El Día Del Juicio Mortal (2 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: El Día Del Juicio Mortal
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—Jamás lo habría imaginado —dije, forzando la sonrisa. Personalmente opinaba que Jannalynn no era digna de Sam.

Por supuesto, me reservé mi opinión. Invernaderos, piedras, ya se sabe. Yo salía con un vampiro cuya lista negra superaba a buen seguro la de Jannalynn, ya que Eric superaba los mil años. En uno de esos terribles momentos que sobrevienen de vez en cuando, me di cuenta de que todos los hombres con los que había salido, si bien escasos en número, eran unos asesinos.

Yo también lo era.

Tuve que sacudirme esos pensamientos o acabaría presa de la melancolía toda la tarde.

—¿Me puedes dar un nombre y el número de la tienda? — Ojalá aceptasen desplazarse a Bon Temps. Me veía alquilando una furgoneta para llevar todo el contenido de mi desván a Shreveport.

—Sí, lo tengo en el despacho —dijo Sam—. Hace poco hablé con Brenda, la dueña de la mitad del negocio, sobre comprar algo especial por el cumpleaños de Jannalynn. Está al caer. Se llama Brenda, Brenda Hesterman. Me llamó esta mañana para decirme que tiene algunas cosas para que les eche un vistazo.

—¿Crees que podríamos ir mañana? —sugerí—. Tengo el salón desbordado de cosas y algunas cajas las he tenido que sacar al porche. No hará buen tiempo siempre.

—¿Crees que Jason se quedará con algo? —preguntó Sam comedidamente—. Vamos, entiendo que son cosas familiares.

—El mes pasado se quedó con una mesa camilla —dije —. Pero supongo que debería preguntarle. —Medité al respecto. La casa y sus contenidos eran míos, ya que la abuela me había legado la propiedad. Hmmm. Bueno, lo primero es lo primero —. Veamos si la señora Hesterman quiere echar un vistazo. Si hay algo de valor, puede que lo piense.

—Vale —dijo Sam—. Suena bien. ¿Paso a recogerte a las diez?

Era un poco temprano para estar lista, ya que hoy me tocaba el turno de noche, pero accedí.

Sam parecía satisfecho.

—Puedes darme tu opinión sobre lo que me enseñe Brenda. Me vendrá bien contar con una opinión femenina. — Se pasó los dedos por el pelo que, como de costumbre, era un desastre. Hace meses, se lo cortó mucho y ahora estaba en una extraña etapa de crecimiento y vuelta a su ser. Tiene un color bonito, una especie de rubio con toques de fresa, pero como es rizado parecía costarle adoptar una dirección concreta. Reprimí la tentación de sacar un peine y arreglar ese desastre. Son cosas que una empleada no puede hacer con la cabeza de su jefe.

Kennedy Keyes y Danny Prideaux, que trabajaban para Sam a media jornada como sustituía en la barra y portero respectivamente, entraron y se sentaron en sendos taburetes vacíos. Kennedy es preciosa. Acabó finalista en el concurso de Miss Luisiana hace algunos años y no ha perdido su atractivo de reina de la belleza. Su pelo es castaño, denso y brillante, con unas puntas que nunca se abren. Se maquilla meticulosamente. Se hace la manicura y la pedicura regularmente. No se compraría la ropa en el Wal-Mart aunque su vida dependiese de ello.

Años atrás, su futuro, que debería haber incluido un matrimonio en un club de campo del condado de al lado y una cuantiosa herencia, se descarriló cuando cumplió una condena por homicidio involuntario.

Al igual que casi todos mis conocidos, opinaba que el novio se lo merecía, especialmente después de ver las fotos de medio cuerpo de ella, con los cardenales negros y azules surcándole toda la cara. Si bien confesó haberle disparado cuando llamó al 911, la familia de Kennedy gozaba de cierta influencia y le ahorró la condena a muerte. Consiguió una condena leve y una reducción por buen comportamiento tras pasar una temporada enseñando modales y buenas costumbres de aseo a sus compañeras de reclusión. Poco a poco, Kennedy cumplió la condena. Al salir libre, alquiló un pequeño apartamento en Bon Temps, donde vivía su tía, Marcia Albanese. Sam le ofreció el puesto al poco de conocerla y ella lo aceptó en el acto.

—Hola, tío —dijo Danny a Sam—. ¿Nos pones dos mojitos?

Sam sacó la menta de la nevera y se puso a preparar la bebida. Le pasé unas rodajas de lima cuando las copas estuvieron casi listas.

—¿Qué plan tenéis esta noche? —les pregunté —. Kennedy, estás preciosa.

—¡He conseguido perder cinco kilos! —dijo. Cuando Sam les sirvió las bebidas, escenificó un brindis hacia Danny—. ¡Por mi antigua figura! ¡Ojalá que pronto la recupere!

Danny sacudió la cabeza y exclamó:

—¡Eh! No te hace falta hacer nada para estar preciosa. —Tuve que dejarlos solos para no ponerme sentimental. Danny era un tipo duro que no podía haber nacido en un entorno más diferente que el de Kennedy (la única experiencia que habían tenido en común era la cárcel), pero vaya, estaba coladito por ella. Percibía su amor desde donde estaba. No hacía falta ser telépata para notar la devoción de Danny.

Todavía no habíamos corrido las cortinas de la ventana delantera, y cuando me di cuenta de que había oscurecido, me dispuse a ello. A pesar de observar el oscuro aparcamiento desde el luminoso bar, había algunas luces en el exterior y noté que algo se movía, y era muy rápido. Venía hacia el bar. Apenas tuve un segundo para extrañarme y entonces atisbé una llama.

—¡Al suelo! —grité, pero la palabra no había terminado de salir de mi boca cuando una botella incendiaria rompió el cristal y se estrelló sobre una mesa vacía, rompiendo el servilletero y arrojando el salero y el pimentero. Las servilletas empezaron a arder en el punto de impacto y volaron hacia el suelo, las sillas y las personas. La propia mesa se convirtió en una bola de fuego casi instantáneamente.

Danny reaccionó más rápido de lo que jamás había visto a un ser humano. Arrancó a Kennedy del taburete, levantó la portezuela de la barra y la cobijó debajo. Se produjo un efímero atasco cuando Sam, que se movía aún más rápido, se hizo con el extintor de la pared e intentó saltar la barra para rociar el foco del incendio.

Sentí que el corazón se me desbocaba y comprobé que una de las servilletas había prendido mi delantal. Me avergüenza admitir que empecé a chillar. Sam se giró para rociarme con el extintor y volvió a centrarse en las llamas. Los clientes también gritaban, esquivando llamas, corriendo hacia el pasillo que conducía a los aseos y el despacho de Sam, hasta la salida trasera que daba al aparcamiento. Una de nuestras clientas fijas, Jane Bodehouse, sangraba profusamente, la mano apretada contra el cráneo magullado. Había estado cerca de la ventana, que no era su lugar habitual en el bar, así que imaginé que se había cortado con los cristales rotos. Jane trastabilló y se habría caído si no la hubiese cogido del brazo.

—Ve por ahí —le grité al oído y la empujé en la dirección correcta. Sam estaba luchando por extinguir el foco más intenso, apuntando con el extintor a su base como mandan los cánones, pero las servilletas que habían salido volando estaban provocando más focos secundarios. Cogí las jarras de agua y de té de la barra y empecé a rociar metódicamente las llamas del suelo. Las jarras estaban llenas y conseguí vaciarlas con gran eficiencia.

Una de las cortinas estaba ardiendo. Avancé tres pasos, apunté con cuidado y arrojé el té que me quedaba. La llama no pareció verse muy afectada. Cogí un vaso de agua de una de las mesas y me acerqué al fuego más de lo que me hubiera gustado. Sin dejar de dar respingos, vertí el líquido por la cortina en llamas. Noté calor a mi espalda y un olor repugnante. Una poderosa ráfaga química me provocó una extraña sensación en la espalda. Me giré para averiguar de qué se trataba y vi a Sam dando vueltas con el extintor.

Me encontré mirando la cocina desde el pasa-platos. Antoine, el cocinero, estaba apagando todos los aparatos. Chico listo. Podía oír el camión de bomberos en la distancia, pero estaba demasiado ocupada lidiando con las llamas que iban aflorando como para sentirme aliviada. Mis ojos, anegados de lágrimas por el humo y los productos químicos, miraban frenéticamente en todas direcciones en busca de conatos de incendio mientras la tos se apoderaba de mis pulmones. Sam había corrido a su despacho en busca del segundo extintor y ya estaba de vuelta con el artilugio preparado. Intercambiamos posiciones, listos para saltar a la acción a la mínima llama.

Ninguno de los dos vio nada.

Sam lanzó otra descarga a la botella que había originado el incendio y luego dejó el extintor en el suelo. Se inclinó, apoyando las manos en los muslos con la respiración entrecortada. El también empezó a toser. Al cabo de un segundo, se acuclilló sobre la botella.

—No la toques —le dije precipitadamente y su mano se paralizó en el aire.

—Claro que no —contestó, burlándose de sí mismo, y se incorporó — . ¿Pudiste ver quién la lanzó?

—No —admití. Éramos los únicos que quedábamos en el bar. El camión de bomberos cada vez estaba más cerca, así que sabía que apenas nos quedaba un minuto para hablar a solas—. Puede que hayan sido los mismos que se manifestaron en el aparcamiento, aunque no sabía que los de la congregación se divertían con bombas incendiarias. —No todo el mundo en la zona estaba contento con la confirmación de la existencia de criaturas como los hombres lobo y demás cambiantes después de la Gran Revelación, y la Inmaculada Palabra del Tabernáculo de Clarice había enviado a algunos de sus miembros para manifestarse delante del Merlotte’s de vez en cuando.

—Sookie —dijo Sam—. Lamento lo de tu pelo.

—¿Qué le pasa? —pregunté, llevándome la mano a la cabeza. La conmoción empezaba a coger cuerpo.

—Se te ha chamuscado la punta de la coleta —dijo y se sentó de repente. No parecía mala idea.

—Así que eso era lo que olía tan mal —señalé, derrumbándome en el suelo, junto a él. Teníamos la espalda apoyada en la base de la barra, ya que los taburetes habían quedado esparcidos por todas partes en el frenesí previo. Se me había quemado el pelo. Noté cómo las lágrimas surcaban mis mejillas. Sabía que era una estupidez, pero no podía evitarlo.

Sam me cogió con fuerza de la mano, y aún estábamos así cuando los bomberos irrumpieron en el local. A pesar de que el Merlotte’s está fuera de los límites de la ciudad, recibimos servicio de los bomberos de la misma, aunque no de los voluntarios.

—No creo que vayáis a necesitar la manguera —explicó Sam—. Creo que está apagado. —Estaba ansioso por evitarle más daños al bar.

Truman La Salle, el jefe del destacamento, dijo:

—¿Necesitáis asistencia médica? —Pero su mirada decía otra cosa y sus palabras sonaban vacías.

—Estoy bien —contesté, tras mirar a Sam—, pero Jane está ahí fuera con un corte en la cabeza. ¿Sam?

—Creo que me he quemado un poco la mano derecha —indicó, apretando la boca como si acabara de percatarse del dolor. Me soltó para frotarse la mano y su respingo fue de lo más revelador.

—Tienes que curarte eso —aconsejé—. Las quemaduras duelen como el demonio.

—Sí, ya lo veo —dijo, cerrando los ojos con fuerza.

Bud Dearborn entró tan pronto como Truman gritó su visto bueno. El sheriff debía de estar acostado, porque su aspecto rezumaba improvisación y le faltaba el sombrero, una parte indispensable de su vestuario. El sheriff ya rondaría los cincuenta largos, y aparentaba cada minuto de todos ellos. Siempre me pareció un pekinés. Ahora parecía un pekinés gris. Se pasó varios minutos recorriendo el bar, cuidando donde pisaba, casi husmeando el desaguisado. Finalmente pareció satisfecho y se puso ante mí.

—¿En qué os habéis metido ahora? —preguntó.

—Alguien ha lanzado una botella incendiaria por la ventana —dije—. Nada que ver conmigo. —Estaba demasiado conmocionada para mostrar enfado.

—¿Iban a por ti, Sam? —inquirió el sheriff. Se alejó sin esperar una respuesta.

Sam se levantó trabajosamente y se volvió para tenderme su mano izquierda. La agarré y él tiró. Dado que Sam es más fuerte de lo que parece, me incorporé en un suspiro.

El tiempo se detuvo durante unos minutos. Tenía que pensar que quizá estuviese un poco conmocionada.

Cuando el sheriff Dearborn completó su lento pero minucioso registro del bar, volvió con nosotros.

Para entonces, ya teníamos otro sheriff con el que lidiar.

Eric Northman, mi novio y sheriff vampiro de la Zona Cinco, que comprendía Bon Temps, atravesó la puerta tan deprisa que, para cuando Bud y Truman se dieron cuenta de su presencia, saltaron del susto y pensé que Bud desenfundaría su arma. Eric me agarró de los hombros y se inclinó para mirarme fijamente a la cara.

—¿Estás herida? —exigió saber.

Sentí que su preocupación me permitía prescindir de mi máscara de entereza. Noté una lágrima deslizarse por mi mejilla. Sólo una.

—Se me ha prendido el delantal, pero creo que mis piernas están bien —dije, esforzándome al máximo para sonar tranquila—. Sólo he perdido un poco de pelo. No me ha ido tan mal. Bud, Truman, no recuerdo si conocéis a mi novio, Eric Northman, de Shreveport. —Había varios hechos dudosos en esa afirmación.

—¿Cómo supo que había un problema aquí, señor Northman? —preguntó Truman.

—Sookie me llamó con su móvil —respondió Eric. Era mentira, pero no tenía ganas de explicar mi vínculo de sangre a un sheriff y a un jefe de bomberos, y Eric jamás revelaría esa información a unos humanos.

Una de las cosas más maravillosas y espantosas de que Eric me amase era que le importaba una mierda el resto del mundo. Le daban igual los desperfectos del bar, las quemaduras de Sam y la presencia de los bomberos y la policía (que no lo perdían de vista en ningún momento) que inspeccionaban el edificio.

Eric me rodeó para evaluar la situación. Al cabo de un largo instante, dijo:

—Voy a mirarte las piernas. Después encontraremos a un médico y a una esteticista. —Su voz era absolutamente fría y controlada, pero yo sabía que su ira era un volcán contenido. Lo noté gracias a nuestro vínculo, igual que él había sabido de mí peligro por mi miedo y malestar.

—Cielo, tenemos otras cosas en las que pensar —indiqué, forzándome a sonreír y a sonar tranquila. Un rincón de mi mente visualizó una ambulancia rosa frenando bruscamente en el exterior para descargar un contingente de esteticistas con sus maletines de tijeras, peines y laca para el pelo —. Arreglar un poco de pelo quemado puede esperar hasta mañana. Es mucho más importante descubrir quién ha hecho esto y por qué.

Eric lanzó una dura mirada a Sam, como si fuese responsable del ataque.

—Sí, su bar es mucho más importante que tu seguridad y bienestar —dijo. Sam se quedó pasmado ante tal increpación y un conato de enfado empezó a prender en su rostro.

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