—Señor —le dijo— ¡vuestros hombres no sirven para mierda! Sois sanguinarios, pero no valientes.
—Sin mis hombres —contestó irritado el bucanero—, no habríais podido tomar a Cartagena.
El 25 de abril el Barón fue herido por una granada y hubo un cese temporal al fuego que fue aprovechado por Ducasse para exigir la rendición del baluarte de la Media Luna, en las goteras mismas de la ciudad amurallada y ya con brechas abiertas. En una de ellas, el bucanero se entrevistó con el capitán Santarén y cruzaron palabras en francés que nadie entendió; corría el 30 de abril y esa misma tarde los franceses abrieron de nuevo el fuego y se lanzaron a la más feroz ofensiva, logrando penetrar por una de las brechas, justo por aquélla por donde había estado Santarén con el bucanero. Esto dio para muchos comentarios de «traición». El barrio de Getsemaní caía en poder del enemigo. Cartagena estaba ya a tiro de as.
El segundo y fatal error de Don Diego de los Ríos fue no haber permitido que las tropas defensoras del baluarte de la Media Luna, en retirada, se hubiesen guarecido en la ciudad amurallada. El gobernador, temeroso de que al abrir las puertas para que entraran las tropas españolas se colara el enemigo, les ordenó el contraataque en situación harto desventajosa. Acorralada la tropa entre la espada y la pared, ésta cargó valientemente, «como una horda de salvajes», al decir de Pointis, cosa que inicialmente desconcertó a los franceses, quienes, repuestos de la sorpresa, se reorganizaron y produjeron una verdadera carnicería entre los defensores en retirada. La mayoría pereció a la bayoneta. Cuenta un testigo de los hechos, Don Vallejo de la Canal, que la artillería española, operada por bisoñas milicias, hizo también estragos en las filas de aquellos héroes que retrocedían hacia la ciudad. Es decir, a dos fuegos fueron cogidos los heroicos soldados que defendieron hasta el último hombre la cobarde huida de Don Diego de los Ríos quien, en el penúltimo minuto, se apresuró a salir escurridizo hacia la ciudad de Mompox, río arriba, cargado con dos millones de pesos que se llevó consigo.
Cartagena, la inexpugnable Cartagena de Indias, había sido conquistada por Pointis y entregada al pillaje de los nuevos bárbaros; durante treinta y dos días, desde el 2 de mayo hasta el 3 de junio, la ciudad vivió bajo el terror, suspendido sólo cuando los piratas tuvieron noticia de que se acercaba una escuadra española a vengar la ciudad. Sus gentes fueron torturadas y no hubo rincón que no se esculcara en busca de tesoros, ni vejación que no se cometiera, o sacrilegio que no se ensayara. Las iglesias fueron desocupadas de sus ornamentos, y hasta las campanas de bronce desmontadas y llevadas a los buques de guerra, así como los cañones de bronce que había en la Plaza; los frailes fueron torturados hasta la confesión, la Real Hacienda vaciada y un famoso Sepulcro de plata labrada, adornado con campanillas de oro —que era utilizado para las ceremonias de Semana Santa—, fue robado por Pointis y entregado al Cristianísimo Rey francés, Luis XIV, quien, años más tarde, cuando su nieto accedió al trono español, se la devolvió a Cartagena en gesto de buena voluntad —aunque llegó sin sus campanillas de oro. La reliquia finalmente se perdió para siempre cuando los patriotas independentistas la fundieron para acuñar moneda en las guerras de independencia.
Pointis entró a la ciudad rendida cargado en andas como victorioso emperador, cuidándose de no mostrar las heridas que lo obligaban a entrar sentado en una silla de manos. Lo que siguió fue verdaderamente escandaloso. Se hizo llevar directamente a la Catedral adonde obligó al Cabildo Eclesiástico a cantar, a boca de pistola, un Te Deum laudamus por la victoria conseguida. Más de una lágrima de dolor y rabia rodaron por las mejillas de los curas que, entre el miedo del sacrilegio y la piedad del oficio, agria y desentonadamente balbucearon las amargas notas de aquel Te Deum de escándalo. ¡Roma no había sufrido mayor ultraje cuando Alarico la saqueó el año 410!
El Barón se hizo luego trasladar al Gran Salón de la Casa de la Contaduría, donde estableció su cuartel general, sentando la tesorería donde debían depositarse los dineros provenientes de la contribución «voluntaria» de las gentes, que consistía en devolverles un diez por ciento de los caudales que espontáneamente entregaran. Quienes no lo hicieran, y se les encontraran joyas o dinero, serían fusilados. Durante varios días se vio desfilar, junto con otros notables de la ciudad —entre los que había mercaderes y comerciantes—, una interminable cola de aristócratas portadores de los más ilustres apellidos que, en míseros atuendos y turbada la mirada, acudían al Tirano sólo para verse despojados de sus bienes y pertenencias. Familias enteras fueron aniquiladas, gentilhombres asesinados, vírgenes o monjas violadas e irrespetadas bajo las ruinas de una próspera ciudad incendiada y mancillada por un feroz enemigo que no reparó en llevarse lienzos, sillas, camas, coches, ollas, baúles, cubertería y todo menaje doméstico que encontró, pese a que las capitulaciones hechas lo prohibían. Fue tanto lo que se arrastró hacia las naves, que los buques más parecían vehículos de mudanza que de guerra, y lo que en ellos no cupo, fue destrozado, o simplemente arrojado al mar por aquella horda de ladrones y asesinos. Cuando Pointis se vio precisado a usar la cubierta de los navíos para apilar muebles y enseres, la situación llegó a tal punto que, por orden suya, muchos elementos tuvieron que ser arrumados en el muelle. Después de su partida, los cartageneros volvieron a vivir amargos momentos al tener que ir a escarbar, entre los montones de piezas, para recuperar algunas de sus pertenencias; no fueron pocas las disputas que se suscitaron al decidir lo que era de cada cual.
—¡Ja! —decía el francés— los bucaneros tienen un olfato de perro perdiguero para descubrir los tesoros y procedía a emplearlos en la búsqueda de doblones de oro en los conventos donde intimidaban a monjas y a frailes. Muchas gentes recordaban con horror los gritos de aquel pobre fraile, superior del convento de San Agustín, a quien habían machacado los dedos meñiques con las culatas de las escopetas para hacerlo «cantar» dónde tenía escondido el dinero.
Los cartageneros siempre recordaron con orgullo la heroica resistencia de Don Sancho Ximeno de Orozco, el castellano del fuerte que entonces guardaba la entrada por Bocachica, el de San Luis, que quedaba un poco más hacia mar abierto en relación con el actual, el de San Fernando, que fue construido después de que el almirante Vernon, cuatro décadas más tarde, destruyera definitivamente aquel heroico fortín. Durante este asedio, la flota francesa se había colocado en forma de media luna alrededor del castillo San Luis, vomitando fuego sin tregua sobre sus muros. Asediaban el navío Scepter, con 650 hombres y ochenta y cuatro cañones; el Saint Lewis, con 420 hombres y cincuenta y cuatro cañones; el Fort, con 450 hombres y veinte cañones; las naves Vermandois, Apollo, Furieux y Saint Michael, de 350 hombres y cincuenta cañones cada una. En segunda línea de fuego permanecían, para relevo, el Cristo, el Avenant, el Marin, y el Eclaktant, con un total de 508 hombres y noventa y cuatro cañones. En tercera línea aguardaban los buques de transporte y otros de apoyo.
Don Sancho, resistiendo como podía con quince de sus cañones —pues la otra mitad había sido desmontada con grandes pérdidas de hombres a causa del infernal bombardeo—, no quiso entregarlo al poderoso enemigo. Pointis había hundido una lancha de refuerzos que desde Cartagena fue enviada para aliviar el sitio, en la que también venían dos frailes franciscanos que habían concurrido a la batalla, y esto fue lo que terminó de persuadir a los defensores del cerco sobre la inutilidad de la lucha. Los franceses desembarcaron tropas de asalto y desde sus escuadras de guerra, compuesta de nueve navíos, nueve fragatas y un lanzabombas, continuaban martillando las defensas. Corría el 16 de abril. La situación era tan angustiosa para los españoles, que el mismo Pointis, compadeciéndose de ellos, envió a uno de los frailes capturados con un «tambor» —soldado éste que tocaría a redoble para anunciar la llegada— a solicitar la rendición del fuerte. Fraile y soldado se abrieron paso por entre los escombros y cadáveres, y en un momento en que el fuego cesó para que se oyeran las voces de la embajada, al son del tambor, el fraile se acercó a las derruidas murallas y gritó:
—Traigo embajada para Don Sancho. Quiero hablar con él.
Y Don Sancho respondió:
—¿Qué queréis, buen fraile?
—El Barón de Pointis os manda a saludar y a solicitar que entreguéis el Castillo —contestó el cura.
—¡Decidle que mal puedo yo entregar lo que no es mío! —contestó el valiente defensor. Estas inmortales palabras quedaron para siempre grabadas en la mente y corazones de los cartageneros, quienes desde entonces las repetían por motivo de orgullo y valentía sin cuento para infundirse ánimo al enfrentar cualquier peligro.
Entonces, ante la tajante respuesta, el combate volvió a enfurecerse, y bajo la lluvia de fuego y metralla de tres mil fusiles invasores contra setenta hombres que defendían el fuerte, los franceses se fueron aproximando en oleadas sucesivas desembarcadas de los siete buques de transporte que traían hasta que ya les fue posible arrojar las granadas sobre los parapetos adonde se escondían los defensores. No habiendo ya casi hombres blancos para defender la posición, la guarnición mestiza y de color que quedaba se echó al suelo y arrojó las armas en señal de rendición, desquitándose de Don Sancho, quien tiempo atrás había sofocado por la fuerza una revuelta de negros cimarrones. Inútilmente trató Don Sancho de hacerla pelear hasta el final, aun amenazando a los jefes con su daga. Al ver esto, los franceses pararon súbitamente el bombardeo y acallaron los fusiles para conocer el desenlace de la disputa. Don Sancho Ximeno, asomándose a la muralla y desgarrando el silencio de las armas, clamó con potente y desafiante voz, como león herido por el dardo:
—¡Aunque me quede solo, Barón de Pointis, ni me rindo ni pido cuartel! —Después de lo cual procedió a encerrarse en alguna habitación que todavía quedaba en pie, no sin antes escuchar tras de sí las descargas de fusilería que enmarcaron su gesto.
Como el Barón amenazaba con pasar a cuchillo a los combatientes que quedaban si no abrían la desvencijada puerta de acceso a la fortaleza, los negros y mestizos procedieron a quitar el terraplén que la protegía, echaron abajo los cerrojos, quitaron la pesada tranca y se la abrieron al enemigo. Los franceses se precipitaron sobre la entrada y, tras capturar al desarmado Don Sancho, se lo entregaron al Barón, diciendo:
—Barón, he aquí al defensor del Castillo. —Ante lo cual espetó Don Sancho, con la voz agitada por la angustia y la refriega:
—Os aseguro, Barón, que ni me he rendido, ni he pedido cuartel, ni he entregado lo que no es mío —seguido de lo cual respondió el Barón en un gesto de caballerosidad todavía a la usanza en la época:
—Ya lo sé, pero un valiente caballero como vos tampoco debe estar desarmado. —Y quitándose la espada de su cintura se la entregó al valeroso español y concluyó—: Ahora sí, entregadme los almacenes, bastimentos y municiones.
—Aunque me hayáis obsequiado con vuestra espada, Barón, ya os dije que nada os entregaré. Pedidle cuanto queráis a Don Fernando Vivas, el artillero, quien lo tiene bajo su cuidado y a quien podéis mandar a sacar de la prisión adonde lo he tenido en capilla por no saber defender lo que no era suyo.
El francés quedó atónito y ordenó que le rindieran honores militares a tan gallardo y altivo caballero como no había conocido a otro; luego lo invitó a cenar a su tienda de campaña y lo sentó a su lado derecho. Acabada la cena procedió a despacharlo hacia la isla de Barú con su familia como prisionero temporal. No siendo Don Sancho capaz de conservar aquella espada de la deshonra, por las atrocidades que los hombres de Pointis cometieran en la ciudad, la entregó después con todos los honores a manos de la Virgen de Santa Catalina, imagen que adorna el retablo del Altar Mayor de la Catedral y que hasta el día de hoy se conserva allí.
En efecto, promediando el mes de mayo, con los franceses ya en poder de la ciudad, las primeras lluvias hicieron su aparición y con ellas la disentería que comenzó a hacer estragos en su Armada; los buques se convirtieron en hospitales y por las calles se veían deambular con rostros demacrados por la deshidratación y la fiebre a los crueles vencedores. Pointis, con inusitada sevicia, hizo volar varios baluartes de la ciudad, incendió las cureñas de los cañones, apresuró el embarque de lo último que pudo y zarpó el 25 del mes, no sin antes autorizar a los bucaneros, que permanecían inmunes a la enfermedad, a continuar el saqueo de los almacenes y los despojos que quedaban. Ducasse agriamente reclamó a Pointis el diez por ciento del primer millón y el tres por ciento de los restantes, tal como había sido pactado en Santo Domingo. Sus amenazas y conato de rebelión apresuraron la partida del Barón, quien había dispuesto que sus hombres montaran guardia cerrada en los buques para evitar cualquier intento de abordaje.
—Si vos deseáis el diez por ciento del botín, ¡pues tomadlo de la ciudad que ahí queda a vuestra merced!, pues no podría yo robárselos a mis hombres que tan gallardamente lucharon contra tan poderoso enemigo. Además, yo he devuelto el diez por ciento a los pobladores que voluntariamente contribuyeron —dijo Pointis, gritando, además, indecibles imprecaciones cuando abordó, finalmente, la nave capitana que fue apresuradamente desamarrada del puerto.
—¡Perro francés! —gritó el bucanero, no sin antes despedirse con otro grito de «¡Vete a la mierda, ladrón, hijo de puta!», para dedicarse al más cruel desprecio y trato de los cartageneros que se vieron obligados a entregar al invasor otro millón y medio en oro, plata y piedras preciosas. Así se despidieron aquellos bandidos, como si para ellos «ladrón» fuese el más vil y reprensible de los insultos.
Las iglesias y los conventos fueron vaciados de cálices, vasos sagrados y ornamentos y hasta los enfermos fueron sacados de los hospitales para obligarlos a registrar sus casas en busca de tesoros y aun de baratijas. Al propio Don Sancho Ximeno, pese al salvoconducto que le otorgara el Barón, le sacaron cien mil pesos y casi lo ejecutan de no ser por la intervención de Fray Tomás Beltrán, quien ofreció entregar a cambio de su vida una caja con ochocientos pesos en plata labrada que desenterró de algún lugar y entregó a los bucaneros. Posteriormente hicieron explotar varios barriles de pólvora en el convento e iglesia de Santo Domingo, derribando muros, paredes y altares. El sacrilegio coronó al pillaje. Nada, pues, quedó en aquella ciudad, salvo lo que las damas de alcurnia y monjas habían logrado sacar hacia Mompox, previo al asedio. El terror había durado hasta el 3 de junio.