El Desfiladero de la Absolucion (15 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Desfiladero de la Absolucion
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—Las catedrales no aceptarán de buen grado a alguien curioseando en esos asuntos —dijo Linxe.

Rashmika frunció los labios con determinación.

—Y yo no acepto que me mientan.

—¿Sabes qué pienso? —dijo Crozet sonriendo—. Que más les vale tener a Dios de su parte, porque para enfrentarse a ti van a necesitar toda la ayuda que puedan.

7

Aproximación a Hela, 2615

Como un copo de nieve dorado, la
Hija del Carroñero
cayó a través del vacío polvoriento del espacio interplanetario. Quaiche había dejado a Morwenna hacía tres horas. Su mensaje a la reina, comandante de la
Ascensión Gnóstica
, una sinuosa hilera de fotones serpenteantes atravesando el espacio interplanetario, aún estaba de camino. Pensó en las luces de un tren lejano, moviéndose a través de un oscuro, oscuro continente: la enorme distancia que le separaba de los otros seres vivientes era suficiente para sentir un escalofrío.

Pero había estado en situaciones peores, y al menos en esta ocasión había una clara esperanza de éxito. El puente de Hela seguía estando allí; no había resultado ser un espejismo del sensor o de sus ansias desesperadas por encontrar algo, y cuanto más cerca estaba, más claro parecía que se trataba de un artefacto tecnológico auténtico. Quaiche había visto algunas cosas engañosas en el pasado: formas geológicas que parecían haber sido diseñadas, esculpidas primorosamente o producidas en masa; pero nunca había visto nada remotamente parecido a esto. Sus instintos le decían que la geología no era la culpable, pero estaba encontrando serios problemas para contestar a la pregunta de quién o qué lo habían creado, porque seguía siendo un hecho que el sistema 107 Piscium no había sido visitado por nadie más. Se estremeció, sobrecogido por cierto temor, y una temeraria expectación.

Notó que se despertaba el virus doctrinal en su sangre, como un monstruo revolviéndose mientras dormía, abriendo un somnoliento ojo. Siempre estaba ahí, siempre en su interior, pero la mayoría del tiempo estaba dormido, sin molestar ni sus sueños ni sus despertares. Cuando lo saturaba, cuando rugía en sus venas como un trueno distante, veía y oía cosas. Veía vidrieras de colores en el cielo, oía la música del órgano bajo el rugido subsónico de cada ráfaga correctora de su diminuta nave-joya de exploración.

Quaiche se obligó a calmarse. Lo último que necesitaba era que el virus doctrinal se apoderase de él. Podía hacerlo más tarde, cuando estuviera sano y salvo de vuelta en la
Dominatrix
. Entonces podía convertirlo en un idiota babeante y farfullante si lo deseaba. Pero ahora no, aquí no. No mientras necesitara claridad total de mente. El monstruo bostezó y volvió a dormirse. Quaiche se sintió aliviado; aún poseía un vacilante control sobre el virus. Volvió a dedicar sus pensamientos al puente, con más cuidado esta vez, intentando no sucumbir al escalofrío cósmico que había despertado al virus.

¿Podía realmente descartar que lo hubiesen construido humanos? Dondequiera que fueran los humanos, dejaban basura. Sus naves vomitaban radioisótopos, dejando un rastro centelleante en las caras de los mundos y lunas. Sus trajes presurizados y hábitats soltaban átomos, dejando atmósferas fantasmas alrededor de cuerpos que, de otra manera, no tendrían aire. La presión parcial de los gases constituyentes era siempre una pista clara. Dejaban atrás trasponedores de navegación, sirvientes, células de combustible y productos de desecho. Te encontrabas sus orines congelados (pequeñas bolas de nieve amarillas) formando sistemas de anillos en miniatura alrededor de los planetas. Te encontrabas cadáveres y de vez en cuando, más a menudo de lo que Quaiche hubiera esperado, resultaban ser víctimas de asesinatos.

No era siempre fácil, Quaiche había desarrollado un olfato para estas señales. Sabía dónde debía mirar. Y por ahora no encontraba pruebas de una presencia humana anterior en 107

Piscium. Pero alguien había construido el puente. Podía haber sido hace cientos de años, pensó. Los signos habituales de la presencia humana podían haber desaparecido ya. Pero habría quedado al menos algo, a no ser que los constructores del puente hubieran tenido especial cuidado de limpiarlo todo después. Nunca había oído que alguien hiciera eso a esta escala. Y ¿por qué esconderlo tan lejos de los centros habituales de comercio? Incluso si alguien visitara ocasionalmente el sistema 107 Piscium, claramente no estaba en las rutas de comercio habituales. ¿No querían esos artistas que nadie viera lo que habían creado?

Quizás esa había sido su intención: simplemente dejarlo ahí, brillando bajo la luz de las estrellas de 107 Piscium hasta que alguien lo encontrara accidentalmente. Quizás Quaiche era un participante a su pesar de una gesta cósmica con siglos de historia. Pero no lo creía. De lo que sí estaba seguro era que hubiera sido un terrible error contarle a Jasmina más de lo que le había dicho. Afortunadamente, había resistido la enorme tentación de demostrarle su valor. Ahora, cuando le informara contándole algo importante, demostraría haber actuado con la máxima mesura. Su último mensaje había sido exquisito en su brevedad. Estaba bastante orgulloso de sí mismo.

El virus se despertó definitivamente, animado quizás por su fatídico orgullo. Tenía que haber controlado sus emociones. Pero ya era demasiado tarde: había rebasado el punto en el que podría apaciguarse de forma natural. Sin embargo, era demasiado pronto para decir si este iba a ser un ataque importante. Para aplacarlo, murmuró un poco de latín. A veces, si anticipaba los deseos del virus, el ataque era menos grave.

Intentó volver su atención a Haldora, como un borracho intentando mantener una línea de pensamiento clara. Era extraño estar cayendo hacia un mundo que había nombrado él mismo. La nomenclatura era un asunto difícil en una cultura interestelar limitada por enlaces a la velocidad de la luz. Todas las naves grandes llevaban bases de datos de los mundos y cuerpos menores que orbitaban las diversas estrellas. En el sistema central (aquellos a una decena de años luz de la Tierra) era fácil ceñirse a los nombres asignados hace siglos, durante la primera oleada de exploraciones interestelares. Pero adentrándose en territorio virgen, el asunto se volvía más complicado y confuso. La
Dominatrix
aseguraba que los mundos alrededor de 107 Piscium no habían sido nombrados antes, pero eso lo único que significaba era que no tenían nombres asignados en la base de datos de la nave. Esa base de datos, sin embargo, podría no estar actualizada desde hacía décadas. En lugar de depender de las transmisiones con una autoridad central, los anárquicos ultras preferían un contacto directo entre naves. Cuando dos o más de sus naves se encontraban, comparaban y actualizaban sus respectivas tablas de nomenclaturas. Si la primera nave había asignado nombres a un grupo de mundos y a sus accidentes geográficos asociados, y la segunda nave no tenía entradas para esos cuerpos, lo normal era que la segunda nave corrigiera su tabla con los nuevos nombres. Podía marcarlos como provisionales, a menos que una tercera nave confirmase que seguían sin asignar. Si dos naves tenían entradas contradictorias, sus bases de datos se actualizaban simultáneamente, registrando dos nombres igualmente válidos para cada entrada. Si tres o más naves tenían entradas contradictorias, las diferentes entradas se comparaban por si alguna tenía prioridad sobre las demás. En ese caso, la entrada rechazada se borraría o almacenaría en un campo secundario reservado para designaciones cuestionables o no oficiales. Si un sistema había sido verdaderamente nombrado por primera vez, entonces el nuevo nombre colonizaría gradualmente las bases de datos de la mayoría de las naves, aunque podía tardar décadas. Las tablas de Quaiche eran tan precisas como lo fueran las de la
Ascensión Gnóstica
, y Jasmina no era una ultra gregaria, así que era posible que este sistema hubiera sido nombrado antes. Si ese era el caso, los nombres que había elegido con cariño desaparecerían gradualmente hasta que se convirtieran en entradas fantasmas en el nivel más bajo de las bases de datos, o serían borrados por completo.

Pero por ahora, y quizás en los próximos años, el sistema era suyo. Haldora era el nombre que él había elegido para este mundo y, hasta que se demostrara lo contrario, era tan oficial como cualquier otro, excepto que, como había puntualizado Morwenna, lo único que había hecho era coger un nombre sin adjudicar de las tablas de nomenclaturas y colgárselo a lo que le pareciera más apropiado. Si el sistema resultaba ser importante de verdad, ¿no tendría que haber puesto un poco más de cuidado en el proceso? ¿Quién sabe las peregrinaciones que podrían acabar allí si este puente resultaba ser real?

Quaiche sonrió. Los nombres eran lo suficientemente buenos por ahora; si decidía cambiarlos, aún tenía mucho tiempo para ello. Comprobó la distancia hasta Hela: apenas unos ciento cincuenta mil kilómetros. Desde la distancia, la cara iluminada de la luna parecía un disco plano del color del hielo sucio, rayada aquí y allá por sombras pastel de color gris, ocre, azul claro y turquesa desvaído. Ahora que estaba más cerca, el disco había adquirido tridimensionalidad, sobresaliendo para salir a su encuentro como un ojo humano ciego.

Hela era pequeña solo comparándola con estándares de mundos terrestres. Para ser una luna, su tamaño era respetable: tres mil kilómetros de polo a polo, con una densidad media que la situaba en la gama alta de las lunas con las que Quaiche se había tropezado. Era esférica y carente de cráteres de impacto. Sin atmósfera apreciable, pero llena de topología en superficie, lo que indicaba procesos geológicos recientes. A primera vista parecía tener acoplamiento de marea con Haldora, presentando siempre la misma cara a su mundo madre, aunque el
software
de mapas había detectado una pequeña rotación residual. Si tuviera acoplamiento de marea, el período de rotación de la luna sería exactamente el mismo que el tiempo que tardaba en completar una órbita: cuarenta horas. La luna de la Tierra era así, igual que otras muchas lunas en las que Quaiche había estado. Si te parabas en un punto determinado de su superficie, el mundo mayor alrededor del que orbitaban, ya fuera la Tierra o un gigante gaseoso como Haldora, siempre estaba colgado más o menos en el mismo lugar en el cielo.

Pero Hela no era así. Incluso si encontraba un punto en el ecuador de Hela en el que Haldora estuviera directamente encima, tragándose veinte grados de cielo, Haldora se movería. En una órbita de cuarenta horas se desplazaría casi dos grados. En ochenta días normales (un poco más de dos meses normales) Haldora se escondería tras el horizonte de Hela. Ciento sesenta días más tarde comenzaría a despuntar por el horizonte opuesto. Tras trescientos veinte días volvería al punto inicial del ciclo, directamente encima. El error en la rotación de Hela, la desviación con respecto a un auténtico período de acoplamiento de marea, era uno entre doscientos. El acoplamiento de marea era un resultado inevitable de las fuerzas de fricción entre dos cuerpos cercanos que orbitaban, pero era un proceso pesadamente lento. Podría ser que Hela siguiese ralentizando su trayectoria y no hubiera alcanzado aún su configuración fija. O puede que algo la hubiera golpeado en un pasado reciente; quizás una colisión inclinada con otro cuerpo. Otra posibilidad era que la órbita hubiera sido perturbada por una interacción gravitacional con un tercer cuerpo de gran tamaño.

Todas estas posibilidades eran razonables, teniendo en cuenta que Quaiche ignoraba la historia del sistema. Pero al mismo tiempo, sus imperfecciones le asaltaban. Era tan molesto como un reloj que fuera casi puntual. Era el tipo de cosas que imaginaba señalaría si alguna vez alguien sostenía que el cosmos era el resultado de la concepción divina.

¿Permitiría un creador semejante cosa, cuando bastaba un empujoncito para arreglar el mundo?

El virus bullía, hervía cada vez más fuerte en su sangre. No le gustaban esos pensamientos. Volvió a concentrarse en el tema más seguro de la topografía de Hela, preguntándose si podría comprender algo más sobre el puente en su contexto. El puente estaba alineado de este a oeste, según la rotación de Hela. Estaba situado muy cerca del ecuador, salvando la brecha que era su rasgo geográfico más obvio. La brecha comenzaba cerca del polo norte, cortando en diagonal de norte a sur a través del ecuador. Su máxima anchura y profundidad la alcanzaba cerca del ecuador, pero seguía siendo aterradoramente impresionante muchos cientos de kilómetros hacia el norte o el sur de ese punto. La llamó falla de Ginnungagap. La falla descendía en pendiente de nordeste a sudoeste. Hacia el este en el hemisferio norte había una región elevada geológicamente compleja que había denominado tierras altas occidentales Hyrrokkin. Las tierras altas orientales Hyrrokkin rodeaban el polo y flanqueaban la falla por el otro lado. Al sur de la cordillera occidental, pero por encima del ecuador había una zona a la que Quaiche había denominado colinas Glistenheath. Al sur del ecuador había otra zona elevada llamada cordillera de Gullveig. Al oeste, a horcajadas sobre los trópicos, Quaiche identificó el monte Gudbrand, las planicies Kelda, las tierras baldías Vigrid, el monte Jord… Para Quaiche, estos nombres transmitían cierto sentido de antigüedad, la sensación de que este mundo ya tenía un rico pasado, una historia de fronteras y expediciones épicas, de terribles travesías; una historia poblada de valientes y audaces.

Inevitablemente, su atención volvió a la falla de Ginnungagap y al puente que la cruzaba. Los detalles seguían estando poco claros, pero el puente era obviamente demasiado complicado, demasiado sutil y delicado para ser simplemente una lengua de tierra provocada por algún proceso de erosión. Lo habían construido allí, y no parecía que los humanos hubieran tenido mucho que ver en ello. No es que estuviera por encima del ingenio humano. Los humanos habían logrado muchas cosas en los últimos mil años, y trazar un puente que atravesara un abismo de cuarenta kilómetros de ancho, por muy elegante que fuera este que atravesaba Ginnungagap, no se contaría entre sus logros más audaces. Pero solo porque los humanos fueran capaces de hacerlo, no quería decir que lo hubieran hecho.

Estaba en Hela, lo más lejos que era posible llegar. Ningún humano había tenido nada que ver en la construcción de puentes aquí. Pero ¿alienígenas? Eso era un asunto bien diferente. Era cierto que en seiscientos años de viajes espaciales no habían encontrado nada remotamente parecido a una cultura tecnológicamente inteligente capaz de usar herramientas. Pero habían existido ahí fuera alguna vez. Sus ruinas salpicaban docenas de mundos. No se trataba de una única cultura, sino ocho o nueve, y eso era solo en el reducido número de sistemas dentro de la decena de años luz del Primer Sistema. No había forma de saber cuántos cientos o miles de culturas muertas habían dejado su huella en el resto de la vasta galaxia. ¿Qué tipo de cultura habría habitado Hela?

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