El día que España derrotó a Inglaterra (16 page)

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Authors: Pablo Victoria

Tags: #Historia, Bélico

BOOK: El día que España derrotó a Inglaterra
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Don Blas de Lezo, no obstante el parecer del virrey Eslava, había también mandado a construir parapetos en la parte más angosta del Caño del Ahorcado, a la orilla opuesta del invasor, en caso de que Vernon decidiese montar el principal ataque desembarcando en La Boquilla; esto ayudaría a contener cualquier avance hacia La Popa de norte a sur. El Virrey, a la hora de emplear los caudales de la ciudad, era muy cuidadoso, y la mayor parte de las veces tacaño y corto de visión, porque temía emplear recursos que fueran a desperdiciarse. Lezo reforzó también las defensas del Fuerte Manzanillo, previendo un desembarco que permitiera avanzar al enemigo de sur a norte hacia La Popa; el General creía que este fuerte era clave en la defensa, pues el que no cayera en poder del enemigo, distraería suficiente mente sus fuerzas allí y debilitaría la avanzada que se hiciera hacia La Popa, centro verdaderamente neurálgico al que había que salvaguardar a toda costa. Su defensa era clave para la integridad del San Felipe, cuyo flanco más débil era, precisamente, ése, por estar en una elevación superior a la del Castillo y muy próximo a él. Por supuesto, se empleó a fondo en dotar al castillo de San Luis y a la batería San José en el canal de Bocachica de todos los elementos indispensables para su tenaz defensa, pues sabía que si esta puerta era forzada, muy poco habría que hacer en adelante. En La Popa se puso una empalizada adicional con terraplén y se cavó un foso.

Día a día, este hombre, tuerto, lisiado de un brazo y con una pata de palo, se paseaba incansable por los fuertes y baluartes inspeccionando hasta el último rincón y previendo los más mínimos detalles. El toc toc de su pata de palo era un sonido harto conocido en Cartagena, particularmente por que para caminar sobre la piedra usaba aquella pata herrada cuyo modelo le había mandado a hacer su padre treinta y tantos años antes en su pueblo de Pasajes. El mismo toc toc sobre la cubierta del barco, pero con la pata de madera, era otro de esos sonidos harto conocidos, aunque más sordo y sonoro. Blas de Lezo y Olavarrieta era, sin duda, el personaje de aquellas murallas y contornos, de aquellos cálidos mares a quien, de cuando en cuando, se le veía santiguarse con aquel mismo crucifijo de plata que desde hacía cuarenta años cargaba en su bolsillo y que le había dado fuerzas para resistir todas las penurias, todas las heridas y todas las soledades de sus cincuenta y dos recorridos años.

Capítulo VIII

Medio-hombre

Los españoles saben hacer barcos, pero no hombres.

(El almirante Nelson en 1793)

V
ernon y Lezo se habían enfrentado ya en 1704 en la batalla por Gi­braltar; Vernon había salido con doscientas guineas dentro del bolsi­llo y Lezo con una pata de palo en la pierna izquierda. El primero sintió la alegría de la recompensa por los méritos de la guerra; el segundo el terrible dolor de sentir su pierna amputada «a palo seco», es decir, sin anestesia. Risas y voces de contento profirió el primero; lágrimas y gemidos de dolor el segundo, que mordía el trapo sucio que le habían puesto entre los dientes mientras el cirujano cortaba los tejidos, aserraba el hueso y cauterizaba la herida sumergiendo el muñón en aceite hirviente. El primero pidió whiskey para celebrar el triunfo; el segundo, ron para mitigar el dolor. Aquello fue espantoso: el joven Lezo, de sólo quince primaveras, yacía en una improvi­sada mesa de cirugía en el fondo de la nave capitana; cuando lo fueron a operar sólo pidió que cuatro hombres lo sujetaran fuertemente de los brazos y piernas para soportar aquella crudelísima, pero necesaria intervención. Su pierna estaba astillada por un impacto de cañón y corría el peligro de gan­grena si no se intervenía rápidamente. Los gritos de sus compañeros heridos, la sangre derramada por doquier en aquella estancia, iluminada apenas por faroles de aceite, y sus propios quejidos, hacían insoportable y tremebunda aquella escena de dolor.

España estaba en plena guerra civil. Francia era su aliada, mientras que Inglaterra apoyaba las pretensiones sobre el trono que albergaba el procla­mado Carlos III para destronar a Felipe V, el primer Borbón. El 6 de agosto de 1704, Rooke, comandante de flota anglo-holandesa, compuesta por cuarenta y nueve buques de guerra, se había apoderado de Gibraltar en nombre de Carlos III, y el 24 del mismo mes, reforzados por los buques del almirante Shovell, los aliados se aprestaron a atacar la flota franco-española al mando del conde de Toulouse, compuesta por unos noventa y seis barcos de guerra, entre ellos, cincuenta y un navíos de línea, seis fragatas, ocho naves incendiarias, doce galeras y transportes, con 3.500 cañones y 24.000 hombres. Ambas flotas eran poderosas. El enemigo contaba con sesenta y ocho navíos de línea, 23.000 hombres y 3.600 cañones respaldándolos. El encuentro se llevaba a cabo a la altura de Málaga y el joven marino, Blas de Lezo, participaba de lleno en el combate naval cuando fue brutalmente herido.

Al rasgar la manga del pantalón para descubrirle la herida, el joven Lezo sintió que le arrancaban el alma. Arriba la batalla continuaba. Se alcanzaba a escuchar la sorda cadencia del cañoneo y de cuando en cuando el impacto de alguna bala sobre el buque, que primero estremecía el maderamen, y luego hacía vibrar por varios segundos, como el aleteo de una mariposa, el metal de los candiles. Al mando de la flota aliada iban los almirantes Rooke y Shovell, y Vernon con ellos, como joven aprendiz de marino, pues había nacido en Westminster, Inglaterra, el 12 de noviembre de 1684, lo cual lo hacía cinco años mayor que Lezo. Su padre, James Vernon, había pertene­cido a la pequeña burguesía inglesa y desempeñado varios cargos de relativa importancia, como que fue secretario del duque de Monmouth y del rey Guillermo III. Es posible que haya tenido mayor educación que Lezo, pues pudo asistir al Colegio de Westminster; su padre lo quería abogado, pero la verdadera vocación de Vernon era el mar. Ingresó a la Armada, enrolándose en el Shrewsbury, la nave capitana del almirante Rooke.

Lezo también hacía su aparición en batalla como un aprendiz de guardiamarina. No sería la última vez que, ignorándose mutuamente, se encontraran en batalla: la segunda fue dos años más tarde, después de su convalecencia, durante el asedio de Barcelona en 1706. La última ocasión de encuentro sería treinta y cuatro años más tarde en Cartagena de Indias, pero esta vez con pleno conocimiento mutuo.

Aquel 24 de agosto de 1704 el joven guardiamarina había recibido un impacto que le fracturó la tibia y el peroné y expuso una carne macerada y perforada con un millar de astillas de hueso que descollaban bajo la manga del pantalón, la que pronto se empapó en sangre y pólvora cuando éste cayó a tierra, revolcándose del dolor. Se había estrenado mal en el arte de la guerra. La bala había golpeado el costado del buque, rompiendo la escotilla del cañón de estribor, y había rebotado contra la cureña y desgajado su pierna izquierda por debajo de la rodilla. Sus compañeros lo condujeron rápidamente, en medio de lastimosos quejidos, a la improvisada sala de cirugía que usualmente estaba por debajo de la línea de flotación de los buques para guarecer al personal sanitario del fragor de la batalla. Recono­cido lo extenso de la lesión, el médico exclamó:

—Lo siento, pero debemos amputar rápidamente. Bébete, hijo, un buen trago de ron y tírate en esta mesa.

—Hágalo cuanto antes, señor, que me muero —respondió Lezo con los dientes apretados entre las mandíbulas y con las lágrimas empapando su ros­tro. En su mano derecha apretaba un Cristo de plata que su madre le había regalado para que lo llevara siempre consigo. Después de santiguarse apuró un largo trago de ron, luego otro, casi media botella; tosió por la falta de costumbre, cerró los ojos y estiró como pudo su pierna adolorida.

El cirujano tuvo que obrar muy rápidamente, como las circunstancias de aquel entonces lo exigían; en primer lugar, por la imparable hemorragia que aumentaba al abrir la carne y descubrir el hueso, o lo que de él quedaba; en segundo lugar, por el intenso dolor que podría hacer morir al paciente sin que se concluyera la operación. A cada corte, su tierno cuerpo se convul­sionaba y retorcía como una culebra toreada, al punto que los cuatro hom­bres eran casi insuficientes para mantenerlo en la posición adecuada. El ayu­dante del cirujano de a bordo, el barbero del buque, cauterizaba con un hierro al rojo vivo los puntos por donde brotaba la sangre con la fuerza de los manantiales, casi imposible de detener, aunque el torniquete que le ha­bían puesto en el muslo, cerca de la rodilla, parecía retardar el mortal flujo. Por eso, mientras los minutos que transcurrían eran eternos, quizás veinte o treinta, la rapidez con que debía obrarse era la clave de la supervivencia. A no ser por el olor a carne chamuscada, diríase que el niño paciente —porque era casi un niño— no sentía el dolor de las quemaduras y mucho menos el chasquido de la carne achicharrada; tal era el sufrimiento produci­do por la manipulación del hueso despedazado y por los cuatro cortes ver­ticales que era preciso practicar para descubrir un hueso arremangado de carne. Aquello era más un amasijo de sangre y tejidos que una extremidad humana.

Del fracturado miembro lo único que había que tener en cuenta era no dejar astillas que laceraran la carne que luego sería cosida como una morci­lla alrededor del hueso mutilado. Esto era importante porque, entonces, había que volver a operar para poder usar una prótesis de palo. Por eso, una a una fueron aserradas las astillas con habilidad y presteza. En realidad, la labor del serrucho había sido relativamente fácil, dada la fragilidad del miem­bro; pero con cada movimiento de la sierra, hacia atrás o hacia delante, un intenso gemido se escapaba de los trémulos labios de aquel valiente niño que ahogaba sus gritos con el trapo metido en su boca… hasta que ya no pudo más y perdió el conocimiento, circundado por un lago de sudor y lágrimas. Fue sólo allí cuando soltó el Cristo que cayó de su mano al suelo. Vino bien el desmayo, porque ya no sintió la aguja que cosía el muñón, aunque súbitamente despertó cuando sumergieron su reborde en aceite hirviente para evitar las hemorragias e infecciones. Dolor sobre dolor. Esta vez dio un alarido, se convulsionó violentamente y volvió a caer desmaya­do por segunda vez, y ya no se despertó más, como anunciando que su naturaleza lo había desconectado por un tiempo de aquella terrible reali­dad. Algún compañero levantó el crucifijo y se lo introdujo en el bolsillo del chaleco. Ya nunca más se desprendería de él.

—Vas a vivir —le dijo el cirujano con un gesto de satisfacción; y agregó, con la cara empapada de sudor propio y sangre ajena—, porque eres un zagal muy fuerte—. Pero Lezo no oyó aquellas alentadoras palabras.

El hecho es que el joven Lezo había soportado la amputación con un estoicismo y valentía dignos de los mejores cuentos épicos, al punto que el comandante de la escuadra franco-española, el conde de Toulouse, Alejan­dro de Borbón, hijo del Rey Sol, Luis XIV, dirigió una carta a su padre dándole cuenta de la valentía de aquel marino que como ninguno había soportado el dolor. Porque muchos había que se suicidaban en plena sala de cirugía, para evitar el sufrimiento, si lograban hacerse a una pistola al menor descuido de algún compañero. Lejos estaba Lezo de imaginar que otro célebre herido, aparte del propio hijo del Rey Sol, sería aquel Ducasse, almirante ya, que había asaltado y saqueado a Cartagena de Indias en 1697 como cualquier vulgar corsario. Ahora, aliado de España por la fuerza de los acontecimientos, derramaba sangre por aquel país contra quien la había hecho derramar siete años antes. Los acompañaban en el infortunio las 2.700 bajas anglo-holandesas y las mil quinientas franco-españolas habidas en trece largas horas de combate y, aunque ambos bandos reclamaron la victoria, lo cierto es que Gibraltar no pudo volver a ser español en aquellos momentos porque la ofensiva por tierra fue permanentemente castigada por las fuerzas navales adversarias. A las ocho de la noche hubo silencio de cañones en el mar y sólo entonces pudieron los navíos retirarse a descargar los heridos a tierra. Ésta había sido la batalla naval más importante de toda la guerra de sucesión española.

Blas de Lezo tuvo que contentarse con convalecer por largo tiempo, sin calmantes ni analgésicos, en algún lugar de Andalucía e irse acostumbrando lentamente a su pata de palo que, a no dudarlo, causaba grandes dolores a su muñón que no se acostumbraba a que lo embutieran en el receptáculo de madera. Cuando el dolor se le hacía insoportable, se empujaba dos o tres tragos de ron, destilado en Cuba, y se iba a la cama. Pero, es preciso decirlo, su vida sólo pudo ser salvada a condición del sometimiento a semejan­te tortura física que muchas veces sobrepasaba la capacidad de aguante de cualquier hombre. Sus penas se vieron, no obstante, recompensadas cuando Luis XIV lo hizo «Alférez de Bajel de Alto Bordo» y Felipe V lo quiso nom­brar su asistente de cámara en la propia corte y lejos del mar, dada su severa lesión; como aquello no fue posible debido a la negativa de aquel orgulloso jovenzuelo, el rey lo premió con una «merced de hábito» que sólo estaba reservada para los más cercanos y encumbrados personajes del Reino. Pero Lezo era un hombre de mar y no iba a contentarse con una vida sedentaria, así fuera junto al mismísimo rey. De otro lado, prefería estar junto a sus com­pañeros que ser blanco de la mirada de unas gentes empolvadas que escondían bajo sus peluquines la curiosidad y antipatía que podía despertar su pata de palo resonando por los lujosos salones de Madrid. No, que no; no iba a ser él quien se sometiera a las burlas de aquellos monigotes decadentes y encopeta­das damas parloteras que sólo podían gustar del sonido de sus ropas almido­nadas y a quienes el toc toc de la pata podía despertar de su aburrida compla­cencia. Blas de Lezo quería ser un gran general de marina y sabía que, con su probado valor, sin palancas ni intrigas cortesanas, de seguro lo lograría. Ahora lo que más le dolía era no poder volver a bailar, actividad que realmente lo apasionaba. Por eso buscó en el mar el refugio de sus penas, convirtiéndose en un hombre tímido y casi acomplejado, pero orgulloso, como el que más, de sus hazañas que España ignoraría por casi tres siglos.

Lo que Lezo más quería era ir a pasar su convalecencia a Pasajes, Gui­púzcoa, pequeña población costera en la cual había nacido junto a orillas del mar cantábrico, en el norte de España. Pero no era posible. Restableci­do de su pierna izquierda, y ya más o menos adaptado a su pata de palo, el joven se reintegró al servicio y pronto fue destinado a socorrer a Peñíscola; ésta, enclavada en el reino de Valencia, ocupaba un promontorio que se internaba en el Mediterráneo y podía considerársele estratégica por estar en medio de una provincia rebelde en poder de los partidarios de Carlos III de Austria, aspirante al trono español, quien se disputaba con Felipe V, ya en el trono, la sucesión legítima del mismo. Corría el año 1705. Carlos III estaba apoyado por Inglaterra, que temía que, al ocupar el trono un nieto de Luis XIV, tal alianza familiar formase un poderoso rival contra aquella isla que, por principio, jugaba siempre a mantener el equilibrio del poder en Europa. Peñíscola había declarado su lealtad al rey gobernante y Don Blas de Lezo se aprestó a llevarle auxilios y aprovisionamientos. Pero no bien había concluido esta misión, cuando fue encargado de hostigar el co­mercio de Génova, pues el Duque de Saboya se había manifestado seguidor del pretendiente austriaco, renegando de su yerno, Felipe V. Frente a Génova una rápida acción del guipuzcoano liquidó el navío Resolution de la Arma­da británica que quiso oponerle resistencia. El joven alférez continuó nave­gando con la escuadra patrullera del Mediterráneo y volvió a tener oportu­nidad de destacarse en un combate que dio como resultado el apresamiento de varios barcos ingleses. Su acción fue tan valerosa que el comandante de la escuadra lo comisionó, como premio, a remolcarlos al puerto donde Lezo había nacido, Pasajes, para que allí la población y las autoridades le rindieran el homenaje debido. Así, aquel joven de dieciséis años entró al puerto arrastrando los navíos ingleses y el júbilo fue excepcional. Las auto­ridades civiles, eclesiásticas y militares salieron a saludarlo y darle la bienve­nida. Su padre, Don Pedro Francisco, y su madre, Doña Agustina, estaban en primera fila del muelle cuando las naves atracaron. Solo que Doña Agus­tina se echó a llorar al verlo cojear con tan horripilante prótesis de palo; Blas, el tercero de sus ocho hijos, algunos muertos en la infancia, había corrido con esa terrible mala suerte.

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