El Desfiladero de la Absolucion (7 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Desfiladero de la Absolucion
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Al fin y al cabo, no quedaba mucho espacio libre en su bolsa para nada más. Ya era más pesada de lo que esperaba. Miró la lastimosa colección de artículos esparcida sobre su cama, sabiendo que únicamente tenía sitio para uno de ellos.

¿Cuál debería llevarse?

Había un mapa de Hela, arrancado de la pared de su dormitorio, con los sinuosos senderos del Camino bordeando el ecuador marcados con tinta roja desvaída. No era muy exacto, pero no tenía otro mejor en su compad. Pero ¿era verdaderamente importante? No tenía posibilidades de llegar al Camino si no la llevaba alguien, y si ellos no sabían el camino, su mapa no iba a ser de gran ayuda. Lo apartó a un lado.

Había un grueso libro azul, con los bordes protegidos por un metal dorado. El libro contenía sus notas manuscritas sobre los scuttlers y lo había rellenado puntualmente durante los últimos ocho años. Empezó el libro a la edad de nueve años, cuando en un arrebato de precocidad decidió por primera vez que quería ser una experta en los scuttlers. Se mofaron de ella, de forma amable e indulgente, naturalmente; pero eso solo le sirvió para continuar con mayor determinación.

Rashmika sabía que no tenía tiempo que perder, pero no pudo evitar hojear el libro, haciendo sonar las páginas con aspereza en el silencio. En los pocos momentos en los que lo veía como algo nuevo, como a través de otros ojos, el libro le parecía un objeto bello. Al principio su escritura era grande y pulcra, aniñada. Usaba tinta de muchos colores y subrayaba cosas con sumo cuidado. Algunas de las tintas se había descolorido o desvaído, y había borrones y manchas en el papel. Pero ese estado de antigüedad estropeada le añadía encanto medieval al objeto. Había hecho dibujos, copiándolos de otras fuentes. Los primeros eran primitivos e infantiles, pero unas páginas más adelante sus figuras tenían la precisión y confianza de los bocetos de los naturalistas Victorianos. Estaban profusamente entramados y anotados, con el texto enroscándose alrededor. Había dibujos de artefactos de los scuttlers, claro está, con anotaciones de su función y origen; pero también había muchos dibujos de los propios scuttlers, con su anatomía y posturas reconstruidas gracias a las pruebas fósiles.

Repasó las páginas del libro, repasando también los años de su vida. La letra se volvía más pequeña, más difícil de leer. Las tintas de colores se usaban cada vez menos, hasta que en los últimos capítulos la escritura y los dibujos eran casi todos de un negro uniforme. Seguía teniendo la misma pulcritud, el mismo cuidado metódico aplicado tanto al texto como a las ilustraciones, pero ahora parecía el trabajo de un experto y no el de una entusiasta niña superdotada. Las notas y dibujos ya no eran reciclados de otras fuentes, sino que formaban parte de una argumentación en la que ella misma estaba profundizando, independientemente de teorías externas. La diferencia entre el principio y el final del libro era asombrosamente obvia para Rashmika, un recuerdo de la distancia que había recorrido. Había muchas veces en las que se sentía tan avergonzada por los primeros intentos, que hubiera tirado el libro y empezado otro. Pero el papel era caro en Hela, y el libro era un regalo de Harbin.

Pasó los dedos por las páginas en blanco. Su argumentación aún no estaba completa, pero ya podía ver la dirección que tomaría. Casi podía ver las palabras y dibujos en sus páginas, espectralmente borrosos, pero a falta únicamente de tiempo y concentración para enfocarlos con nitidez. Durante un viaje tan largo como el que planeaba emprender, seguramente tendría muchas oportunidades para trabajar en ello.

Pero no podía llevárselo. El libro significaba demasiado para ella y no podía soportar la idea de perderlo o de que se lo robaran. Al menos, si lo dejaba aquí, estaría seguro hasta su regreso. Podía seguir tomando notas mientras estaba fuera, refinando su argumentación, asegurándose de que la obra surgía sin defectos ni puntos débiles. Así, el libro sería aún más sólido. Rashmika lo cerró y lo puso a un lado.

Le quedaban dos cosas. Una era su compad, la otra un sucio y viejo juguete. El compad ni siquiera le pertenecía; en realidad era de su familia y ella solo lo tenía en préstamo a largo plazo mientras nadie más lo necesitara. Pero como nadie lo había reclamado durante meses, era improbable que lo echaran de menos durante su ausencia. En su memoria había muchos objetos relevantes para su estudio de los scuttlers, obtenidos de otros archivos electrónicos. Había imágenes y películas que había hecho ella misma en las excavaciones. Había testimonios orales de mineros que habían encontrado cosas que no encajaban exactamente con la teoría aceptada sobre la extinción de los scuttlers, pero esos informes habían sido suprimidos por las autoridades burocráticas. Había textos de estudiosos más antiguos. Tenía mapas y fuentes lingüísticas y mucho más que podría guiarla cuando llegara al Camino.

Cogió el juguete. Era una cosita suave, rosa, andrajosa y un poco maloliente. Era suyo desde que tenía ocho o nueve años y lo había elegido ella misma del puesto de un fabricante de juguetes itinerante. Suponía que entonces era nuevo y limpio, pero lo único que recordaba del juguete es que siempre había sido querido y manoseado con cariño. Mirándolo ahora, con el despego racional de una adolescente de diecisiete años, no tenía ni idea de qué criatura pretendía representar. Lo único que sabía era que desde el momento en el que lo vio decidió que sería un cerdito, sin importarle que nadie en Hela hubiera visto jamás un cerdo de verdad.

—No puedes venir conmigo tampoco —le susurró. Cogió el juguete y lo puso sobre el libro, apretándolo hasta que se quedó sentado como un centinela. No es que no quisiera llevárselo. Sabía que no era más que un juguete, pero también sabía que vendrían días en los que añoraría su hogar y estaría ansiosa por tener cualquier conexión con el entorno seguro de su aldea. Pero el compad era más útil, y no era el momento para sentimentalismos. Metió la tableta negra en la bolsa, tiró fuerte del sello de vacío y salió de la habitación silenciosamente.

Rashmika tenía catorce años cuando las caravanas habían pasado por última vez cerca de su aldea. Entonces estudiaba, y no la dejaron salir para ver el encuentro. La vez anterior tenía nueve. Aquella vez sí vio las caravanas, pero solo brevemente y desde lejos. Lo que recordaba de aquel espectáculo estaba inevitablemente coloreado por lo que le pasó a su hermano. Había revivido aquellos eventos tantas veces que era casi imposible separar los recuerdos fidedignos de los detalles imaginados.

Hace ocho años
, pensó. Una décima parte de la vida de un humano, según los cálculos más pesimistas. Una décima parte de una vida no era algo desdeñable, incluso si esos ocho años fueron una vez una vigésima o trigésima parte de lo que uno podría esperar. Pero al mismo tiempo parecía mucho más que eso. Al fin y al cabo, era la mitad de su propia vida. La espera hasta que pudiera ver la próxima caravana le había parecido una eternidad. No era más que una niña pequeña la última vez que los vio: una niña pequeña de las tierras baldías de Vigrid, con fama, por muy extraño que pareciese, de decir siempre la verdad.

Pero su oportunidad llegaba de nuevo. En el día cien de la 120 circunnavegación, cuando una de las caravanas tomó un desvío inesperado al este del paso de Hauk. La procesión viró al norte en las llanuras Gaudi antes de unirse a una segunda caravana que iba al sur, hacia el cruce de Glum. Esto no sucedía muy a menudo; de hecho, era la primera vez en casi tres revoluciones que las caravanas pasaban a un día de distancia de las aldeas de la ladera Sur de las tierras baldías de Vigrid. Por supuesto, todos estaban muy emocionados. Había fiestas y celebraciones, comités de bienvenida e invitaciones a antros secretos para beber. Había romances y aventuras, flirteos peligrosos y relaciones secretas. Nueve meses después, llegarían un puñado de bebés llorones de las caravanas.

Comparado con la austeridad de la vida normal en Hela y la particular dureza de las tierras baldías, este era un período de moderada e indecisa esperanza. Era una de esas escasas veces en las que, aunque dentro de unos parámetros estrechamente dictados, las circunstancias personales podían cambiar. Los vecinos más formales no dejaban traslucir ningún signo visible de emoción, pero en privado no se resistían a preguntarse si esta sería su ocasión de cambiar su suerte. Inventaban elaboradas excusas para viajar hasta el punto de encuentro. Excusas que no tenían nada que ver con un beneficio personal, sino con la prosperidad común de la aldea. Y de este modo, durante casi tres semanas, los pueblos enviaban sus propias pequeñas caravanas que atravesaban la peligrosa y cuarteada tierra para encontrarse con las otras más numerosas.

Rashmika había planeado salir de casa al alba, mientras sus padres aún dormían. No les había mentido acerca de su partida, pero solo porque nunca había sido necesario. Lo que los adultos y el resto de aldeanos no comprendían, era que ella era capaz de mentir como cualquiera; es más, podía hacerlo con gran convicción. El único motivo por el que había pasado la mayoría de su niñez sin mentir era porque hasta hacía poco no le había encontrado utilidad.

Silenciosamente, se deslizó por la madriguera bajo tierra que era su casa, dando grandes zancadas entre pasillos oscuros y zonas iluminadas bajo las claraboyas. Las casas de su aldea estaban casi todas enterradas bajo rasante y tenían forma de cavernas irregulares unidas por serpenteantes túneles forrados de yeso amarillento. Rashmika encontraba la idea de vivir sobre la tierra algo inquietante, pero suponía que uno se acostumbraría con el tiempo; igual que uno podría acostumbrarse a vivir en las caravanas móviles, o incluso en las catedrales a las que seguían. No es que la vida bajo tierra estuviera libre de peligros. Indirectamente la red de túneles de la aldea estaba conectada con la red de excavaciones más profunda. Se suponía que eran puertas de presión y sistemas de seguridad para proteger a la aldea si una de las cavernas se desplomaba, o por si los mineros pinchaban una burbuja de alta presión; pero estos sistemas no siempre funcionaban tan bien como se pretendía. No habían sucedido accidentes graves en las excavaciones durante la vida de Rashmika, pero había faltado poco. Todo el mundo sabía que era cuestión de tiempo que volviera a suceder otra catástrofe como la que sus padres aún recordaban. La semana pasada, sin ir más lejos, había habido una explosión en la superficie. Nadie había resultado herido y se rumoreaba que las cargas de demolición se habían detonado deliberadamente, pero había sido un recordatorio de que su mundo estaba a un paso del desastre.

Era, suponía, el precio que los aldeanos pagaban por su independencia económica de las catedrales. La mayoría de los asentamientos de Hela estaban cerca del Camino Permanente, y no a cientos de kilómetros al norte o al sur de él. Salvo muy pocas excepciones, los asentamientos cerca del Camino debían su existencia a las catedrales y a su consejo de administración: las iglesias. En conjunto, se suscribían a una u otra de las grandes ramas de la fe quaicheista. Eso no quería decir que no hubiera personas de fe en las tierras baldías, sino que las aldeas estaban gobernadas por comités laicos y se ganaban la vida con las excavaciones en lugar de con los elaborados acuerdos de diezmos e indulgencias que unían a las catedrales con las comunidades del Camino. Como consecuencia, quedaban liberados de las muchas restricciones religiosas que se aplicaban en el resto de Hela. Ellos tenían sus propias leyes, menos restricciones matrimoniales y hacían la vista gorda a ciertas perversiones que estaban prohibidas en el camino. Las visitas de la Torre del Reloj eran escasas, y cuando las iglesias enviaban a sus emisarios, eran vistos con sospecha. Las niñas como Rashmika podían estudiar la literatura técnica de las excavaciones en lugar de las escrituras de Quaiche. No era algo impensable que las mujeres pudieran encontrar un trabajo.

Pero del mismo modo, las aldeas de las tierras baldías de Vigrid estaban fuera del paraguas de protección que las catedrales ofrecían. Los asentamientos del Camino estaban protegidos por la desorganizada milicia de las catedrales y en épocas de crisis podían recurrir a las catedrales en busca de ayuda. Las catedrales poseían medicinas más avanzadas que cualquier cosa existente en las tierras baldías. Rashmika había visto a amigos y parientes suyos morir porque la aldea no tenía acceso a esos cuidados médicos. El coste de esos cuidados era, por supuesto, someterse a las maquinaciones de la Oficina de Transfusiones, y una vez tenías sangre quaiche en las venas, ya nunca podrías estar seguro de nada.

Aun así, aceptó el acuerdo con una mezcla de orgullo y cabezonería común a todos los habitantes de las tierras baldías. Era cierto que soportaban penurias desconocidas en el Camino. Era verdad que en general muy pocos eran fervientes creyentes; incluso aquellos con fe albergaban dudas. Normalmente era la duda lo que les había conducido a las excavaciones en un principio, para buscar respuestas a preguntas que los atormentaban. Y a pesar de todo, los aldeanos no cambiarían nada. Vivían y amaban como querían y veían a las comunidades más beatas del camino con un magnánimo sentido moral de superioridad.

Rashmika llegó a la última habitación de su casa con la pesada bolsa golpeándole los riñones. La casa estaba en silencio, pero si se quedaba muy quieta y escuchaba atentamente, seguro que oía el ruido sordo, casi subliminal, de las lejanas excavaciones. Los rumores de los taladros y palas moviendo la tierra llegaban a sus oídos a través de kilómetros de serpenteantes túneles. De vez en cuando sonaba un golpe de percusión, o una ráfaga de martillazos. Rashmika estaba tan acostumbrada a estos ruidos, que nunca perturbaban su sueño; es más, se hubiera despertado de un salto si hubiesen parado. Pero ahora deseaba que hubiera más ruido para amortiguar el que inevitablemente haría al salir de casa.

La última habitación poseía dos puertas. Una conducía horizontalmente a la red más amplia de túneles, accediendo a una vía pública que conectaba con otras muchas casas y salas comunitarias. La otra estaba en el techo, rodeada de una barandilla. En ese momento, la puerta estaba entreabierta hacia el espacio oscuro que había sobre ella. Rashmika abrió un armario empotrado en la suave curva de la pared y sacó su traje de superficie, con cuidado de no entrechocar el casco y la mochila contra los otros tres trajes que colgaban del mismo perchero rotatorio. Tenía que ponerse el traje tres veces al año durante las prácticas, así que le resultó fácil manejarse con los cierres y sellos. Aun así tardó diez minutos, durante los cuales se detenía y aguantaba la respiración cada vez que oía un ruido en la casa, ya fuera el mecanismo de circulación de aire encendiéndose y apagándose o el crujido sordo de los túneles.

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