Al mismo tiempo que le abofeteó la sensación de horror, lo hizo algo más: la idea persistente de que se le escapaba algún detalle. Quizás era la familiaridad que sentía dentro de este confinado espacio, o quizás la ausencia absoluta de algo a lo que poder mirar.
Una voz dijo: «Atención, Quaiche, atención. La fase de desaceleración se ha completado. A la espera de órdenes para entrar en el sistema». Era la calmada y fraternal voz de la subpersona cibernética de la
Dominatrix
. Se dio cuenta de pronto de que no estaba en el sarcófago, sino en la arqueta de desaceleración de la
Dominatrix
, alojado en una matriz amoldable diseñada para protegerle durante la fase de desaceleración. Quaiche dejó de canturrear, sintiéndose a la vez desorientado y ofendido. Estaba aliviado, sin duda. Pero la transición entre creer que pasaría años de tortura a encontrarse en el relativamente benigno entorno de la
Dominatrix
había sido tan brusca, que no había tenido tiempo para despresurizarse emocionalmente. Lo único que pudo hacer fue quedarse boquiabierto por la conmoción y la sorpresa.
Notó la vaga necesidad de retroceder en su pesadilla y volver a salir de ella gradualmente.
—Atención, Quaiche. A la espera de órdenes para entrar en el sistema.
—Espera —dijo. Su garganta estaba áspera y su voz pegajosa. Debía de llevar en la arqueta bastante tiempo—. Espera. Sácame de aquí. Estoy…
—¿Está todo a su gusto?
—Estoy un poco confuso.
—¿En qué sentido, Quaiche? ¿Necesita atención médica?
—No, yo… —Hizo una pausa y se retorció—. Solo sácame de aquí. Estaré bien en un momento.
—Muy bien, Quaiche.
Las sujeciones se aflojaron. La luz se filtraba por las aperturas que se ensanchaban en las paredes de la arqueta. El olor familiar del interior de la nave alcanzó su sistema olfativo. La nave estaba casi en silencio, salvo por los ocasionales crujidos de algún colector enfriándose. Siempre estaba así tras la desaceleración, cuando estaba en fase de costa.
Quaiche se estiró y su cuerpo crujió como una vieja silla de madera. Se sentía mal, pero no tanto como en su última resucitación apresurada de la refrigeración a bordo de la
Ascensión Gnóstica
. En la arqueta de desaceleración había estado en un estado de inconsciencia inducido, pero la mayoría de sus procesos vitales habían seguido con normalidad. Únicamente pasaba unas semanas en la arqueta durante la exploración de cada sistema y los riesgos médicos asociados con la congelación superaban con creces los beneficios para la reina en cuanto a detener su envejecimiento.
Miró alrededor, sin atreverse a creer que se había librado de la pesadilla del sarcófago ornamentado. Consideró la posibilidad de que estuviera alucinando, de que quizás se hubiera vuelto loco tras pasar varios meses bajo el hielo. Pero la nave era tan hiperrealista que no parecía una alucinación. No recordaba ni siquiera haber soñado durante la desaceleración en otras ocasiones, al menos no el tipo de sueños de los que uno se despertaba gritando. Pero cuanto más tiempo pasaba, y la realidad de la nave se hacía más evidente, más se convencía de que era la explicación más plausible. Lo había soñado todo.
—Dios mío —dijo Quaiche sintiendo una punzada de dolor que era el castigo habitual del virus doctrinal para la blasfemia, aunque sentirlo fue tan satisfactoriamente real en oposición al horror de estar enterrado que lo volvió a decir—. Dios, mío, nunca pensé que pudiera imaginar todo eso.
—¿Imaginar el qué, Quaiche? —A veces la nave se sentía obligada a intervenir en la conversación, como si se aburriera en secreto.
—No importa —contestó distraído por algo. Normalmente cuando salía de la arqueta tenía espacio suficiente para moverse y colocarse en línea con el largo y fino eje de la escalerilla principal de la nave. Pero ahora algo le rozaba el hombro, algo que normalmente no estaba ahí. Se giró para mirar, medio imaginándose lo que podría ser: una piel de metal corroída y chamuscada del color del peltre. Una superficie ulcerada cubierta por detalles delirantes. La vaga silueta de una persona con una rejilla oscura a la altura de los ojos.
—Puta —dijo.
—Debo informarle de que la presencia del sarcófago ornamentado es un incentivo para el éxito de nuestra misión —dijo la nave.
—¿De verdad te han programado para decir eso?
—Sí.
Quaiche observó que el traje estaba conectado al el soporte vital de la nave. Gruesos cables iban desde los enchufes de la pared hasta sus homólogos en la piel del sarcófago. Alzó la mano y tocó la superficie, recorriendo con los dedos los parches de la soldadura, trazando la sinuosa forma de una serpiente. El metal estaba ligeramente templado al tacto y temblaba con cierto grado de actividad subcutánea.
—Tenga cuidado —dijo la nave.
—¿Por qué? ¿Hay alguien vivo dentro de esta cosa? —dijo Quaiche. Entonces se le ocurrió algo escalofriante—. Dios mío.
¿De verdad hay alguien dentro ahora? ¿Quién?
—Debo informarle de que el sarcófago contiene a Morwenna.
Claro, por supuesto. Tenía todo el sentido del mundo.
—Has dicho que tuviera cuidado, ¿por qué?
—Debo informarle de que el sarcófago está programado para aplicar la eutanasia a su ocupante en caso de que se intente manipular la coraza, las juntas o los enchufes del soporte vital. Le informo de que únicamente el inspector general de Sanidad puede abrir el sarcófago sin que se aplique la eutanasia al ocupante.
Quaiche se alejó del sarcófago.
—¿Quieres decir que no puedo ni tocarlo?
—Tocarlo no sería muy buena idea, dadas las circunstancias.
Casi se echó a reír. Jasmina y Grelier se habían superado a si mismos. Primero, la audiencia con la reina para hacerle pensar que finalmente se le había acabado la paciencia con él. Luego, la farsa de enseñarle el sarcófago y hacerle pensar que lo iban a castigar. Hacerle creer que estaba a punto de ser enterrado en hielo, obligado a permanecer consciente durante gran parte de una década. Y luego, esto: una conmutación de la pena. Su última oportunidad para redimirse. Y no había duda: esta sería su última oportunidad. Ahora lo tenía claro. Jasmina le había mostrado exactamente lo que pasaría si volvía fallarle. Las amenazas vanas no entraban en el repertorio de Jasmina.
Pero su inteligencia iba más allá. Con Morwenna encerrada en el sarcófago, no tenía esperanzas de hacer lo que en ocasiones había pensado: esconderse en un sistema en concreto hasta que la
Ascensión Gnóstica
hubiera pasado de largo. Pero no, no tenía otra opción que volver con la reina. Y entonces, esperar dos cosas: primero, no haberla decepcionado, y segundo, que liberara a Morwenna del sarcófago.
De pronto se le ocurrió algo.
—¿Está despierta?
—Está acercándose a la consciencia ahora mismo —respondió la nave.
Con su fisiología ultra, Morwenna estaría mucho mejor equipada para tolerar la desaceleración que Quaiche, pero aun así parecía probable que el sarcófago estuviera modificado para protegerla de alguna manera.
—¿Podemos comunicarnos?
—Puede hablar con ella cuando quiera. Estableceré los protocolos entre la nave y el sarcófago.
—Vale, conéctame ahora. —Esperó un segundo, y entonces dijo—: ¿Morwenna?
—¿Horris? —Su voz era estúpidamente débil y distante. Le costaba creer que solo estaban separados por unos pocos centímetros de metal; bien podrían haber sido cincuenta años luz de plomo—. Horris, ¿dónde estoy? ¿Qué ha pasado?
Nada en su experiencia anterior le había preparado para comunicarle una noticia como esta a alguien. ¿Cómo se llevaba la conversación hacia un tema como el de estar encerrado vivo en un sarcófago de metal soldado? «Bueno, ahora que mencionas lo de estar encarcelado…».
—Morwenna, ha pasado algo, pero no quiero que te asustes. Todo va a salir bien, pero no debes alarmarte. ¿Me lo prometes?
—¿Qué pasa? —Ahora notaba un claro tono de ansiedad en la voz de Morwenna.
Quaiche se dijo para sí mismo que la mejor forma de que alguien se alarmase era pedirle que no lo hiciera.
—Morwenna, dime todo lo que recuerdas. Con calma y despacito. —Notó su voz entrecortada, el principio de un ataque de histeria.
—¿Por dónde quieres que empiece?
—¿Recuerdas que me llevaron ante la reina?
—Sí.
—¿Y recuerdas verme salir de su cámara?
—Sí, lo recuerdo.
—¿Recuerdas si intentaste detenerlos?
—No, yo… —Se detuvo y no dijo nada más. Quaiche pensó que había perdido la comunicación (mientras ella no hablaba, la conexión permanecía en silencio)—. Espera, sí, lo intenté.
—¿Y después de eso?
—Nada.
—Me llevaron al quirófano de Grelier, Morwenna. En el que me hizo esas cosas la otra vez.
—No… —empezó a decir, sin comprender, pensando que lo más horrible le había pasado a Quaiche y no a ella.
—Me enseñaron el sarcófago ornamentado —dijo—. Pero te metieron a ti dentro en vez de a mí. Ahí es donde estás, y por eso no debes tener miedo.
Se lo tomó bien, mejor de lo que se esperaba. Pobre y valiente Morwenna. Siempre había sido la mitad más valiente de la pareja. Si hubiera tenido la oportunidad de decidir quién recibiría el castigo, Quaiche estaba seguro de que hubiera sido ella. Igual que sabía que él no poseía esa fortaleza. Era cobarde, débil, y egoísta. No era mala persona, pero no era digno de admiración. Era el defecto que había dado forma a su vida, y reconocerlo no lo hacía más fácil.
—¿Quieres decir que estoy bajo el hielo? —preguntó Morwenna.
—No, no es tan malo. —Se dio cuenta, mientras hablaba, de la absurda diferencia que había entre estar bajo el hielo o no—. Estás dentro del sarcófago pero no estás enterrada en el hielo. No es por ti, todo esto es por mi culpa. Es para obligarme a hacer algo.
—¿Dónde estoy?
—Estás en la
Dominatrix
. Creo que acabamos de completar la desaceleración para entrar en un nuevo sistema.
—No puedo ver, ni moverme.
Quaiche había estado mirando al sarcófago mientras hablaba, imaginándose su rostro. Aunque obviamente Morwenna estaba haciendo grandes esfuerzos para ocultarlo, la conocía lo suficientemente bien como comprender que estaba terriblemente asustada. Avergonzado, miró hacia otro lado.
—Nave, ¿puedes hacer que vea algo?
—Ese canal no está habilitado.
—Pues lo habilitas, joder.
—No es posible. Debo informarle de que el ocupante únicamente puede comunicarse con el mundo exterior mediante el presente canal de audio. Cualquier intento de instalar más canales se contemplará como…
—Vale, vale —dijo agitando una mano—. Lo siento, Morwenna. Los muy cabrones no te dejan ver nada. Imagino que es una feliz idea de Grelier.
—No creas que es mi único enemigo.
—Puede que no, pero apostaría a que ha tenido bastante que ver en todo esto. —La frente de Quaiche estaba perlada con gotas de sudor condensadas en gravedad cero. Se la secó con el dorso de la mano—. Es todo culpa mía.
—¿Dónde estás tú?
La pregunta le sorprendió.
—Estoy flotando a tu lado. Creía que oías mi voz a través de la armadura.
—Lo único que oigo es tu voz en mi cabeza. Suenas muy, muy lejos. Tengo miedo, Horris. No sé si podré soportarlo.
—No estás sola —dijo—. Estoy contigo. Probablemente estés más segura ahí dentro que fuera. Lo único que tienes que hacer es aguantar. Estaremos en casa, a salvo, en unas pocas semanas.
La voz de Morwenna tenía ahora un tono desesperado.
—¿Unas pocas semanas? Lo dices como si no fuera nada.
—Quiero decir que es mejor que años y años. ¡Oh, por Dios, Morwenna! Lo siento mucho. Te prometo que te sacaré de ahí. —Quaiche retorció los ojos de dolor.
—¿Horris?
—¿Sí? —replicó entre lágrimas.
—Por favor, no me dejes en esta cosa.
—Morwenna —le dijo un poco más tarde—, escucha con atención. Tengo que dejarte ahora. Me voy al puesto de mando. Tengo que revisar nuestro estatus.
—No quiero que te vayas.
—Seguirás oyendo mi voz. Tengo que hacer esto, Morwenna. Es imprescindible. Si no, ninguno de los dos tendrá un futuro en el que pensar.
—Horris…
Pero ya se estaba alejando. Se apartó de la arqueta de desaceleración y del sarcófago, atravesando el compartimento para alcanzar las agarraderas acolchadas de la pared. Comenzó a desplazarse hacia la estrecha escalerilla que conducía al puesto de mando, tirando de sí poniendo una mano tras otra. Quaiche nunca había desarrollado un gusto especial por la ingravidez, pero el casco alargado como una aguja de la nave de exploración era demasiado pequeño para la gravedad centrífuga. Mejoraría cuando estuvieran de nuevo en marcha, ya que entonces tendría la impresión de que había gravedad gracias a los motores de la
Dominatrix
.
Bajo circunstancias más agradables, estaría disfrutando el repentino aislamiento, alejado del resto de la tripulación. Morwenna no lo había acompañado en la mayoría de excursiones anteriores, pero aunque la echara de menos, normalmente se deleitaba en la soledad impuesta por estos períodos fuera de la
Ascensión Gnóstica
. No es que fuera precisamente antisocial; pero la verdad es que durante su época entre la cultura humana establecida, Quaiche nunca había sido de los más gregarios, aunque se había rodeado de un puñado de sólidas amistades. Siempre había tenido amantes, algunas extrañas, exóticas, o, como en el caso de Morwenna, obviamente peligrosas. Pero el ambiente en la nave de Jasmina era tan abrumadoramente claustrofóbico, tan empalagosamente saturado, con la neblina cargada de feromonas, intrigas y paranoias, que a veces añoraba la dura simplicidad de una nave y una misión.
En consecuencia la
Dominatrix
y la diminuta nave de exploración que contenía se habían convertido en su imperio privado dentro del gran dominio de la
Ascensión
. La nave lo agasajaba, anticipándose a sus deseos con la avidez de una cortesana. Mientras más tiempo pasaba allí, más aprendía sobre sus gustos y manías. Hacía sonar música que no solo se ajustaba a su estado de ánimo, sino que estaba calibrada para alejarlo de los peligrosos extremos de la mórbida autorreflexión o la descuidada euforia. Le preparaba las comidas que nunca lograba convencer al sintetizador de alimentos de la
Ascensión
que le hiciera y parecía capaz de deleitarlo y sorprenderlo cuando sospechaba que había agotado sus lecturas. Sabía cuándo necesitaba dormir y cuándo necesitaba momentos de actividad febril. Lo entretenía con cuentos cuando estaba aburrido y simulaba pequeñas crisis cuando daba muestras de autocomplacencia. De vez en cuando, Quaiche pensaba que al conocerlo la nave tan bien, de alguna forma se había prolongado en ella, impregnando los sistemas de la máquina. La fusión incluso se había producido a nivel biológico. Los ultras hacían lo posible por esterilizarla cada vez que regresaba a la bodega en el vientre de la
Ascensión
, pero Quaiche sabía que la nave olía ahora de forma diferente a la primera vez que había subido a bordo. Olía a los lugares en los que había vivido.