—¡Cerrad las puertas de las murallas! ¡Batallones, a sus puestos!
En aquel momento Don Blas de Lezo impartía perentorias órdenes de dirigir proa hacia Bocachica en cuya parte interior fondearía; amparado tras las cadenas, pretendía poder preservar la entrada con sus cañones navales. Los comandantes de escuadras de ejército impartiendo órdenes, los soldados corriendo hacia las murallas, el ruido de armas, la leva de anclas, los gritos de los grumetes y la marinería transmitiendo órdenes de desplegar las velas, maestros de vela, artilleros, ayudantes y armeros, todos saltando a bordo y algunos subiendo por las mallas tendidas en los palos, el desamarre de los buques y la precipitud de las maniobras, contribuyeron a crear un clima de zozobra. Aquellos buques estaban relucientes, pues habían sido recientemente calafateados para hacer más estancas sus cubiertas y costados; permanecían majestuosamente inmóviles en el puerto con todos sus banderines desplegados en los cables y agitados por el viento. Antojábanse mariposas batiendo sus alas primaverales. Los capellanes salieron a bendecir a las tripulaciones y muchos marinos pusieron rodilla en tierra para recibir la absolución, mientras otros aprovechaban meterle fuego a los hornillos para encender las mechas que activarían los cañones. Padres y frailes de distintas congregaciones religiosas se hicieron presentes en el muelle para dar aliento y auxilios espirituales a la marinería que se aprestaba a salir al encuentro del enemigo.
—Acúsome, Padre, de que he pecado…
—Yo te absuelvo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. Vete, hijo, y cumple con tu deber.
El obispo Don Diego Martínez se hizo presente por petición del general Lezo para que bendijera los navíos y sus cañones, porque la salvaguarda e integridad del Imperio se consideraba la salvaguarda e integridad de la Fe. El agua bendita se asperjó profusamente por los cascos de los buques y sobre los combatientes que, rodilla en tierra, se hacían la señal de la cruz. Ese día el General recibió la absolución del Obispo, quien trajo la comunión al puerto y de paso bendijo al matrimonio Lezo.
—Pida por mi marido, Señor Obispo —solicitó Doña Josefa.
—Está en mis oraciones, Señora —dijo cumplidamente el Obispo.
Cuando las poternas de las baterías se abrieron, todo el mundo entendió que era la hora de partir. Lezo ordenaba soltar las muelas de cabo, largaba los velámenes y se hacía a la mar. La brisa de sotavento hinchaba las velas y la nave capitana, La Galicia, se hizo a la mar muy pronto, seguida del San Carlos, el San Felipe y el África. Un viento misterioso de guerra mecía los cabellos del General y las gentes paradas en el muelle advirtieron por primera vez el mechón casi blanco que manifestaba los años de riesgos y privaciones y que se movía como un banderín de avanzada sobre la curtida frente del guerrero. Nada hay que encanezca más a un hombre que estar al borde de la muerte y al filo del cañón. A los otros dos buques, al Dragón y al Conquistador, se les dio la orden de permanecer al amparo del dique submarino de Bocagrande, como reservas navales, entre otras razones, porque no convenía su apiñamiento en la entrada de Bocachica. Uno a uno los barcos de la escuadra española fueron enrutándose en fila india hacia Bocachica, dado el peligro de abrirse demasiado y romper quilla en los corales de un mar de bajo calado que a lado y lado de la ruta, hacia mar abierto, ocupaba casi todo el espacio entre el puerto y su punto de acceso; alcanzaron Bocachica, la puerta de resguardo de la bahía y distante unos catorce kilómetros, en algo más de una hora. Los navíos que se dirigían a la Boca, o de ésta a Cartagena, transitaban, en realidad, por una especie de canal marino natural de entrada y salida del Puerto, extendido a lo largo de la bahía. Aquel día no hubo negritos en canoas pidiendo a los marinos que les tiraran monedas para recogerlas del fondo del mar, diversión a las que muchos se prestaban y que hasta hoy persiste. Era común ver los barcos rodeados de niños negros que, haciendo gala de su capacidad pulmonar, se zambullían en las profundas aguas para salir con las monedas a la superficie, exhibiéndolas como el mayor de los trofeos.
Poco después de alcanzar su meta tras las cadenas de Bocachica, Lezo mandaría un despacho al Virrey para solicitarle que diese orden al gobernador de Santa Marta de que todavía no saliese el almirante Torres a auxiliar a Cartagena, previendo no poner sobre alerta a Vernon antes de que éste cumpliera con sus planes de desplegar toda su Armada en el litoral y así cogerlo por la espalda. Esto quedó consignado en su diario de a bordo aquel fatídico lunes 13 de marzo de 1741. Ignoraba que ya Torres se había marchado a La Habana, entre otras razones, porque el mantenimiento de su flota había desabastecido la ciudad y propiciado una gran penuria de alimentos y suministros.
El capitán, Don Juan de Agresote, observando la mirada impasible de Lezo, le susurró con voz grave:
—Como Vuestra Merced lo dijo, los ingleses han llegado, Señor.
—Los españoles también… —replicó Lezo, como suspirando, y con rostro adusto se sumió en su habitual serenidad.
Bien pasado el mediodía, los catalejos informaron de más velas en el horizonte, en posición de línea, a la manera de los primeros navíos, y en claro despliegue de fuerza intimidatoria. El resto de las naves fue apareciendo lentamente hasta poblar el horizonte por completo, como si, de repente, el mar se convirtiera en un bosque multicolor de palos y banderas de guerra. Fue entonces cuando comenzaron a sonar las músicas marciales, queriendo anticipar, en acompasado preludio, lo que sería el desfile de las tropas inglesas por la ciudad rendida, la ciudad más rica, hermosa y fuerte de toda la América meridional. En total, habían llegado ocho navíos de tres puentes y noventa cañones cada uno; también otros veintiocho navíos de dos puentes y cincuenta cañones, más doce fragatas de cuarenta cañones cada una, que hicieron su aparición seguidas de dos bombardas y 130 embarcaciones de transporte de tropas donde venía un ejército de asalto de 10.000 hombres; entre ellos, un contingente de 2.763 soldados oriundos de la entonces colonia norteamericana, al mando de Lawrence Washington, hermano del futuro libertador de Estados Unidos, George Washington, y mil negros macheteros de Jamaica. En total, otros 12.600 marinos completaban aquella formidable armada de 23.600 combatientes, 180 naves y 2.620 cañones navales, más distintas piezas de artillería de desembarco que se aprestaban a asaltar la fortaleza militar más grande jamás construida en Occidente.
Los españoles defenderían la plaza con 2.230 hombres veteranos, más 600 indios traídos del interior de la provincia. Estos 2.230 hombres pertenecían a una fuerza superior, llegada de Europa compuesta por unos 3.380, pero disminuida por la peste del «vómito negro», hoy conocida como fiebre amarilla, que había azotado aquella región antes de la llegada de la escuadra inglesa; estaban distribuidos en doce compañías que, con su dotación original, ahora disminuida, tendría cien hombres cada una del Regimiento de Infantería de Aragón; otras doce compañías con el mismo número de hombres formadas por varios piquetes de los regimientos de Toledo, Lisboa y Navarra; nueve compañías del Regimiento Fijo de la Plaza; cinco compañías de milicianos, formadas por los vecinos de la ciudad; tres compañías de blancos criollos y dos de pardos; 900 hombres de tropa de la marina y ochenta artilleros, todo lo cual, en plenitud de fuerza, sumaría 6.000 hombres de los cuales no quedaban más que unos 2.830, todos sumados, para anteponer a los 23.600 de los ingleses, en una desproporción de ocho a uno. En cuanto a poderío de fuego, los seis navíos españoles podrían desplegar poco más de 360 cañones, más 310 cañones del recinto amurallado y otros 320 distribuidos en los demás fuertes y baluartes, para un total de 990 bocas de fuego contra unas 3.000 piezas de artillería de mar y tierra del enemigo; es decir, con una desventaja de tres a uno, desventaja que se acrecentaría en la medida en que los ingleses concentraran el fuego sobre cada uno de los fuertes defendidos por separado. Los ingleses contaban, pues, con la movilidad de sus efectivos artillados, mientras los defensores quedaban más o menos inmovilizados en sus puestos, aunque con la ventaja de la protección de las murallas y parapetos, pero que, una vez vulnerados, cederían ante el desproporcionado embate de los atacantes. A juzgar por los efectivos desplegados, la plaza no se hallaba en su mejor estado de defensa y todavía tenía serias carencias de buques y hombres, además de víveres y pertrechos, glasis y terraplenes para contrarrestar la furia del bombardeo enemigo.
El virrey Eslava, quien desde su baluarte observaba con su catalejo el horizonte, exclamó con angustia:
—¡Dios mío, cuántos son! ¡Desencadenarán el infierno contra nosotros! —dijo soltando el catalejo sobre la áspera piedra.
En el entretanto, Vernon en alta mar se volteaba hacia su lugarteniente y, con los labios apretados por la emoción ante la imponente vista de Cartagena y sus sueños de verla rendida a sus pies, le decía con rebosante optimismo:
—En realidad, con once barcos hubiera sido imposible esta tarea.
—¿Cuántos tenía la Armada de Felipe II? —preguntó su ordenanza.
—Creo que ciento veintiséis. Nosotros tenemos ciento ochenta. Ésta es la «otra Armada Invencible», que no sólo rendirá a Cartagena sino a todo el Imperio.
—¡Pero la Invencible de verdad, milord! —contestó el marino.
Cartagena había quedado bloqueada por mar. Aquel 13 de marzo de 1741 el Imperio Español comenzaba a vivir el día más largo de su historia.
Una ciudad «salada»
Se nace caballero, como se nace pirata.
(Viejo adagio)
L
os cartageneros decían que la ciudad estaba «salada» porque era blanco permanente de asaltos por todo tipo de forajidos, piratas y corsarios de los mares, muchos de ellos contratados por los gobiernos de Holanda, Inglaterra y Francia, archienemigas de España. Era de común memoria la última toma por Jean Bernard Desjeans, Barón de Pointis, quien, amparado por la Alianza de Augsburgo, la atacó con más de 5.000 hombres, entre ellos 650 bucaneros reclutados en la costa de Santo Domingo que entonces estaba en poder de los franceses. El 13 de abril de 1697, otro día 13, la Armada Francesa fondeó en aguas de Cartagena y con 522 bocas de fuego, contra treinta y dos del castillo de San Luis, con 150 hombres que lo defendían, vomitaron 4.000 cañonazos en diecisiete días y sometieron, finalmente, la Plaza al más terrible castigo y posterior saqueo de todas sus riquezas.
Toda esta calamidad habría podido evitarse si Don Diego de los Ríos y Quesada, a la sazón gobernador de Cartagena, hubiese tomado las precauciones que desde la Corte de Madrid, mediante dos Cédulas, le instaban a tomar. Ya a finales de 1696 los servicios diplomáticos y de espionaje españoles daban cuenta de las intenciones del rey francés de enviar una expedición hacia el Caribe y, concretamente, contra el puerto «llave» del Mare Nostrum hispánico, la codiciada Cartagena de Indias, famosa por los fabulosos tesoros que albergaba. Don Diego había hecho caso omiso de tales advertencias y órdenes y había descuidado grandemente las defensas de la ciudad que por aquel entonces amenazaban ruina. Este fue su primer error, pero no sería el único.
Francia, en esos tiempos finiseculares, se erigía ya como una gran potencia bajo el cetro de Luis XIV, cuya ambición se desplazaba ahora hacia la conquista del Imperio Español de la América meridional, amenazando con ello el delicado equilibrio del poder europeo. Motivada por tales acontecimientos, España se había sumado a la Liga de Augsburgo desde 1686, conformada por el emperador de Alemania, el rey de Suecia y algunos príncipes italianos, que veían de cerca la amenaza francesa. En aquellos momentos, España dependía de manera crucial de sus colonias americanas debido a las ruinosas e interminables guerras que en suelo europeo había sostenido en el pasado reciente; a esto se le sumaba la desdicha de que Carlos II, «el Hechizado», no había producido heredero en dos matrimonios sucesivos y ahora todas las cortes de Europa rondaban como aves de rapiña esperando el momento propicio para apoderarse del Imperio de ultramar, mediante la guerra o el acuerdo sucesorio de uno de los suyos en el trono español. Este Imperio se extendía desde California hasta el río Missouri, en el norte de América, y desde allí hasta la Tierra del Fuego, en el sur; y se extendía hacia Occidente, a través del Océano Pacífico, hasta incluir las islas Filipinas.
Así, Carlos de Austria, Leopoldo de Baviera, Víctor Amadeo de Saboya, el rey Pedro de Portugal y, por supuesto, el Duque de Anjou, nieto del Rey Sol y sobrino segundo del estéril monarca, ambicionaban hacerse con el trono hispánico. Para ello se tejieron las más sorprendentes intrigas palaciegas tendientes a torcer la voluntad del rey para que en su testamento dejara sucesor. Francia ensayó, pues, la intriga, que llevó a su lecho, y la guerra, que llevó a sus costas; Barcelona cayó y Cádiz fue atacada. Cartagena, en este sangriento ajedrez, sería la presa que estrangularía los ingresos españoles provenientes de América del Sur y que obligaría al hechizado rey a capitular a favor del Duque.
Pero tampoco la habían tenido tan fácil los franceses, pues Cartagena había cobrado caro los escasos cañones y hombres que, en última instancia, la defendían, habiéndole causado más de cuatrocientos muertos e innumerables heridos al enemigo durante un cerco que duró, sin tregua, del 13 de abril al 4 de mayo. Hacia el 16 de abril, caía primero el fuerte de San Luis que resguardaba la única entrada a la bahía de Cartagena; el 18 la Armada penetró la bahía y cercó el segundo anillo de defensa de la ciudad, el fuerte de Santa Cruz de Castillogrande, abandonado a su suerte por el capitán Francisco de Santarén de quien se dice tuvo connivencias con el francés; el 19, Pointis atacó el tercer anillo, la más formidable fortaleza de Cartagena, el castillo de San Felipe de Barajas, que estaba defendido por tan sólo setenta hombres. Pereció en aquel violento combate su castellano, Don Juan Manuel Vega. Esta fortaleza era clave para la defensa de la ciudad porque estaba asentada en un montículo, el cerro de San Lázaro, desde donde se la podía defender con solvencia; pero esto también se convertía en una terrible desventaja para la ciudad, si el fuerte caía, pues desde allí también se dominaba la Plaza, que podía ser presa de sus bombardeos a partir de una ventajosa posición. Esto le abrió a Pointis «un gran radio de acción», como él mismo lo confirma; allí estableció su cuartel general, procediendo a desembarcar veinticinco cañones de gran calibre y cinco morteros, con los cuales inició de inmediato el castigo del recinto amurallado. La actividad, según nos cuenta, era febril; los soldados cortaban durmientes; los marinos desembarcaban pertrechos y los negros ayudaban en lo que podían. Los bucaneros, sin embargo, en nada cooperaron; a tal punto, que Pointis se enfrentó con Ducasse, el jefe de los piratas: