El Virrey abordó La Galicia a las cinco y media de la tarde, después de haber conferenciado con Desnaux, el comandante del Castillo.
—Señor Virrey —le dijo Lezo—, podéis mandar al capitán Don Miguel Pedrol a reconocer el terreno y constatar que el enemigo está desembarcando. Necesito hombres para atacar la avanzada inglesa y no permitir que el enemigo se consolide.
—No tengo hombres disponibles, General. Esto lo sabéis de sobra. Tendréis que apañaros con lo que tenéis.
—Es imposible hacer un ataque con tan pocos hombres; necesito por lo menos mil adicionales para efectuarlo exitosamente. A estas alturas el enemigo debe haber desembarcado quinientos y sería imposible romper el apoyo de la Armada con menos soldados. Aquí nos estamos jugando la suerte de la Plaza, Señor —concluyó enfáticamente. El Virrey entró en un silencio revelador. Lezo anotaba en su diario: «Pero no dijo D. Sebastián de Eslava ni sí ni no, y con estas omisiones vamos dejando al enemigo que haga lo que quisiere». Eslava pernoctó esa noche en la nave de Lezo mientras las bombas continuaron cayendo hasta la madrugada.
Muy temprano, a eso de las cuatro de la mañana, Blas de Lezo se hizo trasladar al Castillo para sondear a Desnaux. Corría el 23 de marzo. A las seis regresó a la nave y encontró al Virrey desayunando.
—¿Cuantos buques del enemigo han sido inutilizados, General? —preguntó el Virrey.
—Dos navíos de tres puentes han quedado muy maltratados. Otros dos navíos de setenta cañones y uno de sesenta y seis están fuera de combate, con los costados de estribor desguazados; nos hemos dado cuenta de su situación por los rumbos que las maestranzas les pusieron. Hay otro de cincuenta cañones que está medio deshecho. En total, cinco grandes navíos de guerra están fuera de combate y se los atribuimos a la batalla del día 20.
—Muy bien, General. A propósito, he meditado vuestra petición, de obtener más hombres para lanzar un ataque. Ayer por la tarde conferencié con el coronel Desnaux y él es del parecer que no conviene debilitar a Cartagena ni a La Popa. Le he dado vueltas al asunto en mi cabeza y tengo que decir que estoy de acuerdo con Desnaux. Por ahora no conviene efectuar ningún ataque. —Esta era la forma en que Desnaux se cubría las espaldas: complaciendo al Virrey en sus apreciaciones.
—Cuando Vuestra Merced quiera hacerlo, no podrá —respondió tajantemente Lezo.
—Por lo pronto os enviaré desde Cartagena al capitán Agustín de Iraola para que os asesore en el tema de la artillería. Creo que su ayuda os será de gran valor. Disponed que salgan algunos piquetes del Castillo hacia las barracas de la playa y continuad observando los pasos del enemigo —dijo Eslava y hacia las siete se marchó a Cartagena.
A esa hora comenzaron los bombardeos, con tan mala suerte, que una bomba cayó sobre el almacén de víveres del Castillo y destruyó todo cuanto había, causando varias bajas. Lezo procedió a reenviar víveres para doce días y reemplazó como pudo los muertos y heridos de su propia tripulación. Las raciones comenzaban a escasear y la situación empezaba a verse crítica. Media hora más tarde, el General era avisado que dos prisioneros canarios fugados de un navío de setenta cañones habían llegado y querían entrevistarse con él. Los fugitivos le informaron que los planes de Vernon eran tomarse el castillo de San Luis, desembarcar en Manzanillo y avanzar hacia La Popa de sur a norte, al tiempo que desembarcar en La Boquilla y avanzar hacia La Popa de norte a sur, atenazando el puerto y forzando el castillo de San Felipe; que un correo que iba hacia La Habana había sido interceptado en alta mar con una carta al almirante Torres pidiéndole auxilio… Lezo escuchó la narración sin inmutarse. «Conque Torres estaba en La Habana y Eslava no me había dicho nada», pensó el General con visible disgusto. Y dando un manotón en la mesa, preguntó a los canarios:
—¿Cuántos hombres piensan desembarcar en La Boquilla?
—Catorce mil —respondió uno de ellos—. Desde el día 22 hasta hoy están desembarcando al norte de Chamba y han mandado una avanzadilla a las cercanías del San Luis para alertar de vuestros movimientos. Hemos oído decir que después de tomarse esta Plaza irán hacia Veracruz —narró el fugitivo.
—Catorce mil son demasiados hombres. No lo creo posible, sobre todo si piensan desembarcar en La Boquilla. Pero eso nos da una idea de la cantidad de gente que van a acometer contra el San Luis. ¿Cómo os capturaron?
—Íbamos de Canarias a Curaçao en un barco cargado de vino, cuando nos apresaron. Hay otros prisioneros españoles y franceses en sus barcos. Provienen éstos de una balandra francesa que venía a Portobelo con ochenta mil pesos; la balandra la tienen en Jamaica y su tripulación ha sido repartida en todos los navíos. Hemos oído también que los ingleses esperan un convoy de refuerzo; que ayer un capitán y cinco hombres murieron en un navío y que el fuego costero del día veinte les hizo mucho daño. Que tienen por lo menos cinco navíos averiados.
Esta declaración, consignada en el diario de Lezo, confirmaba su propio informe de los daños al virrey Eslava.
A las dos de la tarde de ese mismo día Don Blas de Lezo recibía comunicación del Virrey en la que lo alertaba que el enemigo estaba a punto de recibir treinta navíos más de refuerzo, lo cual constataba lo dicho por los prisioneros escapados. El Virrey solicitaba al General que dispusiera de víveres para abastecer la ciudad, a lo cual Lezo respondió lo acostumbrado: «Que si el Virrey hubiese obrado tomando las precauciones necesarias, nada de esto estaría pasando». En la nota de respuesta, Lezo le añade:
Sírvase comunicarme Vuestra Excelencia cómo ha de disponer la retirada de este frente de guerra en caso de que sea necesario, pues esta tropa y la gente de mar y la del Castillo y baterías habrán de servir para la defensa de la Plaza, porque me recelo que si los enemigos ponen batería de cañón en tierra, se habrá de perder todo esto; debéis considerar lo dificultoso de conseguir la retirada en caso forzoso, pues este castillo no podrá resistir otro ataque de cuatro navíos. Este punto es digno de vuestra mayor reflexión.
Blas de Lezo, viernes 24 de marzo de 1741
Los temores del general Lezo estaban bien fundados. Una cuidadosa inspección del Castillo daba como resultado su falta de acondicionamiento contra un ataque frontal de esa envergadura; faltaba echar a tierra todos los merlones, que son los parapetos situados entre las cañoneras, y sustituirlos con costales de fique rellenos de arena, en lo posible, y poner una empalizada y construir revellines que protegieran la muralla de los impactos directos del cañón; los merlones estaban hechos de ladrillos, caracoles y piedras, que explotaban en mil pedazos al recibir el impacto de los proyectiles, causando gran destrozo y heridas a los soldados. Lezo había recomendado hacerlos de arena y tierra apisonada para amortiguar los impactos, algo con lo cual estuvo de acuerdo el coronel-ingeniero Carlos Desnaux. Los merlones, la parte más débil de una muralla y entre los cuales se abren las troneras de los cañones, saltaban como pan centrifugado esparciendo trozos de mampostería y esquirlas por los aires. La fragmentación ocasionada por el impacto de los proyectiles tenía el mismo efecto de una moderna granada de mano. Por eso mismo Lezo había recomendado echarlos a tierra y reemplazarlos con costales repletos de arena que, apilados unos sobre otros, actuaran como las trincheras en los frentes de batalla, amortiguando el golpe del proyectil y quitándole masa al impacto.
Lezo era uno de los pocos militares que había comprendido que el carácter de la guerra estaba cambiando y que el sistema de defensas amuralladas tendría que ser revisado. No era que desconfiara totalmente del sistema, pero había que revisarlo y mejorarlo, pues sus rígidas cortinas eran susceptibles de ser quebradas y demolidas. La artillería presentaba nuevas exigencias que no toda mente de los tiempos que corrían estaba en condiciones de aceptar. Echar los merlones por tierra era, pues, una propuesta demasiado atrevida para ser tenida seriamente en cuenta y, por ello, no pocas bajas se debieron a esta falta de visión y reacondicionamiento. La comparación con las bajas en los sectores parapetados con sacos daba la razón a Lezo. Dichos sacos estaban hechos de una fibra vegetal, llamada fique, sumamente resistente y con la cual, hasta hace muy poco, se empacaban las cargas de café, harina y otros comestibles para su transporte. En aquel entonces el fique era ampliamente usado en el Virreinato para elaborar todo tipo de empaques y ya Lezo había notado su utilidad en estos menesteres.
La otra gran falla había sido no despejar totalmente de árboles las inmediaciones del Castillo, para lo cual el Virrey no dispuso del dinero necesario cuando aquello era vital para una defensa que mereciera su nombre. La recomendación había sido despejar la zona hasta una distancia de tiro de cañón, lo cual permitiría emplear a fondo la artillería contra un invasor que se atreviese a poner sitio al San Luis por tierra. Como el fuerte tenía una forma irregular, en figura de tetrágono, debería haber tenido cuatro contraescarpas, que son las paredes inclinadas del foso, y no dos como las que presentaba: la una desde la puerta principal, no totalmente terminada, y la otra en la parte que miraba hacia el fuerte de Santiago. Sus murallas y parapetos parecían no tener el espesor correspondiente, pues sólo acusaban escasos dos metros y hasta 1,40 m, respectivamente; además, faltaba algo más de un metro para ser completada la muralla en su parte trasera respecto de la batería de Santiago. Tampoco sus subterráneos estaban en la mejor forma dispuestos, ni acusaban un grosor a prueba de cañón; similar cosa ocurría con los depósitos de pólvora. Menos aún la puerta de acceso al Castillo era invulnerable, pues no tenía puente levadizo, ni obra frontal alguna que la protegiera de un impacto directo. En los años siguientes, estas deficiencias fueron corregidas con la construcción de otra fortaleza a la entrada de la bahía, pero ya para entonces Inglaterra habría dejado de insistir en conquistar el Imperio Español.
Sin embargo, Carlos Suillar de Desnaux hizo lo que había podido con los recursos allegados por el Virrey: logró amurallar las ventanas y respiraderos que estaban descubiertos, de tal manera que resistieran los impactos; taló árboles y desgajó ramas y maleza en cien metros a la redonda, particularmente hacia la parte que mira a las baterías de San Felipe y Santiago, para evitar la demasiada aproximación del enemigo, aunque no alcanzó a talar lo suficiente como para alejarlo del todo. Era todavía posible que el enemigo se escondiera en la espesura próxima al Castillo y desde allí lanzara su artillería, escondida entre la maleza. Con sesenta y cuatro trabajadores enviados desde Cartagena por Eslava se hicieron fajinas y trabajos para fortificar y emplazar baterías en el camino cubierto a fin de impedir que la Armada diese fondo delante del Castillo y lo bombardeara; pero estas obras tampoco se concluyeron, pues fue menester repartir las fajinas con las de la batería de San Sebastián, emplazada en Varadero, adonde se tuvieron que desplazar cincuenta y cuatro hombres y buena parte de los materiales de obra.
Al recibir la carta de Lezo, Eslava responde: «Conviene mantenerse todo lo que se pueda en el Castillo para dar más tiempo, pues de esto depende la seguridad de la Plaza».
—¿Habéis oído, capitán Mas, lo que este loquito nos dice? Que debemos mantenernos en el Castillo lo más posible para dar más tiempo… ¿Tiempo a qué? ¿A que venga Torres de La Habana en nuestro auxilio? Los marinos canarios nos han informado que el correo enviado por el Virrey fue capturado… ¡y ya nadie vendrá en nuestro auxilio! Debo convocar a una junta urgente de los capitanes de los cuatro navíos y del castellano del San Luis porque considero que nuestra situación es insostenible…— Lezo se refería a cuatro de los seis navíos que en ese momento resguardaban la cadena y bloqueaban el paso del canal de Bocachica. Corría el 25 de marzo y esta junta quedó consignada en el diario de guerra del coronel Carlos Desnaux como algo que merecía anotarse dada su trascendencia en el transcurso de las hostilidades. Cuando Desnaux se hizo presente, Lezo, volviéndose hacia éste, le dijo:
—Coronel Desnaux, he oído el concepto de todos mis oficiales y vos habéis oído el mío propio. Han desembarcado 2.100 ingleses, según inteligencia que hemos tenido. Nosotros no estamos en posición de resistir por mucho tiempo los embates del enemigo en este castillo; mi apreciación es que debemos retirar la guarnición de esta plaza mientras podamos hacer una retirada en orden y sin sobresaltos… Si esperamos a que los ingleses fuercen la entrada, los hombres que nos harán falta para la defensa del puerto caerán prisioneros en el San Luis y los que no, estarán muertos, con lo cual sufriremos un desastre militar de marca mayor. Deseo oír vuestra opinión.
—Mi opinión, Señor, es que debemos resistir —contestó Desnaux con una frialdad pasmosa al tiempo que ponía su mano sobre el arriaz de su espada que ostentaba una bella guarnición de conchas—. Creo que, con el Virrey y yo, hacemos dos loquitos, si es que eso lo decís como un insulto, mi General —concluyó en tono altivo.
—Entonces, no lo toméis como un insulto, sino como un diagnóstico, mi Coronel. En tal caso, debe prevalecer la opinión de la mayoría que le ha dado la razón a los cuerdos… —dijo Lezo con sorna. Y añadió—: Es lo prudente, en este caso. He aquí, Coronel, la decisión escrita en este documento que todos han firmado y que vos debéis hacerlo también.
—Con todo respeto, mi General, pero yo no firmaré ese papel —respondió frunciendo el ceño y recalcando las palabras.
—¿Os negáis, entonces, a retirar vuestras tropas del Fuerte?
—Así es, mi General. Mi comandante es el virrey Eslava y él no quiere que se abandone este puesto. Yo defenderé el Castillo hasta que tenga brecha abierta y se puedan practicar los últimos esfuerzos de defensa, esfuerzos que no ahorraré, ni sangre que no verteré, en procura de no entregarlo al enemigo.
—Muy bien, Coronel, os quedaréis con la tristeza de haber sacrificado inútilmente a vuestros hombres y de no haber defendido a Cartagena con la inteligencia necesaria.
—Pero conservaré la alegría de haberla defendido con el valor suficiente —contestó Desnaux. Lezo le entregó una constancia de la determinación adoptada por la Junta y esto quedó consignado en su diario.
Aquel día, dieciséis cañones emplazados contra el ángulo flanqueado del baluarte y escondidos en la espesura abrieron un mortífero fuego contra el Castillo. Desnaux ordenó responder el fuego día y noche sobre la espesura, calculando el escondite, aunque no podía causar tanto daño como el que esperaba, dado el ángulo de tiro al que se enfrentaba. El enemigo, no obstante, sufrió muchas bajas, lo cual se comprobó a la mañana siguiente. Pero hacia medio día las baterías de tierra reiniciaron su castigo, intentando hacer brecha en la cara izquierda del Fuerte. Desnaux mandó a derribar los merlones del parapeto y cortó cuatro troneras por donde emplazó artillería adicional para defender el punto. Blas de Lezo acudió en su ayuda con La Galicia, y entre los fuegos del Castillo y los del navío abortaron, por lo pronto, la amenaza. Pero ya el Fuerte agonizaba. El General dispuso que sus hombres reemplazaran temporalmente a los de Desnaux para permitirles descansar de la fatiga ocasionada por el prolongado duelo artillero; en el entretanto, recibía parte del capitán Don Miguel Pedrol en el sentido de que el enemigo se había repartido hacia izquierda y derecha en la bajada entre San Felipe y Santiago, y que, al ser notada su propia avanzada por los vigías de los navíos de guerra ingleses, éstos habían abierto fuego contra ellos. Comunicábale que se disponía a atacar al flanco derecho del enemigo apenas viese la oportunidad para ello, ante lo cual el General ordenó que Agresote saliera en su apoyo, pues el ataque parecía a estas alturas demasiado aventurado. Un paquebote inglés hizo su aparición cerca del San Luis y comenzó a bombardearlo por sus flancos de mar; el fuego fue respondido con solvencia y, en el intercambio, el paquebote no salió muy bien librado.