléfono—. Déjame en el suelo, Matthew.
—No, soy Ysabeau de Clermont. Diana está con nosotros.
Hubo más silencio mientras los toques de hielo de Ysabeau me recorrían.
—Está herida, pero por sus lesiones no parece que su vida corra peligro. De todas formas, Matthew debe llevarla a su casa. Con ustedes.
—No. Ella me seguirá. Satu no debe hacer daño a Sarah y a Em —dije, luchando por escapar.
—Matthew —gruñó Baldwin—, deja que Marthe se encargue de ella o haz que guarde silencio.
—Mantente fuera de esto, Baldwin —espetó Matthew. Sus labios fríos tocaron mis mejillas, y mi pulso disminuyó la velocidad. Su voz bajó hasta ser un murmullo—: No haremos nada que no quieras hacer.
—Podemos protegerla de los vampiros —Ysabeau parecía estar cada vez más y más lejos—, pero no de otras brujas. Ella tiene que estar con quienes puedan hacerlo. —La conversación se desvaneció y una cortina de niebla gris descendió.
Esta vez recobré el conocimiento arriba, en la torre de Matthew. Todas las velas estaban encendidas, y el fuego crepitaba en la chimenea. La habitación estaba caldeada, pero la adrenalina y la conmoción me hacían temblar. Matthew estaba sentado sobre los talones, en el suelo, conmigo apoyada entre sus rodillas, revisando mi antebrazo derecho. Mi jersey empapado de sangre tenía una larga rasgadura donde Satu me había cortado. Una nueva mancha roja se estaba filtrando hacia los sitios más oscuros.
Marthe e Ysabeau estaban en la entrada como un atento par de halcones.
—Puedo cuidar a mi esposa,
maman
—dijo Matthew.
—Por supuesto, Matthew —murmuró Ysabeau, con ese tono servil que era tan característico de ella.
Matthew rompió los últimos centímetros de la manga para dejar completamente expuesta mi carne, y dejó escapar una maldición.
—Trae mi maletín, Marthe.
—No —respondió ella con firmeza—. Está sucia, Matthew.
—Que se dé un baño —intervino Ysabeau, apoyando a Marthe—. Diana está helada y tú apenas puedes ver sus heridas. Esto no le ayudará, hijo mío.
—Nada de baño —dijo él decididamente.
—¿Por qué no? —preguntó Ysabeau con impaciencia. Hizo un gesto señalando las escaleras y Marthe se fue.
—El agua se llenaría con su sangre —dijo tenso—. Baldwin la olería.
—Esto no es Jerusalén, Matthew —aseguró Ysabeau—. Nunca ha puesto un pie en esta torre, desde que fue construida.
—¿Qué ocurrió en Jerusalén? —Estiré la mano hacia el lugar donde habitualmente colgaba el ataúd de plata de Matthew.
—Amor mío, tengo que mirarte la espalda.
—Está bien —susurré en voz baja. Mi mente divagaba, buscando un manzano y la voz de mi madre.
—Por favor, ponte boca abajo.
Los fríos suelos de piedra del castillo donde Satu me había aplastado resultaban claramente palpables debajo de mi pecho y de mis piernas.
—No, Matthew. Tú crees que yo guardo secretos, pero no sé nada de mi magia. Satu dijo…
Matthew soltó una maldición.
—No hay ninguna bruja aquí, y tu magia no me importa. —Su fría mano agarró la mía, con la misma seguridad y firmeza de su mirada—. Apóyate sobre mi mano hacia delante. Yo te sostendré.
Sentada sobre su muslo, doblé la cintura, apoyando mi pecho en nuestras manos entrelazadas. Esa postura estiró dolorosamente la piel de mi espalda, pero era mejor que la alternativa. Debajo de mí, Matthew se puso tenso.
—La lana está metida en la piel, y eso no me permite ver nada. Vamos a tener que ponerte en el baño un momento para poder sacarla. ¿Puedes llenar la bañera, Ysabeau?
Su madre desapareció, y su ausencia fue seguida por el sonido de agua que corría.
—No demasiado caliente —le dijo sin gritar.
—¿Qué ocurrió en Jerusalén? —pregunté otra vez.
—Después —respondió, levantándome suavemente para enderezarme.
—El tiempo de los secretos ha pasado, Matthew. Díselo, y que sea rápido —dijo Ysabeau bruscamente desde la puerta del baño—. Es tu esposa y tiene derecho a saber.
—Debe de ser algo horrible, o no habrías llevado el ataúd de Lázaro. —Hice un poco de presión encima de su corazón.
Con expresión desesperada, Matthew empezó su relato. Salió de él en estallidos rápidos, separados.
—Maté a una mujer en Jerusalén. Se interpuso entre Baldwin y yo. Hubo mucha sangre. Yo la amaba y ella…
Había matado a otra persona, no a una bruja, sino a un humano. Apoyé un dedo sobre sus labios para calmarlos.
—Es suficiente por ahora. Eso fue hace mucho tiempo. —Me sentía tranquila, pero estaba temblando otra vez, incapaz de soportar más revelaciones.
Matthew llevó mi mano izquierda a sus labios y me besó con fuerza los nudillos. Sus ojos me dijeron lo que no podía decir en voz alta. Finalmente se apartó tanto de mi mano como de mis ojos.
—Si estás preocupada por Baldwin —dijo—, lo haremos de otra manera. Podemos remojar la lana con compresas, o puedes darte una ducha.
La simple idea del agua cayendo por mi espalda o la aplicación de presión me convencieron para arriesgarme a la posible sed de Baldwin.
—El baño sería mejor.
Matthew me metió en el agua tibia completamente vestida, incluidas mis zapatillas para correr. Apoyada en la bañera, con la espalda separada de la porcelana y el agua subiendo lentamente por mi jersey de lana, empecé el lento proceso de relajarme, con mis piernas temblando y estremeciéndose debajo del agua. Tuve que ordenar a cada músculo y cada nervio que se relajara, y algunos se negaban a obedecer.
Mientras yo estaba en remojo, Matthew se ocupaba de mi cara, apretándome los pómulos con sus dedos. Frunció el ceño preocupado y llamó en voz baja a Marthe. Ésta apareció con un enorme maletín negro de médico. Matthew sacó una pequeña linterna y me examinó los ojos, con sus labios muy apretados.
—Mi cara chocó contra el suelo. —Hice una mueca de dolor—. ¿Está rota?
—No lo creo,
mon coeur,
sólo gravemente golpeada.
Marthe rasgó un paquete para abrirlo, y el olor a alcohol desinfectante me llegó a la nariz. Cuando Matthew puso la compresa sobre la parte pegajosa de mi mejilla, me agarré a los lados de la bañera; mis ojos escocían hasta el punto de llenarse de lágrimas. La compresa salió color escarlata.
—Me corté con el borde de una piedra. —Mi voz era serena, en un intento de calmar los recuerdos de Satu que el dolor traía.