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Authors: Charlaine Harris

El Día Del Juicio Mortal (5 page)

BOOK: El Día Del Juicio Mortal
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Intenté convencerme de que no era problema mío, pero tenía la desagradable sensación de que sí lo era, y que esto iba para largo.

Claude y Dermot entraron por detrás un segundo más tarde, husmeando el aire ostentosamente.

—Huele a humo y a vampiros —anunció Claude, poniendo los ojos en blanco exageradamente—. Y tu cocina tiene el aspecto de que haya entrado un oso en busca de miel.

—No sé cómo lo soportas —señaló Dermot—. Huelen agridulce. No sé si me gusta o lo odio. —Sostuvo su mano sobre la nariz dramáticamente—. ¿Noto un rastro de pelo quemado?

—Chicos, calmaos —pedí, agotada. Les relaté una versión resumida del ataque al Merlotte’s y la pelea en la cocina—. Así que limitaos a darme un abrazo y dejad que me vaya a la cama sin más comentarios sobre vampiros —añadí.

—¿Quieres que durmamos contigo, sobrina? —preguntó Dermot con esa forma tan florida y típica de las viejas hadas, las que no pasan tanto tiempo con humanos. La cercanía entre hadas es tranquilizadora a la par que curativa. Incluso con la poca sangre feérica que corría por mis venas, la proximidad de Claude y Dermot se me antojaba reconfortante. No me había dado cuenta de ello la vez que conocí a Claude y su hermana Claudine, pero cuanto más los conocía y más contacto físico tenía con ellos, mejor me sentía en su proximidad. Cuando mi bisabuelo Niall me abrazaba, sentía amor en estado puro. Al margen de lo que hiciera o por muy dudosas que fuesen sus decisiones, volvía a sentir esa oleada de amor cada vez que estaba cerca. Lamenté fugazmente que quizá no volvería a verlo, pero tampoco me quedaban energías emocionales en la reserva.

—Gracias, Dermot, pero creo que dormiré sola esta noche. Que durmáis bien.

—Igualmente, Sookie —me dijo Claude. La cordialidad de Dermot se estaba contagiando a mi primo cascarrabias.

Una llamada a la puerta me despertó a la mañana siguiente. Legañosa y con el pelo hecho un desastre, atravesé el salón y miré por la mirilla. Era Sam.

Abrí la puerta y lo recibí con un bostezo.

—Sam, ¿en qué puedo ayudarte? Adelante, pasa.

No pudo evitar dejar escapar una mirada al desorden del salón y vi que no conseguía contener una sonrisa.

—¿No habíamos quedado para ir a Shreveport? —preguntó.

—¡Ay, Dios mío! —De repente me sentía mucho más despejada—. Lo último que pensé anoche, antes de acostarme, era que no podrías ir por lo del incendio. ¿Puedes? ¿De verdad te apetece?

—Sí. El jefe de bomberos ha hablado con mi aseguradora y ya han empezado con el papeleo. Mientras, Danny y yo hemos sacado la mesa y las sillas quemadas; Terry ha estado ocupándose del suelo y Antoine ha comprobado que la cocina esté bien. Ya me he asegurado de comprar más extintores. —Por un largo instante, su sonrisa flaqueó—. Si es que me queda algún cliente al que servir. No creo que mucha gente tenga ganas de venir al Merlotte’s si piensa que puede correr el riesgo de que la incineren.

No podía culpar a nadie por pensar así. El incidente de la noche anterior no había sido tampoco el detonante del bajón, en absoluto. Podría acelerar el declive del negocio de Sam, eso sí.

—Pues tendrán que atrapar al responsable, sea quien sea —dije. Intentaba sonar positiva—. Así, la gente sabrá que vuelve a ser seguro y volverás a tener a tus parroquianos.

En ese momento bajó Claude por la escalera con aire hosco.

—Cuánto ruido hay aquí abajo —murmuró mientras pasaba hacia el cuarto de baño del pasillo. Incluso andando con los hombros caídos con unos vaqueros viejos, Claude destilaba una gracia que llamaba la atención sobre su belleza. Sam dejó escapar un suspiro inconsciente y agitó la cabeza levemente mientras su mirada seguía a Claude, que se deslizaba por el pasillo como si tuviese unos cojinetes en las articulaciones de la cadera.

—Eh —dije tras oír que cerraba la puerta—. ¡Sam! No tiene nada que tú no tengas.

—Algunos tíos… —empezó, azorado, pero se detuvo—. Ah, olvídalo.

No podía, por supuesto, no cuando sabía directamente por las proyecciones de su mente que se sentía, no exactamente celoso, sino más bien pesaroso por la atracción física de Claude, a pesar de saber muy bien que mi primo era un coñazo.

Llevo leyendo la mente de los hombres desde hace años y se parecen más a las mujeres de lo que cabría esperar, en serio, a menos que salga el tema de los coches ranchera. Iba a decirle que era muy atractivo, que las mujeres del bar cuchicheaban sobre él más de lo que se imaginaba; pero al final mantuve la boca cerrada. Debía dejarle en la intimidad de sus propios pensamientos. Debido a su naturaleza cambiante, la mayor parte de las cosas que había en la cabeza de Sam se quedaban en la cabeza de Sam… más o menos. Yo podía captar un pensamiento vago, un sentir general, pero rara vez nada específico.

—Ven, prepararé un poco de café —dije, y al entrar en la cocina, seguida de cerca por Sam, frené en seco. Había olvidado la pelea de anoche.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Sam —. ¿Esto es cosa de Claude? —dijo, mirando a su alrededor, consternado.

—No, fueron Eric y Pam —contesté —. Oh, estos zombis. —Sam me miró extrañado y yo me reí y empecé a recoger cosas. Estaba abreviando una de las maldiciones de Pam, porque no estaba tan asustada.

No podía evitar pensar que habría sido realmente agradable por parte de Claude y Dermot que hubiesen ordenado un poco la estancia antes de aparecer la noche anterior, sólo como detalle.

Pero, claro, tampoco era su cocina.

Puse una silla sobre sus patas y Sam colocó la mesa en su sitio. Me hice con la escoba y el recogedor y barrí la sal, la pimienta y el azúcar que se habían derramado en el suelo, anotando mentalmente que debía pasarme por el supermercado para comprar otra tostadora si Eric no me enviaba una hoy. El servilletero también estaba roto, y eso que había sobrevivido al incendio de hacía año y medio. Suspiré por partida doble.

—Al menos la mesa está bien —dije.

—Y sólo una de las sillas tiene una pata rota —informó Sam—. ¿Crees que Eric se encargará de arreglar o reemplazar esto?

—Eso espero —repliqué, hallando la cafetera intacta, al igual que las tazas que colgaban junto a ella; no, un momento, una estaba rota. Bueno, me quedaban cinco intactas. No me podía quejar.

Preparé un poco de café. Mientras Sam sacaba la bolsa de la basura, fui a mi habitación para prepararme. Me duché la noche anterior, así que sólo necesitaba cepillarme el pelo y los dientes y enfundarme unos vaqueros y una camiseta de
«Fight Like a Girl»
[2]
. No me pasé con el maquillaje. Sam me había visto bajo todo tipo de circunstancias.

—¿Qué tal el pelo? —me preguntó cuando volví con él. Dermot también estaba en la cocina. Al parecer, había hecho una incursión rápida en la ciudad, ya que ambos estaban disfrutando de unas rosquillas frescas. A tenor del sonido del agua, Claude se estaba duchando.

Miré la caja de la panadería con anhelo, pero era demasiado consciente de que los vaqueros me estaban muy ajustados. Me sentí como una mártir mientras me servía un cuenco de Special K con algo de edulcorante y leche desnatada. Al ver que Sam iba a hacer un comentario, lo miré con los ojos entrecerrados. Me sonrió, masticando profusamente una porción de rosquilla rellena de gelatina.

—Dermot, en unos minutos nos iremos a Shreveport. Si necesitas mi cuarto de baño… —ofrecí, ya que Claude era terrible acaparando el del pasillo. Lavé el cuenco en la pila.

—Gracias, sobrina —dijo Dermot, besándome la mano—. Tienes el pelo maravilloso, a pesar de estar más corto, por cierto. Creo que Eric hizo bien en traer a alguien para que te lo acondicionara anoche.

Sam agitó la cabeza mientras nos dirigíamos hacia su ranchera.

—Sook, ese tío te trata como a una reina.

—¿A quién te refieres, a Eric o a Dermot?

—A Eric no —dijo, sacando lo mejor de su neutralidad—. Dermot.

—¡Sí, es una pena que seamos familia! Además, se parece demasiado a Jason.

—Eso no es un obstáculo para un hada —indicó Sam seriamente.

—Tienes que estar bromeando. —De repente, me puse seria. Por la expresión de Sam, él tampoco estaba bromeando en absoluto —. Escucha, Sam, Dermot jamás me ha mirado siquiera como una mujer y Claude es gay. Somos estrictamente familiares. —Habíamos dormido muchas veces en la misma cama, pero eso sólo nos había aportado el alivio de la presencia, aunque debía admitir que la primera vez me sentí algo extraña. Estaba segura de que sólo se debía a mi parte humana. Por culpa de las palabras de Sam, ahora no paraba de darle vueltas a lo que creía un hecho consumado, preguntándome si no estaría equivocándome de perspectiva. A fin de cuentas, Claude disfrutaba paseando desnudo, y sabía por su propia boca que había tenido relaciones sexuales con una mujer anteriormente (honestamente, estaba convencida de que habría otro hombre en la ecuación).

—Y yo insisto en que las cosas raras no son tan raras en las familias de las hadas —replicó Sam, echándome una mirada.

—No quiero parecer grosera, pero ¿cómo puedes saber eso? —Si Sam había pasado mucho tiempo con hadas, se lo había guardado muy en secreto.

—He leído mucho al respecto después de conocer a tu bisabuelo.

—¿Leer? ¿Dónde? —Me encantaría aprender más cosas sobre mi parte feérica. Tras decidir vivir alejados de los de su propia especie (me preguntaba lo voluntaria que había sido esa decisión), Claude y Dermot no decían nunca nada sobre las creencias y costumbres de su especie. Aparte de lanzar algún comentario despectivo de vez en cuando acerca de trolls y duendes, no soltaban prenda de las hadas…, al menos delante de mí.

—Eh, es que los cambiantes tenemos una biblioteca. Tenemos registros de nuestra historia y de las observaciones que hemos realizado de otros seres sobrenaturales. Mantenerlos nos ha permitido sobrevivir. Siempre había un lugar al que ir en cada continente para estudiar y leer sobre otras especies. Ahora todo es electrónico. He jurado no enseñársela a nadie. Si pudiera, te dejaría leerlo todo.

—Entonces ¿no puedo leer los registros, pero está bien que me cuentes que existen? —No intentaba hacerme la graciosa, sino que sentía verdadera curiosidad.

—Dentro de ciertos límites —se sonrojó Sam.

No quería presionarlo. Era consciente de que Sam ya había rebasado esos límites por mí.

Durante el resto del trayecto, cada cual se encerró en sus propias preocupaciones. Mientras Eric pasaba por su particular muerte diurna, yo me sentía sola, y solía disfrutar de esa sensación. No es que estar vinculada a Eric hiciera que me sintiese poseída, ni nada por el estilo. Era más bien que, durante las horas nocturnas, podía sentir su vida discurrir paralela a la mía; sabía cuándo estaba trabajando, discutiendo, satisfecho o absorto en una tarea. Se parecía más a una cosquilla en la conciencia que un conocimiento firme.

—Bueno, sobre el que tiró la bomba ayer… —soltó Sam abruptamente.

—Sí —dije—. Creo que puede ser un cambiante de algún tipo, ¿vale?

Asintió sin mirarme.

—No creo que sea un atentado impulsado por el odio —añadí, intentando que las palabras me saliesen con naturalidad.

—No es un crimen humano de odio —apuntó Sam—, pero está claro que algo de animadversión tiene que haber.

—¿Económico?

—No se me ocurre ninguna razón económica —dijo—. Estoy asegurado, pero no soy el único beneficiario si el bar se incendia. Está claro que no podría trabajar durante un tiempo, y estoy convencido de que los demás bares de la zona aprovecharían el momento, pero no creo que sea motivación suficiente. No demasiado —matizó—. El Merlotte’s siempre ha sido una bar familiar, no un sitio para hacer cualquier cosa. No es como el Redneck Roadhouse de Vic —añadió con una pizca de amargura.

Tenía razón.

—A lo mejor es que no le caes bien a alguien, Sam —propuse, aunque las palabras me salieron más duras que lo que había pretendido—. Quiero decir —añadí rápidamente— que a lo mejor alguien te quiere hacer daño a través de tu negocio. No como cambiante, sino como persona.

—No recuerdo tener problemas tan personales con nadie —respondió, genuinamente desconcertado.

—Eh, ¿sabes si Jannalynn tiene algún ex vengativo?

Sam quedó pasmado ante la idea.

—No sé de nadie que me haya cogido manía por salir con ella —dijo—. Y Jannalynn es más que capaz de decir lo que piensa. No es de las que se dejan presionar para salir con alguien.

Me costó reprimir la carcajada.

—Sólo intento pensar en todas las posibilidades.

—Está bien —contestó, y se encogió de hombros —. Lo importante es que no recuerdo haber enfadado a nadie hasta ese punto.

Yo tampoco podía recordar ningún incidente reseñable, y hacía años que conocía a Sam.

No tardamos en llegar a la tienda de antigüedades, que estaba situada en una antigua tienda de pinturas en una de las calles del casco viejo de Shreveport.

Los amplios escaparates frontales estaban impolutos y las piezas que exhibían eran preciosas. La más grande era un aparador de los que le gustaban a mi abuela. Era pesado, estaba ornamentado y me llegaba hasta el pecho.

En el otro escaparate había una colección de jardineras, o jarrones, no estaba muy segura de cómo llamarlos. El del centro, situado para demostrar que era el mejor del conjunto, era verde marino y azul, y tenía unos querubines dibujados. Pensé que era horrible, pero no dejaba de tener su estilo.

Sam y yo contemplamos el conjunto durante un instante en pensativo silencio antes de entrar. Una campana (una campana de verdad, no una imitación electrónica) sonó al abrir la puerta. Una mujer, sentada en una banqueta, a la derecha, detrás del mostrador, levantó la cabeza. Se empujó las gafas sobre la nariz.

—Un placer volver a verte, señor Merlotte —dijo, sonriendo con la intensidad justa. «Me acuerdo de ti, me alegra que hayas vuelto, pero no me interesas como hombre». Lo tenía claro.

—Gracias, señora Hesterman —contestó Sam—. Te presento a mi amiga, Sookie Stackhouse.

—Bienvenida a Splendide —saludó la señora Hesterman—. Llámame Brenda, por favor. ¿En qué puedo serviros?

—Tenemos dos recados —dijo Sam—. Yo he venido por las piezas que me comentaste…

—Y yo acabo de despejar mi desván y tengo varias cosas a las que me gustaría que echases un vistazo —añadí—. Tengo que deshacerme de algunos de los objetos que me he encontrado. No quiero volver a acumularlos. —Sonreí para demostrar mi buena predisposición.

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