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Authors: Pablo Victoria

Tags: #Historia, Bélico

El día que España derrotó a Inglaterra (15 page)

BOOK: El día que España derrotó a Inglaterra
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Primera línea de defensa. Esta primera línea partía de la base de que Cartagena, con murallas hacia la playa del Mar Caribe, no sería atacada frontalmente porque ningún buque podía acercarse lo suficiente como para batir la ciudad, tal como ya se explicó. Así, pues, se pensó en echar el primer cerrojo por el canal de Bocachica, que constituía la única entrada via ble a la bahía que daba acceso al puerto y muelles de la ciudad. En 1661 fue terminado el castillo llamado San Luis de Bocachica, en la isla Cárex, o Tierra Bomba, ordenado a construir por el gobernador Luis Fernández de Córdoba; el ingeniero Juan de Somovilla fue el encargado de ejecutar las obras en forma de polígono con cuatro baluartes, fiel copia de los que por la época existían en España. Tenía, además, fosos llenos de agua, atravesa dos por un puente. Poseía el castillo aljibes, cuarteles, almacenes, doble claustro y naves para la casa del castellano y, por supuesto, capilla. La defensa del canal de Bocachica se completaría con una batería localizada casi enfrente, en la isla Barú, llamada San José, de veintidós cañones, con el propósito de cruzar fuegos con el castillo.

Con la invasión de Pointis, en 1697, se demostró que estas defensas no serían suficientes para impedir la toma de la ciudad, con lo cual se procedió a construir una segunda línea defensiva; por lo pronto, se había reforzado y reconstruido esta primera línea, destruida por Pointis; el trabajo de recons trucción del San Luis estuvo a cargo del ingeniero militar Juan de Herrera y Sotomayor en 1728, quien hizo obras en la cortina del este, donde estaba la puerta principal. En total, el lado que daba al mar medía unos 117 metros de largo y las murallas tenían unos tres metros y medio de altura por dos de espesor y contaba con sesenta y cuatro cañones que batían la entrada de la bahía. El mismo ingeniero fue responsable de la construcción de tres baterías más en esta isla para reforzar la protección del castillo de cualquier desembarco al norte de éste, su punto más débil. Estas tres baterías se llamaron Chamba, con cinco cañones, San Felipe, con seis y Santiago, con nueve. El San Felipe se ejecuta a partir del proyecto del ingeniero Cristóbal de Roda, de 1602; constaba de dos caras y dos flancos con orejones y un continuo parapeto. También construyó las baterías del Varadero y Punta Abanicos para reforzar los fuegos de la batería San José, en caso de que el enemigo decidiera desembarcar en la isla Barú, donde estaba localizada, para destruirla y debilitar la defensa que presentaba el castillo de San Luis. Más hacia el oriente estaban los puestos de Pasacaballos que resguardaban ambos lados de la boca del estero del mismo nombre y punto clave para el abastecimiento de la ciudad. Aquí no había sino siete cañones y, aunque el puesto era de gran importancia, es posible que los españoles no pensasen que fuese posible asaltarlos por la retaguardia, tal y como Vernon se lo había planteado inicialmente. Tal vez fuese por esa misma dificultad que el Almirante quería causar la sorpresa. Por lo menos 114 cañones, sin contar con los siete de Pasacaballos, cerraban el acceso a la bahía de Cartagena por su única entrada, el canal de Bocachica y esto era, a todas luces, una temible barrera de fuego, casi infranqueable, que protegería los abastecimientos a la ciudad y resguardaría la bahía de una incursión enemiga. Por el norte, había dos baluartes, el de Crespo y Más, con veinte cañones entre los dos, que defendían las playas de un posible desembarco y avance hacia La Popa, punto verdaderamente neurálgico. Se creía que estos baluartes no debían estar más reforzados porque, de todas maneras, un avance hacia La Popa tendría la dificultad de cruzar el Caño del Ahorcado, tarea nada fácil.

Segunda línea de defensa. Navegando por el canal de Bocachica hacia Cartagena, y sobrepasando la parte más oriental de la isla Cárex, se encuentran dos salientes de tierra, a manera de brazos, que forman una boca de acceso a la parte más interior de la bahía, ya en las goteras de la ciudad y frente a la isla de Manga, próxima ésta al arrabal de Getsemaní. Es en la punta de estos dos salientes donde se decide construir dos fuertes, el de Cruz Grande, a la izquierda, con unos diez cañones, y el del Manzanillo a la derecha, con treinta, para batir con sus fuegos cruzados los buques que pudiesen forzar la entrada por Bocachica. Fue el ingeniero Herrera quien efectuó su reconstrucción por la misma época, después de los destrozos causados por Pointis. El castillo del Manzanillo fue una réplica, en su proyecto inicial, del de San Luis de Bocachica, pero nunca llegó a su esplendor porque Felipe V no autorizó la ejecución de tal proyecto. De todas mane ras, llegó a prestar importantes servicios en el ataque de Vernon. En la isla de Manga, según se cruza esta boca, se encontraba el fuerte de San Felipe del Boquerón, posteriormente llamado San Sebastián del Pastelillo, cuya cortina del oeste ostentaba dieciséis cañones, y las restantes dos cortinas contaban con ocho y siete cañones cada una; la misión principal del fuerte era coger con fuegos frontales a los buques que lograran cruzar la boca, o, estando en ella, batirlos; adicionalmente, dar cierto cubrimiento al frente de tierra. En total, pues, había fuegos cruzados y frontales en esta segunda línea defensiva sobre la pequeña bahía de las Ánimas. Tierra adentro, al este de Manga y ya en la zona continental, se alzaba el convento de La Popa, alrededor del cual se habían construido casi improvisadamente una muralla y terraplenes que tenían como propósito resguardar al castillo San Felipe de Barajas que se alzaba majestuoso, más al occidente, sobre el cerro de San Lázaro. En La Popa estaban emplazadas unas diez baterías, número evidentemente insuficiente para detener un avance por tierra hacia San Felipe, cuyo flanco oriental podía ser fácilmente batido desde La Popa; este flanco no disponía de artillería, pues los cañones estaban ubicados al lado opuesto que daba hacia la bahía, precisamente para defender la ciudad amurallada. Se ve, entonces, que los españoles tenían plena confianza en que cualquier asalto sobre la ciudad sería contenido y abortado en la primera línea de defensa y que ninguna tropa alcanzaría a llegar hasta la segunda. En total, unos ochenta y un cañones constituían esta segunda línea de defensa de la ciudad.

Tercera línea de defensa. Eran las murallas de la ciudad, propiamente dichas, también resguardadas por el castillo de San Felipe de Barajas, terminado de construir el 12 de octubre de 1657 y cuyo toponímico se lo debe al nombre del monarca Felipe IV con el que lo bautizó el gobernador Don Pedro Zapata. En 1739 Don Blas de Lezo ordenó que se levantara un hornabeque, especie de fortificación exterior compuesta de dos medios baluartes trabados con una cortina, o muralla, en la parte norte del cerro. Más de cien cañones enseñaban el poder militar de tan formidable fortaleza, llena de orificios por donde asomaba la fusilería que también la defendería. Calles y rampas inclinadas desplegaban un sistema de ingeniería militar acondicionado para que las balas de cañón del enemigo golpeasen y se de volviesen en dirección contraria, dada la pendiente; un sistema de túneles internos, vías de escape y escondrijos, convertían el Castillo en una encrucijada y laberinto de trampas contra el enemigo que osase penetrarlo. El Castillo formaba un conjunto de fortificaciones separadas entre sí en la superficie, pero unidas por caminos subterráneos, para permitir la retirada de la tropa a una u otra parte del recinto amurallado, o a medida en que el enemigo consiguiese tomarse las distintas fortificaciones. Oscuros túneles con nichos a lado y lado, estratégicamente colocados, permitían a las tropas españolas disparar sin ser vistas contra un enemigo que tenía una tenue luz solar a sus espaldas; una red de galerías subterráneas para contraminas, co­municada por pozos con el exterior, servía de ducto de ventilación; también eran útiles para demarcar los puntos convenientes a ser volados en un momento dado. Conducían estas galerías, o túneles, en pendiente hacia los pozos salobres y se iban achicando en el techo hasta permitir que sólo de la cabeza hasta la nariz quedase sin sumergirse en el agua; si los ingleses perseguían por allí a las tropas en retirada, la tendrían más difícil dado que ellos eran usualmente más altos, lo cual los obligaría a caminar con las rodillas dobladas, posición insostenible por largo tiempo; también podría obligar les a doblar la nuca, sumergiendo, con ello, la cabeza en el agua.

Cartagena presentaba una posición estratégica envidiable: no era posible atacarla por mar, aunque el costado norte de sus murallas diera sobre la playa; allí el mar era poco profundo y la resaca hacía peligrar cualquier bote de desembarco. Intentar un desembarco era factible, pero, sin apoyo naval, sus baterías y fusilería darían buena cuenta de quienes lo intentaran. De otra parte, los grandes navíos no podían acercarse lo suficiente como para ponerla al alcance de sus tiros. Con todo, la ciudad podía ser atacada por tres puntos diferentes: por Bocagrande, mediante un desembarco de tropas, pero con difícil apoyo de artillería naval, dadas las condiciones del terreno y el apoyo de los baluartes de las murallas; por La Boquilla, al norte, mediante un desembarco y toma de dos baluartes que defendían la zona y un cruce dificultoso por el Caño del Ahorcado hacia La Popa y San Felipe por la espalda; por Manzanillo, forzando la entrada por Bocachica, y des embarcando tropa que alcanzase La Popa, no sin antes haberse tomado el fuerte de su nombre. Tales eran los puntos neurálgicos, pero el mayor de los cuales lo presentaba cualquier avance hacia este último, siempre y cuan do se diera por descontada la toma del primer cerrojo de defensa en Bocachica.

Como se dijo, la ciudad podría ser atacada mediante un desembarco por la zona de Bocagrande, sobre el brazo de tierra que frente a la isla Cárex, al norte, forma la boca cerrada por el dique submarino. Para hacer este ataque casi imposible, se construyeron los baluartes de San Ignacio, de San Fran cisco Javier, de Santiago y Santo Domingo que desplegaban un gran poder de fuego sobre una infantería que vendría sin apoyo de artillería de tierra, pues debido al terreno arenoso y movedizo, se dificultaba sobremanera la movilización de tales piezas. De otro lado, la lentitud del despliegue de las mismas las haría fácil presa de la artillería defensiva. Cerrando la única puerta de acceso al recinto amurallado, por el lado del arrabal de Getsemaní, se levantó el fuerte de la Media Luna, escarpado y erizado de artillería, y defendido con fosos, en previsión de un ataque por tierra desde La Popa. Éste era un importante soporte al castillo de San Felipe, situado más al oriente. En 1631 se inició la construcción del baluarte llamado El Reducto, que daba cobertura al mencionado arrabal, el cual fue rodeado de una muralla alta y escarpada. Getsemaní, a su vez, estaba unido al recinto amurallado de la ciudad, localizada en la isla de Calamarí, por un puente sobre el caño de San Anastasio que podría ser volado en cualquier momento para dificultar el avance del enemigo sobre Cartagena. Calculamos que las de­fensas de tierra de la ciudad podían haber albergado algo más de 620 bocas de fuego, distribuidas en todos los baluartes, fuertes y castillos.

Por aquel entonces la balística, ciencia de la artillería, no estaba todavía muy desarrollada y muchos de los cañones emplazados en una cureña de madera carecían de la inclinación adecuada y, por lo tanto, padecían de un relativo bajo alcance de tiro. Pero los artilleros experimentados de aquel entonces, por la práctica y no por la teoría, sabían que la inclinación del cañón, su pendiente respecto del blanco, era vital para lograr un mayor alcance y efectividad. El problema era la rigidez del aparato en el que estaban montados, o lo dispendioso que resultaba ajustarles la inclinación, desencajándolos y volviéndolos a encajar unos peldaños más abajo. Blas de Lezo, curtido en mil combates artilleros, conocía los rudimentos de tales secretos y se dispuso a inventar un simple pero eficaz mecanismo para suplir la deficiencia y ganar en rapidez y eficacia; consistía aquél en una especie de rampa de madera en cuya parte superior había una hendidura para encajar las ruedas de la cureña, pero que permitiera el retroceso del cañón con cada disparo; ello permitía alzarlo a la altura deseada y, con ello, alargar su tiro sin alterar el calibre o la carga de pólvora; permitía también usar la misma pieza para tiros largos y cortos. Los artilleros de entonces a veces suplían esta deficiencia sobrecargando de pólvora la cámara del cañón para darle más impulso al proyectil, pero esta operación era riesgosa, pues si no se hacía con cuidado, se corría el riesgo de que el cañón explotara en manos del artillero. La rampa permitía salvar este obstáculo sin riesgo para el operario. Por eso, el general Lezo dispuso que para la defensa de Cartagena se emplazaran cañones con distinta elevación para acortar o alargar los tiros contra los buques enemigos de manera rápida y flexible, dotados de grana das explosivas, bolaños de piedra y bolas de hierro macizo, que eran los proyectiles más usuales de la época.

Una primera experiencia de la bondad de este sistema la había tenido cuando el 13 de marzo de 1740 Lezo desmontó de su nave capitana un cañón de dieciocho libras que, emplazado en tierra con la cureña sobre la rampa, alcanzó con varios disparos a los buques ingleses; en uno de ellos, los disparos cayeron sobre la vela de juanete y la de velacho que, estando en la proa, tuvieron el efecto de dejar sin rumbo al barco, el cual dio varios giros de trompo a causa de los fuertes vientos que soplaban de popa, para finalmente quedar sotaventado. Otro fue también herido en la cubierta, como si una lluvia vertical de hierro se hubiera desatado súbitamente, llevándose consigo las jarcias y aparejos que se desgajaron como racimos de plátanos. En total, cinco habían sido alcanzados. El inglés se vio obligado a retirarse y Lezo rebozó de contento al haber probado con éxito su invento, aunque, a causa de éste, Vernon escribiera a Inglaterra que «la plaza se hallaba en tan buen estado de defensa que podría resistir el embate de 40.000 hombres». Con esto se procuró más abastecimientos que los que normalmente hubiese podido conseguir. Similarmente, normalizó el calibre de los cañones para evitar la confusión de munición que suponía alimentarlos de piezas de distintos grosores; ello también simplificó los inventarios de munición y administración de los polvorines, los cuales fueron dotados de cureñas de repuesto, en caso de que fuesen destruidas durante los bombardeos. Pero, definitivamente, el más importante aditamento de la defensa fue soldar dos balas de cañón con un perno y dispararlas simultáneamente con el propósito de desarbolar más fácilmente los navíos que se acercaran a los fuertes; también ensayó soldarlas a unos eslabones de cadena para causar el mismo efecto. El General estaba convencido de que ésta sería el arma más contundente contra el invasor naval, porque aquellas palanquetas y cadenas actuarían como cuchillas contra las arboladuras, jarcias y aparejos de los buques de guerra británicos. Algunos oficiales llegaban a rascarse la cabeza con duda y asombro frente a tan inusual artefacto.

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