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Authors: Jorge Baron Biza

Tags: #Drama, Relato

El desierto y su semilla (2 page)

BOOK: El desierto y su semilla
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Regresé a la guardia a las dos horas. Eligia dormitaba con un gesto de perplejidad. De tanto en tanto emitía un estertor profundo, involuntario, cansado de sí mismo. Le pregunté qué necesitaba: «Nada. Cuidáte», suspiró.

Sobre Arón no hizo ningún comentario. Las quemaduras se fueron oscureciendo hacia un púrpura muy señorial, grandes zonas centrales en las que una materia grave se espesaba. Más allá del púrpura, circulaba por los límites de las quemaduras un amarillo tenue y escaso ante la imponencia del color central. El dolor agitaba signos para conquistar su autonomía en el cuerpo de Eligia, como el placer seguramente también se había independizado en tiempos mejores. Pero en tanto que los placeres de Eligia habían actuado en su cuerpo con desenvoltura y claridad, el dolor llegaba con torpeza, y no sabía o no quería separar claramente las partes sanas de las partes quemadas: mezclaba lo intacto con lo herido para ostentar mejor —por confusión— los daños que producía.

A la mañana siguiente, ya instalados en un cuarto del sanatorio, un familiar me dijo que la policía había forzado la puerta del departamento de Arón y lo había hallado con un balazo en la cabeza: «¡Mejor! No tenía carácter para estar preso», comentó.

—Mira que estuvo adentro muchas veces.

Yo era el único que había vivido con Arón durante sus últimos años y sabía que este final era inevitable. Mientras moraba con él, sentí rechazo por sus violencias, cada día mayores, y sus novelas, que yo consideraba cursis —ni siquiera intenté leer la última, que escribió poco antes de matarse— pero también sentía de manera inevitable cierta admiración por su coraje en la pelea, su disposición a jugarse entero, hasta la vida, en cualquier momento. Todos hablaban con respeto de su proverbial temeridad, incluso los que habían sufrido sus furias. Cuando me dijeron que se había suicidado, tuve un gesto equivalente a la reverencia por el guerrero caído en su ley, aunque estaba horrorizado por su agresión. También me invadió la pregunta que nos asalta siempre cuando se suicida alguien que conocemos bien: hasta dónde y cómo fuimos cómplices. Me obligué a abandonar esa inquietud en seguida; intuí la amenaza del ejemplo, la idea sencilla y equilibradora de una corrección con otro balazo.

No yo: al irme a vivir con Arón aprendí a conocerlo mejor que en los años anteriores, de constantes mudanzas, reconciliaciones y nuevos alejamientos de la pareja. En nuestros últimos cuatro años empeoró día a día. Mi desprecio se volvió más intenso, pero se deslizaba siempre sobre un fondo de asombro. Decidí rehacerme por oposición, ser todo lo contrario: nada de violencia, nada de resentimiento, nada de ira. Como no me sentía un santo, practiqué la apatía desde muy temprano.

Después de la visita del familiar a la clínica, llegó a nuestro cuarto el médico jefe. Tenía un falso aspecto enérgico. Se sentó en una silla y contempló en silencio y muy largamente a Eligia, que le devolvía breves miradas esperanzadas. El doctor ejerció primero una contemplación pasiva, enfundado en su guardapolvo almidonado y con iniciales bordadas. Finalmente, sus ojos se cargaron de preguntas imperiosas, como si quisiera extraer un sentido de ese paisaje de dolor y no lo consiguiese.

—¿Cómo funciona su estómago? —preguntó, mientras escrutaba la planilla adherida a una tabla de madera que le ofrecía una enfermera.

—Bien.

Por el efecto de los calmantes, Eligia le respondió con voz pastosa, pero firme.

—Es muy importante. Hay que cuidarlo mucho. Es allí donde se forman las sustancias nutricias que van a reparar el daño… Yogures más abundantes, licuados de fruta, y suplementos de vitaminas —agregó dirigiéndose a la enfermera.

—Eligia siempre tuvo salud de hierro —intervine yo.

—Quiero que la lavé cuatro veces cada día con un preparado —dijo después de mirarme con penetración—. Son unas aguas minerales con azufre, cobre, arsénico y otros elementos. Hay que frenar esa desintegración —señaló con temor una gasa que se había humedecido con las supuraciones—. Hay que ofrecer, para que la Naturaleza pueda restaurar. Esos lavajes la van a poner otra vez en contacto con los elementos originarios. Además, de noche, abra la ventana y deje que la luz de las estrellas y la Luna la bañe también… ¿Usted qué parentesco tiene con la paciente?

—Doctor, no creo que llegue mucha luz de estrellas hasta aquí. Si abro, van a entrar hollín y algunos lamentos desde otros cuartos.

—¿Eh?… Nunca va a entender.

—Es cierto que estrellas no —dijo Eligia—, pero la Luna… Anoche me desperté… y había un poco de resplandor.

—Eligia —le dije cuando el médico hubo partido—, ¡una persona razonable como vos! No me desilusionés. Se empieza con la Luna y se termina como Arón.

—¿Una persona razonable? —me contestó con una voz que se le debilitaba—. Eso no tiene sentido…

Su voz gangosa y somnolienta pareció hundirse en sí misma.

—…sólo tenía sentido antes…

—¿Antes de qué?

Pero Eligia no contestó.

Al día siguiente comenzaron a tratarla. «El ácido es muy especial», me dijo el médico después de la primera cura en el quirófano, cuando me encontró en la salita de recuperación, aunque no parecía dirigirse a mí, sino a una audiencia invisible.

—No nos llegan muchas quemaduras de ésas —hablaba sin prisa—. Por ahora no se puede injertar; hay que ir quitando cada día la carne necrosada, hasta que el ácido se aplaque. No crea que me gusta hacerlo. Es un proceso de exposición de lo interno, una impudicia. Las quemaduras de fuego nos permiten tapar en seguida; cuanto antes se tape todo, mejor: la naturaleza retorna sola a sus cauces sensatos. Usted sabe, en nuestro país todo se cura naturalmente, sin mucha intervención de nadie. En el caso de ella, no voy a poder dormir hasta que le coloque injertos y cubra todo ese delirio.

—¿Cuánto dura el proceso?

—No sé. Pero hay que estar muy seguro de que el ácido haya perdido su poder; si no, el injerto no se irriga, no se produce hemostasis.

—Pero, más o menos…

—Yo, para estar bien seguro, esperaría unos veinte días, a lo mejor quince, depende… Después de ese período, colocar los injertos va a llevar unos meses. ¡Qué profesión, la mía! —se recostó sobre una pared y miró al vacío—. La incertidumbre es la maldición de esta especialidad.

Cuando volvió del quirófano, a Eligia le faltaba parte de las mejillas y tenía vendadas las dos manos. En la cama, se las ataron a unos soportes; el médico no quería que se tocase la cara, ni siquiera en sueños.

Así empezó la imposibilidad de Eligia de asistirse por sus propios medios. Las enfermeras se ocuparon de servirla con eficiencia. Alguien había retirado el espejo del baño y —al atarle las manos— la privaron también de la perspectiva que, desde su tacto, podía construirse de ella misma. A partir de ese momento, sólo conoció lo que ocurría en su cuerpo a través de su imaginación, que se alimentaba con palabras sueltas que escuchaba a los que la asistían.

Del fondo de las mejillas de Eligia se desprendía a lapsos irregulares un arroyito de sangre o exudado, que sólo era perceptible cuando llegaba a la sábana, porque sobre su carne sin piel y brillante el líquido no se distinguía, de modo que yo vigilaba con mucha atención para descubrir por dónde se escurría, y enjugarlo antes de que manchase la sábana inmaculada. Para mí, el afán por evitar que las sábanas se manchasen se convirtió en una obsesión. Si fracasaba, la mancha se expandía sobre la tela, antes de tornarse parda y detenerse. Trataba de lavar la huella por mis medios, pero sólo conseguía emborronar más aquella sangre ya seca. Entonces, no me sentía en paz hasta que cambiaban la ropa de cama; percibía como una falla grave esa presencia de la mancha.

Durante las primeras semanas, nada fue estable en su carne. Mientras algunos sectores de su cara se vaciaban, otros se hinchaban como frutos inciertos que parecían nacer maduros, prometiendo algún jugo succionado de los vacíos cavernosos que se empezaban a abrir cerca de esos extraños florecimientos. Yo procuraba echar miradas esperanzadas sobre estas formaciones, pero con el transcurrir de los días me resultó cada vez más difícil, porque lo que hoy prometía ser una manzana en la mejilla, mañana se transformaba en una pera roja, y al día siguiente en una frutilla inmensa. Su cuerpo se convertía en un ritmo de vacíos y tensiones. Esta capacidad de transformación de la carne me sumió en el desconcierto. Traté de proyectar algo fructífero sobre lo que veía, pero mi tranquilidad sólo llegó cuando acepté todo lo que ocurriera como incomprensible y regenerador, fuerza que renovaba el tiempo y la materia cada vez que Eligia volvía del quirófano mostrando frutos completamente distintos, que yo ya sabía que no eran promesas dirigidas a una maduración.

Tuve la vaga sensación de haber visto algo parecido a esa superposición de frutos y cara en algunas imágenes de arte. Pero ahora era testigo involuntario de los caprichos de una sustancia torpe y descontrolada que no se molestaba en borrar o pulir sus propios esbozos.

Transcurrieron quince días. La parte anterior del cuello se fue acortando poco a poco. Yo acomodaba las almohadas para que los chamuscados tendones no tironeasen. La cara y el cuerpo quedaron juntos pero sin conexión, como si un capricho eventual los hubiese reunido.

Lo insólito ocurría en las mejillas. La ablación parcial dejaba rebordes de carne que aumentaban la hondura de las cavidades, en donde el borbotón de los colores ofrecía una falsa sensación exuberante, pintura feroz realizada por un artista embriagado de sus poderes.

En el fondo de los pozos que cavaban los médicos, reaparecían cada mañana, después del quirófano, los colores alegres del primer día, los colores de las heridas frescas, que delataban vida y prometían curación. Al comienzo, pude creer que aquel incendio tenía una belleza armónica: los tonos se definían recíprocamente por complementos o vecindades. Algunas zonas tomaban el mismo valor de saturación, pero cuando había diferencias de intensidad, se compensaban, de manera que a un púrpura muy intenso lo rodeaba un violeta desvalido. Si dos manchas se desequilibraban hasta que predominase un tono sobre otro, en la próxima curación la situación se invertía.Como las zonas de color se escondían en las cavernas que abrían los médicos, estudiaba de cerca los abismos de las mejillas para observar su evolución y desear que de esas pinceladas rebrotase la armonía. Así me introduje en los secretos del espacio negativo, la hornacina sin tallas ni estatuas. Allí las heridas tenían vida propia y retirada, escondidas por los gruesos rebordes. Esos rebordes, y la concavidad que circundaban, formaron un espacio cada vez más profundo, en el fondo del cual cada punto parecía pronto a estallar de energía vital por la fuerza que surgía de la piel herida, renovada constantemente por el bisturí. El descarne cotidiano generaba una vida diferente, ajena al cuerpo y a los cuidados, origen autónomo de la sustancia orgánica liberada de toda regularidad. La laboriosidad del caos plaga.

Este florecer estrafalario cesó por causa de las rocas. Después de las dos semanas empleadas en remover las necrosis, le aplicaron los primeros, apresurados injertos. El ritmo de las intervenciones quirúrgicas se calmó, y las idas al quirófano se espaciaron más y más en los tres meses siguientes. Eligia dejó de ser brillante y se tiñó de una costra oscura y opaca. El tiempo de los colores había pasado y llegaba el tiempo de las formas. Sobre la piel se dibujaron líneas que se extendían por caminos inesperados. Las corrientes de ácido se manifestaron con taimado retraso, moldeándose sobre la carne, erosionándola, transmutando la vida en geología, no una geología sedimentaria y horizontal, sino un trazo de la actividad volcánica, que aparecía ya enfriada y con pretensiones de eternidad, estable, fija e inexpresiva como el desierto.

El exterior había cobrado una importancia que rivalizaba con el interior. Ya no se modelaba en Eligia una forma apoyada sobre los huesos, sino que un nuevo principio estructurante competía tironeando desde la superficie. Los músculos se adaptaban a un sistema de leyes en el que las tensiones de la piel y los relajamientos de las cicatrices contaban tanto o más que las articulaciones y los apoyos firmes, como si al quedar descarnados, los huesos hubiesen perdido parte de su eficacia formal y tuviesen que competir con los injertos por el modelado del cuerpo.

En aquel día de la agresión, el ácido había llegado a la cara de Eligia de abajo a arriba: se había puesto de pie con sus consejeros jurídicos, convencida de que la entrevista con Arón había terminado, todavía temerosa, pero con la esperanza de haber resuelto el problema definitivamente —todo estaba arreglado, ahora sí el divorcio después de tantos años—. Arón permaneció sentado y sonriente, sirviéndose de una jarra un líquido que parecía agua. Las marcas del ácido quedaron, entonces, orientadas de una manera que contradecían la ley de gravedad.

La transformación de la carne en roca tapó los colores brillantes. Comprendí que, para mí, había terminado la ilusión de las metáforas. El ataque de Arón convertía todo el cuerpo de Eligia en una sola negación, sobre la que no era fácil construir sentidos figurados. La fertilidad del caos la abandonó. Sólo con el transcurso de los meses pude comprender esto en su acepción completa, y más adelante supe cómo la imposibilidad de ver metáforas en su carne se convertía para mí en imposibilidad de pensar metáforas para mis sentimientos.

Los frutos de cada día dejaron de madurar. Una rigidez general invadió la cara de Eligia; las protuberancias se estabilizaron en una superficie lunar inexpresiva. Pero con la rigidez, las cavernas y los vacíos tomaron un nuevo sentido: la carne petrificada confirió a los rasgos una quietud que permitía que se dedujesen relaciones entre una forma y otra. Con las relaciones fijas, renació en mí la pedantería de las certezas y las perspectivas, que me permitían analizar la situación desde un punto de vista puramente espacial e impersonal evitando que me asaltasen meditaciones sentimentales. Realicé mis observaciones sobre una base abstracta, fijando mi atención, no en la mano que impulsó el ácido ni en el sufrimiento de la víctima, no en el odio o el amor que habían motivado la agresión, sino en las relaciones espaciales de la cara de Eligia. Si era preciso, desmenuzaba con el ojo la piel quemada hasta llegar a fragmentos tan pequeños que en ellos se perdía el sentido humano de lo que ocurría. En estos espacios minúsculos centraba mi atención y construía con ellos relaciones con las que trataba de explicarme lo que estaba ocurriendo.

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