—Domine, non sum dignus… —repetían tres veces los fieles y se daban los correspondientes golpes de pecho…
—¡Hombre, y de paso los españoles nos mandan a este cojo cabrón para que nos defienda! —susurró el más parlanchín de los contertulios.
—¿El patepalo? —Sí. ¡Y de contera manco y tuerto! —remató.
—¡Esta ciudad es muy salada! ¡Quién sabe qué estarían pensando esos maricas peninsulares! ¡Que esta ciudad se defiende con un lisiado! ¡No joodaa! —exclamó, alargando la última sílaba con ese peculiar acento caribeño que siempre aspira las eses finales de las letras, aunque con menos corte que los andaluces. Y en cuanto a lo de maricas, en la costa de lo que es hoy Colombia, desde hace siglos se emplea ese vocablo con la acepción de tonto o imbécil.
—El Felipe V ése… ¡es un «güevón»! — respondió de manera coloquial, con la misma acepción.
—Es un tipo raro. Eso dicen. Parece que está loco.
—De remate. Que se deja crecer las uñas como una vara y no se baña. Que anda todo desgreñado y se caga en la cama…
—Y eso no es todo. Dicen que el Rey comienza a aullar a partir de la medianoche hasta la madrugada… Estamos bien jodidos.
Y alguien más terció en la conversación en voz baja: —Podrá ser un rey maluco. Pero no se dejó joder de Carlos, el otro pretendiente al trono. Se defendió teso… Por algo habrá mandado al cojo Lezo —contestó en un tono más alto, empleando aquella palabra «teso», favorita, para los lugareños, que significa con tesón, con ahínco.
—Señores —dijo una señora incómoda — aunque el Rey no aúlle, sino que ladre… por favor, respeten, que estamos en Misa.
—Dominus vobiscum —exclamó el obispo Don Diego Martínez.
—Et cum spiritu tuo —contestaron los feligreses y se pusieron de pie, dándole una mirada de pocos amigos a quien había osado interrumpir aquella viva conversación.
Después del
Ite, Missa est
hubo solemne procesión alrededor de la Catedral y, entre lo uno y lo otro, los fieles se fueron a sus casas alrededor de las cinco y media de la mañana de aquel domingo 12 de marzo.
Había sido, en realidad, una larga jornada.
—Oye, cuadro —dijo algún feligrés a la salida de Misa en su habitual lenguaje—, aquel Vernon es un cobarde, ¡no jooodaa! ¡Salió corriendo cuando le mandaron la Armada! ¿Tú sí crees que vuelva por aquí? —Mientras esto tenga de lo que ellos quieren, claro que volverán —respondió el aludido.
Por eso, aunque todo el mundo sabía el qué, nadie sabía el cuándo, pero todos se aprestaban a recibir una tormenta que pronto, más pronto de lo esperado, llegaría a aquellas fortificadas costas.
Cuando a las nueve de la mañana del lunes 13 apareció la primera vela por Punta Canoas como un punto casi irreconocible en la lejanía de un mar también plomizo, los catalejos de la ciudad de dirigieron a identificar la nave que se acercaba, con la ansiedad que por aquel entonces suscitaba el que fuera un navío pirata, o una nave de guerra, y no un navío comercial. Era moneda corriente que Inglaterra había declarado las hostilidades a España dos años antes y que las dos incursiones de Vernon, aunque causaron estupor, no habían sido más que bravuconadas a las que Blas de Lezo había salido al paso demostrando que con su pequeña escuadra de seis buques podía ser un meritorio defensor de la ciudad amurallada.
Confiaban en que los ingleses habían aprendido la lección. Algunos pocos, sin embargo, pensaban que aquellas incursiones, iniciadas el 13 de marzo de 1740 y el 3 de mayo del mismo año, podían ser tanteos de las defensas para caer sobre Cartagena con una fuerza aun mayor.
Entre ellos estaban Don Blas de Lezo y el virrey Eslava.
En efecto, en el primer ataque Vernon se había mantenido a una prudente distancia de la Plaza, desde donde estuvo bombardeando sus defensas exteriores entre el 13 y el 21 de marzo de 1740; pero fue obligado a retirarse cuando Lezo desmontó de su nave capitana un cañón de dieciocho libras que, emplazado en tierra, alcanzó con varios disparos a los ingleses. Vernon había probado que sus cañones, disparados desde el Mar Caribe contra la ciudad, no llegaban ni a la playa; el mar era demasiado pando como para acercarse mucho. Cartagena, pues, presentaba una defensa natural insalvable, a menos que se la atacara penetrando la bahía interior. Pero dos formidables fuertes cuidaban a ambos lados su boca de acceso.
En la segunda intentona de mayo, ya con efectivos más considerables —Vernon traía trece navíos de línea y una bombarda, a diferencia de los ocho de línea, dos brulotes y un paquebote de la vez anterior—, el osado almirante también se había visto precisado a la retirada ante una emboscada marítima tendida por el almirante español y en la cual su flota recibió serios daños. Don Blas de Lezo había permitido que los barcos enemigos se acercaran temerariamente a la primera línea de defensa y, sorprendiéndolos por la retaguardia, emplazó dos líneas de navíos en cuyo campo se tendieron fuegos largos y cortos; Vernon intentó penetrar en la bahía interior a través de Bocachica, pero las cadenas que allí había mandado a colocar Don Blas de Lezo se lo impidieron. El primer buque quedó encallado contra las cadenas submarinas, obligando al segundo a virar y a esquivar el choque, pero yendo a parar de proa contra las cadenas. Allí los dos buques recibieron el castigo fenomenal de los fuertes San Luis y San José, a ambos lados del estrecho. Alguno giró como un trompo.
Se zafaron como pudieron y echaron marcha atrás, pesadamente, encajando muchos tiros que desarbolaron buena parte de sus velámenes, hasta el punto en que tuvieron que ser remolcados a alta mar. De los buques que los precedían, otro más fue desarbolado por la artillería naval; otro sufrió daños en el mastelero de gavia y otro más se fue haciendo agua por los impactos recibidos muy cerca de la línea de flotación con los fuegos cortos.
Pero este marino no albergaba dudas de que, por erróneo que hubiera sido el cálculo británico sobre las defensas de la ciudad, Inglaterra se precipitaría con una mayor fuerza para conquistar la estratégica Cartagena, entonces llamada la «llave» de los reinos del sur del continente. Vernon se retiraba, esta vez con el rabo entre las piernas, pero volvería, y con muchas más fuerzas, ahora que ya sabía de lo que se componían las defensas.
Desde la casa del Marqués de Valdehoyos, situada en la Calle de la Factoría, se divisaba mejor aquella primera vela de lo que parecía ser un bergantín, por lo que varios representantes del gobierno local, al percatarse de la todavía lejana visita, se dirigieron a la casa del Marqués a solicitar paso franco; pretendían subir al mirador que descollaba sobre el tejado y dirigir los catalejos al horizonte revelador. Estos miradores habían tenido su origen en las culturas del Cercano y Medio Oriente y con ellos se obtenía un gran dominio visual, además de brisa fresca. En Cartagena, tales miradores habían llegado de Cádiz y éste, en particular, contaba con un tejadillo que resguardaba a sus visitantes de un sol canicular.
La casa del Marqués, conservada hasta el día de hoy, tenía en la planta alta un amplio balcón de madera que daba sombrío y frescura a un gran salón adornado con un rico artesonado mudéjar; era su portada regia, de piedra lisa, coronada con un precioso dintel; abríase la portada a un espacioso zaguán flanqueado por escaños de piedra, cuyo techo era un corredor que comunicaba los entresuelos de lado y lado donde se guardaban las mercancías.
Pasado el zaguán se entraba al vestíbulo a cuya derecha estaba la escalera que conducía a la planta alta y la puerta de entrada a las habitaciones del portero. A la izquierda se alzaba sobre el vestíbulo la balconada de los entresuelos.
Posteriormente estaba el patio interior enclaustrado con arcos de medio punto; por uno de sus lados corrían balconadas abiertas a la brisa fresca del mar. Más allá del patio principal se encontraban las habitaciones de los sirvientes y esclavos de la casa y, tras éstas, un enorme traspatio que comunicaba con una huerta. En el vestíbulo de la planta alta, según se sube por la escalera, se alzaba la alacena que con rejillas de madera, a guisa de puertas, albergaba las tinajas con agua siempre fresca. El Marqués vivía opulentamente de las rentas que le dejaba el negocio de esclavos y mercaderías, especialmente harinas.
Valdehoyos confiaba en que la vela catada en el horizonte no procedería de una tercera incursión de Vernon, sino que la Flota de Galeones se había adelantado a visitar el puerto; ya entretenía cábalas sobre la cantidad de harina, aceite de oliva, vino, ropa, telas, hierro y otros suministros con los que esperaba abastecer sus mercados locales y los de la distante Santa Fe de Bogotá. Y nada había más irregular que aquella flota que, sin fecha fija de partida ni llegada, zarpaba de España por primavera y otoño, cruzaba el atlántico en unos cuarenta días, hacía escala en Puerto Rico o Santo Domingo, y luego se dividía en dos; una mitad hacía escala en Portobelo, en el Istmo, y luego se abrigaba en Cartagena, adonde permanecía a veces meses esperando el aviso de la llegada a la ciudad de Panamá, por el Pacífico, de las naves procedentes del sur, particularmente de Chile y del Perú. Llegado el «Navío de Aviso», esta mitad de la flota partía de Cartagena hacia Portobelo, cargaba las mercancías allí transportadas por tierra desde la ciudad de Panamá, al otro lado del Estrecho, regresaba a Cartagena, se reabastecía de víveres y levaba anclas hacia España, no sin antes hacer otra escala en La Habana. La otra mitad de la flota, durante el tiempo de espera, se iba hacia el puerto de Veracruz, y aguardaba a volverse a encontrar en La Habana con los galeones de Cartagena para luego, así reunidas, marchar escoltadas hacia la Metrópoli antes de surcar los mares por la ruta que los ingleses conocían como el Spanish Main, la cálida corriente marina —una especie de vía en el Mare Nostrum hispánico— que los peninsulares aprovechaban para llegar más pronto a la lejana Cádiz.
—A lo mejor —también pensó Valdehoyos— es el bajel de las Danaides que se aproxima con otro cargamento.
Éste era el nombre por el cual los españoles habían bautizado el «Navío del Asiento» inglés que, según se convino en el Tratado de Utrecht, no debía sobrepasar las seiscientas toneladas y cuya mercancía no debería venderse sino en tiempo de feria, una vez cada año. El nombre hacía referencia al mitológico tonel de las Danaides, que no se llenaba nunca, y este navío, llamado también de «Permiso», el permiso de traer negros a América, al revés del tonel, tampoco se vaciaba, dado el volumen de contrabando que traía.
Así, los ingleses habían ideado un sistema por medio del cual se introducía el contrabando a los dominios españoles; consistía en que el barco del Asiento hiciera escala en Jamaica so pretexto de refrescar a los hacinados negros, para luego reembarcarlos en pequeños lotes y, confundidos con mercancías de todo tipo, distribuir el cargamento por los puertos de Veracruz, Caracas, La Habana, Portobelo, Panamá y Buenos Aires. De esta manera burlaban lo dispuesto por las autoridades españolas de que el puerto único de desembarque fuese Cartagena, lugar donde se llevaba un estricto control de la mercancía humana; el mayor temor de España era que Inglaterra pudiese introducir negros a América que ya hubiesen sido catequizados por los protestantes. Además, España recelaba de la burla de las seiscientas toneladas máximas autorizadas, ya que estaba al tanto de que Inglaterra enviaba distintos bajeles de variado y superior tonelaje a los puertos americanos, muchas veces con la complicidad de funcionarios venales y corruptos. La astucia de los asentistas negreros fue inimitable y no hubo delito ni triquiñuela que no se ensayara o tolerase.
(Texto de la imagen) La ruta de «Los Galeones». Muestra la posición importante que Cartagena tuvo durante el régimen colonial como puerto de escala y abastecimiento de la célebre Armada de Galeones. (Tomado de «The story of St. Augustine», 1975.)
El tratamiento que recibían los negros por parte de los traficantes ingleses y holandeses no podía ser más bárbaro; venían aherrojados con cadenas, después de cazarlos como a animales en el África Central; eran conducidos a Cacheu, a la isla de Cabo Verde, San Pablo de Loanda, São Thomé, San Jorge de Mina y la desembocadura del Zaire, desde donde los embarcaban con destino a las Antillas, el Norte y el Sur de América. Los holandeses se surtían de estos tres últimos puntos, principalmente, transportando a sus negros a su factoría en Curaçao, bajo el monopolio de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales. Los ingleses, en cambio, almacenaban sus negros en la isla de Barbados y Jamaica. Desde mediados del siglo XVII, el comercio de negros en el Caribe fue organizado a través de compañías de almacenamiento y distribución, y el circuito completo inicialmente se llevó a cabo a través de la Compañía de Reales Aventureros del Comercio Inglés con África, fundada en 1660 por el duque de York, hermano del rey Carlos II. La habilidad holandesa, sin embargo, hizo que esta compañía fracasara en 1667, pues los plantadores ingleses mantenían negocios directos con los holandeses, evitando la Compañía de Reales Aventureros. Esta rivalidad ocasionó no pocas fricciones y guerras entre holandeses e ingleses por el predominio del tráfico negrero en el Caribe.