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Authors: Deborah Harkness

Tags: #Fantástico

El descubrimiento de las brujas (71 page)

BOOK: El descubrimiento de las brujas
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Los fríos dedos de Matthew siguieron la línea de la herida punzante hasta donde desaparecía debajo de la línea del cuero cabelludo.

—Es superficial. No necesitas sutura. —Buscó un bote con un ungüento y extendió un poco sobre mi piel. Olía a menta y hierbas aromáticas—. ¿Eres alérgica a algún medicamento? — preguntó cuando terminó.

Negué con la cabeza.

Llamó a Marthe otra vez y ella llegó de inmediato con los brazos llenos de toallas. Él recitó rápidamente una lista de medicamentos y Marthe asintió con la cabeza, moviendo ruidosamente un juego de llaves que sacó del bolsillo. Solamente uno de los medicamentos me resultó conocido.

—¿Morfina? —pregunté mientras sentía que se me aceleraba el pulso.

—Aliviará el dolor. El resto de los fármacos combatirán la inflamación y la infección.

El baño había calmado un poco mi ansiedad y disminuido la conmoción, pero el dolor era cada vez peor. La posibilidad de desterrarlo era tentadora, y de mala gana acepté el fármaco antes de salir del baño. Estar sentada en el agua rojiza me estaba mareando.

Pero antes de salir, Matthew insistió en mirar mi pie derecho. Lo levantó para sacarlo del agua y apoyó la planta del pie en su hombro. Incluso esa leve presión me hizo ahogar un quejido.

—Ysabeau, ¿puedes venir aquí, por favor?

Al igual que Marthe, Ysabeau estaba esperando pacientemente en el dormitorio para el caso de que su hijo necesitara ayuda. Cuando entró, Matthew la hizo ponerse detrás de mí mientras él desataba rápidamente los cordones empapados y empezó a quitarme la zapatilla. Ysabeau me sostenía por los hombros, impidiéndome salir de la bañera.

Grité durante el examen de Matthew, incluso después de que dejara de tratar de sacar la zapatilla y empezara a romperla cortando con la precisión que emplearía un modisto con una fina tela. También rompió el calcetín y la costura de mis
leggings,
para luego retirar la tela y dejar al descubierto el tobillo. Tenía un anillo alrededor de él como si hubiera sido aprisionado con una esposa que había quemado la piel, dejándola negra y llena de ampollas en algunas partes, con extrañas manchas blancas.

Matthew levantó la mirada con enfado en los ojos.

—¿Cómo te han hecho esto?

—Satu me colgó cabeza abajo. Quería ver si podía volar. —Me di la vuelta con aire vacilante, incapaz de comprender por qué tanta gente estaba furiosa conmigo por cosas de las que no era culpable.

Ysabeau cogió mi pie con delicadeza. Matthew se arrodilló junto a la bañera. Tenía el pelo negro peinado hacia atrás desde la frente y la ropa empapada de agua y sangre. Me hizo girar la cara hacia él para mirarme con una mezcla de feroz actitud de protección y orgullo.

—Naciste en agosto, ¿no? Bajo el signo de Leo. —Su acento era totalmente francés y casi todas las inflexiones propias de las universidades inglesas habían desaparecido.

Asentí con la cabeza.

—Entonces tendré que llamarte mi leona desde ahora, porque sólo una leona pudo haber luchado como tú lo hiciste. Pero hasta
la lionne
necesita tener protectores. —Dirigió su mirada hacia mi brazo derecho. Al agarrar con fuerza el borde de la bañera había hecho que la hemorragia empezara de nuevo—. Tienes un esguince de tobillo, pero no es nada serio. Lo vendaré después. Ahora veamos tu espalda y tu brazo.

Matthew me sacó de la bañera y me puso en el suelo, ordenándome que evitara cargar el peso sobre mi pie derecho. Marthe e Ysabeau me sostuvieron mientras él cortaba los
leggings
y la ropa interior. La actitud de los tres vampiros sobre la naturalidad del cuerpo hizo que me sintiera indiferente al hecho de estar allí medio desnuda delante de ellos. Matthew levantó el borde delantero de mi empapado jersey para dejar a la vista un hematoma oscuro que se extendía por todo mi abdomen.

—¡Santo cielo! —exclamó, apretando sus dedos sobre la carne amoratada por encima de mi hueso púbico—. ¿Cómo diablos te hizo eso?

—Satu perdió la paciencia. —Me castañetearon los dientes al recordar mi vuelo por el aire y el dolor intenso en mis tripas. Matthew me envolvió con una toalla alrededor de la cintura.

—Quitemos el jersey —dijo sombríamente. Se colocó detrás de mí y sentí una punzada de metal frío en la espalda.

—¿Qué estás haciendo? —Torcí la cabeza, desesperada por ver. Satu me había retenido boca abajo durante horas y me resultaba intolerable tener a alguien, aunque fuera Matthew, detrás de mí. El temblor de mi cuerpo se intensificó.

—¡Detente, Matthew! —pidió Ysabeau—. No puede soportarlo.

Un par de tijeras hicieron ruido al caer al suelo.

—Está bien. —Matthew acomodó su cuerpo al mío como un escudo protector. Cruzó sus brazos sobre mi pecho, abrazándome totalmente—. Lo haré desde delante.

Tan pronto como el temblor disminuyó, dio la vuelta y continuó cortando la tela para separarla de mi cuerpo. El aire frío en la espalda me indicaba que, de todas maneras, ya no quedaba mucha. Me cortó el sujetador y luego retiró la parte delantera del jersey.

Ysabeau ahogó una exclamación cuando los últimos trozos salieron de mi espalda.

—María, Deu maire. —Marthe estaba pasmada.

—¿Qué es? ¿Qué ha hecho? —La habitación se movía como una lámpara de araña durante un temblor de tierra. Matthew me giró para que quedara mirando a su madre. Pesar y compasión era lo que mostraba su cara.

—La sorcière est morte —dijo Matthew en voz baja.

Ya estaba planeando matar a otra bruja. El hielo inundó mis venas y había oscuridad en los bordes de mi campo de visión.

Matthew me sostenía erguida con sus manos.

—No te apartes de mí, Diana.

—¿Tuviste que matar a Gillian? —sollocé.

—Sí. —Su voz era inexpresiva y sin vida.

—¿Por qué permitiste que me enterara de eso por otra persona? Satu me dijo que habías estado en mis habitaciones, que estabas usando tu sangre para drogarme. ¿Por qué, Matthew? ¿Por qué no me lo dijiste?

—Porque tenía miedo de perderte. Sabes tan poco de mí, Diana… Los secretos, el instinto de protección…, de matar si es necesario. Eso es lo que soy.

Me volví para mirarlo a la cara, tapada sólo con una toalla alrededor de la cintura. Tenía los brazos cruzados sobre mi pecho desnudo y mis emociones pasaban veloces del miedo a la cólera y a algo más oscuro.

—¿Entonces también matarás a Satu?

—Sí. —No se disculpó de ninguna manera ni ofreció explicación alguna, pero sus ojos estaban llenos de rabia apenas controlada. Fríos y grises, recorrían mi rostro—. Eres mucho más valiente que yo, ya te lo he dicho antes. ¿Quieres ver lo que te hizo? —preguntó Matthew, cogiéndome por los codos.

Pensé un momento, luego asentí con la cabeza.

Ysabeau protestó en un rápido occitano y Matthew la interrumpió con un siseo.

—Sobrevivió a que se lo hicieran,
maman
. Verlo ya no puede ser peor.

Ysabeau y Marthe bajaron a buscar dos espejos mientras Matthew cubría mi torso con toques delicados como plumas hechos con una toalla hasta que todo quedó ligeramente húmedo.

—No te apartes de mí —repetía cada vez que trataba de alejarme de la áspera tela.

Las mujeres regresaron con un espejo de marco dorado muy ornamentado del salón y un espejo de pie, de cuerpo entero, que solamente un vampiro podía haber llevado hasta la torre. Matthew colocó el espejo más grande detrás de mí, e Ysabeau y Marthe sostuvieron el otro delante, en un ángulo para que pudiera ver mi espalda y a Matthew también.

Pero aquello no podía ser mi espalda. Era la de otra persona, la de alguien a quien habían azotado y quemado hasta dejar su piel roja, azul y negra. También había marcas extrañas, círculos y símbolos. El recuerdo del fuego estalló entre las lesiones.

—Satu dijo que me iba a abrir por completo —susurré, como hipnotizada—. Pero conservé mis secretos dentro, mamá, tal como tú querías.

El intento de Matthew de agarrarme fue lo último que vi reflejado en el espejo antes de que la oscuridad se apoderara de mí.

Me desperté junto al fuego del dormitorio otra vez. La mitad inferior de mi cuerpo todavía estaba envuelta en una toalla, y yo me encontraba sentada en el borde de una silla tapizada en damasco, doblada por la cintura, con el torso apoyado en una pila de almohadas sobre otra silla igual. Lo único que podía ver eran pies y alguien estaba aplicando ungüento en mi espalda. Era Marthe; su áspera fuerza era claramente distinguible de los toques fríos de Matthew.

—¿Matthew? —grazné, girando la cabeza a un lado, buscándolo.

Apareció su rostro.

—¿Sí, amor mío?

—¿Adónde fue a parar el dolor?

—Es magia —respondió, intentando mostrarme una gran sonrisa irónica.

—Morfina —dije lentamente, recordando la lista de fármacos que le había dado a Marthe.

—A eso me refería. Todo el que ha sufrido alguna vez grandes dolores sabe que la morfina y la magia son la misma cosa. Ahora que estás despierta, vamos a envolverte. —Le arrojó una venda a Marthe, explicándole que evitaría la inflamación y protegería más mi piel. También tenía el beneficio de sostener mis pechos, ya que no iba a poder usar un sujetador durante algún tiempo.

Entre ambos envolvieron kilómetros de venda quirúrgica blanca alrededor de mi torso. Gracias a los medicamentos, me sometí a ellos con una curiosa sensación de abandono. Algo que desapareció, sin embargo, cuando Matthew empezó a buscar algo en su maletín y a hablar de suturas. Cuando era niña me había caído y me había clavado en el muslo un tenedor largo, de los que se usan para mover la carne en la barbacoa. También entonces se necesitaron suturas, y mis pesadillas duraron meses. Le hablé a Matthew de mis miedos, pero él estaba decidido.

—El corte en tu brazo es profundo, Diana. No se curará bien a menos que lo cosamos.

Después, las mujeres me vistieron mientras Matthew bebía un poco de vino. Le temblaban los dedos. Yo no tenía nada para cerrar la parte de delante, de modo que Marthe desapareció otra vez para regresar con los brazos llenos de ropa de Matthew. Me metieron en una de sus finas camisas de algodón. Me quedaba enorme, pero la sentía suave sobre mi piel. Con sumo cuidado, Marthe me echó sobre los hombros una chaqueta de cachemira negra con botones forrados en cuero, también de Matthew, y entre ella e Ysabeau me pusieron un par de pantalones negros elásticos, míos, para cubrir las piernas y las caderas. Luego Matthew me depositó en un nido de almohadas sobre el sofá.

—Ve a cambiarte —ordenó Marthe, empujándolo a él en dirección al baño.

Matthew se duchó rápidamente y salió del baño con un nuevo par de pantalones. Se secó enérgicamente el pelo junto al fuego antes de ponerse el resto de su ropa.

—¿Estarás bien si bajo un momento? —me preguntó—. Marthe e Ysabeau se quedarán contigo.

Sospeché que su paseo al piso de abajo tenía que ver con su hermano, y asentí con la cabeza, sintiendo todavía los efectos de la poderosa droga.

Mientras estuvo ausente, Ysabeau habló entre dientes una y otra vez en una lengua que no era ni occitano ni francés, y Marthe ordenaba cosas sin dejar de murmurar. Habían retirado de la habitación casi toda la ropa destrozada y las vendas ensangrentadas cuando Matthew reapareció.
Fallon
y
Héctor
caminaban junto a él, con la lengua fuera.

Ysabeau entrecerró los ojos.

—Tus perros no deben entrar en mi casa.

Fallon
y
Héctor
miraron interesados a Ysabeau y luego a Matthew. Matthew chasqueó los dedos y señaló el suelo. Los perros se echaron mirándome con atención.

—Se quedarán con Diana hasta que nos vayamos —informó con firmeza, y aunque su madre suspiró, no discutió con él.

Matthew me levantó los pies y deslizó su cuerpo debajo de ellos mientras sus manos me acariciaban las piernas con suavidad. Marthe dejó una copa de vino delante de él, luego puso una taza de té en mis manos. Ella e Ysabeau se retiraron, dejándonos solos con los perros guardianes.

Mi mente divagaba, serenada por la morfina y el toque hipnótico de los dedos de Matthew. Revisé mis recuerdos, tratando de distinguir lo que era real de lo que había simplemente imaginado. ¿El fantasma de mi madre realmente había estado en la mazmorra sin salida o era un recuerdo del tiempo que pasamos juntas antes de que se marcharan a África? ¿O había sido la forma en que mi mente trataba de liberarse del estrés, yéndose en parte a un mundo imaginario? Fruncí el ceño.

—¿Qué ocurre,
ma lionne?
—preguntó Matthew con voz preocupada—. ¿Tienes dolores?

—No. Sólo estoy pensando. —Me concentré en su cara, obligándome a atravesar la niebla hasta llegar a las orillas más seguras de su contorno—. ¿En dónde me encontrasteis?

—La Pierre. Es un antiguo castillo en el que no ha vivido nadie desde hace años.

—He conocido a Gerberto. —Mi mente saltaba de un sitio a otro, sin querer detenerse en ningún lugar demasiado tiempo.

Matthew detuvo el movimiento de sus dedos.

—¿Estaba allí?

—Solamente al principio. Él y Domenico nos estaban esperando cuando llegamos, pero Satu les pidió que se fueran.

—Entiendo. ¿Te tocó? —El cuerpo de Matthew se puso tenso.

—En la mejilla. —Sentí un estremecimiento—. Hace mucho, mucho tiempo, el manuscrito estuvo en su poder, Matthew. Gerberto se jactó de haberlo conseguido en España. Ya entonces estaba hechizado. Mantuvo a una bruja esclavizada con la esperanza de que ella pudiera romper el hechizo.

—¿Quieres contarme qué ocurrió?

Me pareció que era demasiado pronto, y estaba a punto de decírselo, cuando el relato comenzó a fluir. Cuando le conté acerca de los intentos de Satu de abrirme para poder encontrar la magia dentro de mí, Matthew se levantó y reemplazó las almohadas como apoyo de mi espalda con su propio cuerpo, acomodándome cuan larga era entre sus piernas.

Me sostuvo mientras hablaba, y cuando mi voz se quebró, y cuando lloré. Fuesen cuales fuesen las emociones de Matthew cuando le conté las revelaciones de Satu sobre él, las mantuvo firmemente controladas. Incluso cuando le hablé de mi madre sentada bajo un manzano cuyas raíces se extendían por los suelos de piedra de La Pierre, no me pidió más detalles, aunque estoy segura de que le habría gustado formular cientos de preguntas que quedaron sin respuesta.

No le conté todo… Omití la presencia de mi padre, mis vívidos recuerdos de los cuentos para dormir y de mis correrías por los campos detrás de la casa de Sarah, en Madison. Pero era un principio, y el resto vendría con el tiempo.

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