El día que España derrotó a Inglaterra (25 page)

Read El día que España derrotó a Inglaterra Online

Authors: Pablo Victoria

Tags: #Historia, Bélico

BOOK: El día que España derrotó a Inglaterra
3.84Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ya entrada la noche, varios navíos volvieron a empezar el fuego sobre el castillo de San Luis; el resplandor de los cañones, la silueta de los buques espectralmente proyectada en las aguas, el estruendo de sus disparos y de cuando en cuando la explosión de los impactos, hacían pensar en un fan­tástico despliegue de fuegos artificiales, como el de las fallas de Valencia, si no fuera por lo mortíferos que resultaban. El cielo nocturno era trazado por las balas de los cañones que, calentadas al rojo vivo en las hornillas, se disparaban para causar mayores incendios y destrozos. Las chispas de los proyectiles impactados saltaban como artificiosos volcanes de súbito acti­vados. Los fogonazos se encendían y apagaban, rasgando el silencio de la lejanía en sucesión inmediata de destello y trueno. Parecían fugaces meteo­ros que en las noches oscuras y despejadas cruzan el cielo como lluvia de estrellas a mitad del estío. Cualquiera diría que en Bocachica se celebraban las fiestas de la fundación de Cartagena, según era el derroche de luces y truenos, aunque también pareciera aquello la cercanía de un Júpiter tonan­te que, cabalgando sobre el filo del horizonte, venía dispuesto a devorar hombres y haciendas.

«Ampáranos, Virgencita linda», decían los niños temblando lacrimosos, quienes, abrazados a sus padres, cubrían con las manecitas sus tiernos oídos como queriendo huir de la tempestad que se acercaba. Así era como se apreciaba, desde el casco amurallado, el choque de las dos civilizaciones que dominaban y se disputaban el mundo, sin que nadie atinara a predecir su resultado inmediato. Pero cuando llegaron al puerto los muertos y heri­dos, los cartageneros se miraron perplejos sin saber si habían ganado o perdido. Los gemidos lastimeros de los heridos se confundían con el llanto de las viudas, las novias y los familiares de los caídos que, allí en el muelle, los buscaban y se abrazaban a ellos; otros no podían salir de aquel marasmo emocional. Había tantos que lloraban a tantos otros, que por primera vez no había sido necesario pagar las plañideras.

El cañoneo duró toda la noche de manera intermitente y hacia las 5:45 de la mañana, poco antes del amanecer, Lezo ordenó que se retiraran las chalupas y los botes que de noche guardaban las cadenas submarinas contra la penetración de cualquier intruso. Aquel 20 de marzo los cartageneros no pudieron dormir y muchos amanecieron en las calles y parques comentando los acontecimientos y el castigo que sobre las defensas caía; no eran pocos los que se preguntaban si el primer anillo de resguardo podría resistir seme­jante bombardeo. Entonces, un aire de abatimiento comenzó a traslucirse en los cansados rostros de los habitantes de la Heroica, porque ya, a esas horas, la duda sobre su suerte comenzó a ser parte cotidiana de su existir.

A lo lejos, ¡pero tan cerca de Cartagena!, se apagaban lentamente los estruendos del ataque, los destellos de la pólvora encendida, las siluetas de las naves de guerra y hasta las velas blancas que con la llegada del sol de levante cobraban un color amarillo, espectral, como de cirios encendidos en un réquiem de dolor. El crepúsculo matutino se cerraba rojizo sobre los buques incendiados, que más semejaban cadáveres flotantes que el Diablo se llevara consigo; se cerraba rojizo sobre el incendio de los bosques, hasta no saberse con certeza si era el cielo o la tierra lo que se consumía.

A los primeros rayos del sol de aquella hora crepuscular, se comenzaron a distinguir las espirales de humo de lo que había sido el primer gran com­bate que se antojaba un salvaje himno a los dioses de la guerra, mientras abajo, en los rescoldos de la fiera lucha, confundíanse hombres con anima­les salvajes en la imaginación de quienes observaban aquel absurdo teatro… Era como una lejana tempestad, como el choque de las potencias celestia­les. Pero también a lo lejos, intramuros, se oían los ruidos alegres de algu­nos grupos de personas que comenzaban a celebrar, con burlas a los ingle­ses, música, cantos, bailes y cohetes, aquella efímera victoria. El cabildo cartagenero convocó la Banda Municipal, que comenzó a entonar música patriótica con uno que otro «¡Viva el Rey! ¡Mueran los ingleses!». Eran los que se atrevían a ponerle cara alegre y caribeña, folclórica si se quiere, al desenvolvimiento de aquella tragedia en el crepúsculo del Imperio. Otros se contentaban con ofrecer rogativas, y, en las misas celebradas, clamar en lengua muerta su rogativa por la vida, la otra vida, la que dominaba toda la esfera del saber católico: «Domine, non sum dignus, ut intres sub tectum meum: sed tantum dic verbo, et sanabitur anima mea… Domine, non sum dignus…», repetían tres veces golpeándose levemente el pecho con el puño antes de tomar la Hostia, como si el viento de la muerte se los fuera a llevar en el acto cual cometas de agosto…, y era tal la convicción con que aquello se repetía, que no se necesitaba conocer su significado exacto para entender la fuerza y propósito que se ocultaba tras aquellas palabras cargadas de un milagroso simbolismo.

Blas de Lezo se había tirado ya en el camastro de su camarote, agotado por el cansancio, cuando el último cañonazo se apagó en sus oídos como un colosal «adiós, que ya pronto volveré»…, y se había sumido en el pro­fundo reposo de los que no reposan con su suerte.

Capítulo XI

Se encarniza la lucha

El que domina la mar, domina el comercio mundial; el que domina el comercio mundial, domina las riquezas del mundo.

(Sir Walter Raleigh)

E
l amanecer del día 21 de marzo fue como tantos otros amaneceres en las zonas tórridas. Las nubes, amenazantes, escondían un sol que iba cobrando ferocidad por momentos, envuelto en grises velos aquí y allá te­ñidos del rojizo tinte de los veranos. Como siempre, el mar plomizo iba cobrando vetas verdes y azules, a veces de plata reluciente, que adivinaba los tesoros que del lejano Potosí llegaban a Cartagena. Cuatro navíos de guerra amanecieron arrimados a la batería de San Felipe, distante del San Luis unos dos kilómetros, ya por fuera del tiro de las baterías costeras. Eran los mismos buques que el día y noche anterior habían combatido; cuando ya la luz se posesionó del todo, se pudo comprobar el efecto de los cañona­zos intercambiados: el navío más grande, de tres puentes y noventa caño­nes, estaba prácticamente desguazado y en un estado lamentable; temiendo ser alcanzado, el buque se fue retirando, mientras los otros tres le daban cobertura. Los muertos habían sido arrojados por la borda y ahora flotaban en las plomizas aguas de Cartagena.

A las once y media de la mañana, ya con un sol canicular, dieron fondo los efectivos navales más importantes de la armada de Vernon desde la ba­tería de Chamba, distante unos cuatro kilómetros, hasta un promontorio estratégico donde Don Blas de Lezo había mandado a fabricar una batería que, por orden del virrey Eslava, no se había construido, obrando éste por persuasión de Don Agustín de Iraola, capitán de artillería y consejero para la defensa de la Plaza. Según Lezo pudo apreciar, aquella batería había he­cho falta para la defensa de la batería de Santiago y la de San Felipe, dos de las tres batidas por Vernon, distantes a uno y dos kilómetros, respectiva­mente, del castillo de San Luis. De haberse construido, habría sido más difícil para la armada de Vernon acercarse de la manera que lo hizo a la costa a batir aquellos baluartes, según el mismo Lezo anotó en su diario.

Para esas horas Vernon ya sabía que el águila española estaba herida y que sería cuestión de tiempo atenazarla y reducirla para que no pudiera más emprender el vuelo. Rayando las doce, un navío de ochenta cañones hizo su aparición contra el San Luis, pero antes de que pudiera ponerse en línea recibió tal fuego del Castillo que no tuvo más remedio que marcharse a todo trapo, presa del temor; la marinería había alcanzado a arriar sus masteleros y vergas, cuando el Capitán dio la orden de largar nuevamente las velas bajo una lluvia de balas de los cañones que levantaban columnas de agua a babor y estribor como géiseres desafiantes. Algunas estremecie­ron la cubierta y sacudieron peligrosamente el buque. Lezo se levantó de su catre y, saliendo a cubierta, ordenó a su piloto avanzar hacia la cadena de Bocachica para, traspasándola, perseguir la nave intrusa; se hicieron señales para bajar las cadenas submarinas mientras le daba cobertura el San Felipe, que imitaba sus movimientos. Dos bombardas y una fragata de cuarenta cañones salieron al paso del General a defender el navío inglés y se produjo un nutrido intercambio de disparos; una bomba cayó a escasos metros de la popa de La Galicia, la nave capitana, obligándolo a detenerse; otra más pasó raspando la proa del San Felipe, ante lo cual Lezo dio la orden de sacar apresuradamente el depósito de pólvora de dichos navíos para que, accio­nada por las balas incendiarias, no fueran a volar por los aires. Pero el inter­cambio no pasó a mayores y los buques regresaron a su refugio habitual tras las cadenas que fueron de nuevo templadas.

Vernon observaba los movimientos de sus barcos y las maniobras de Lezo desde cierta distancia. Ponía el catalejo en La Galicia con la esperanza de ver al famoso marino y constatar lo que de él se decía: que era mocho, manco y tuerto. Pero el movimiento del buque hacía difícil mantener el catalejo fijo y entre el ir y venir de tantos hombres era imposible adivinar quien era el tal Lezo. Acariciaba sus sueños de llevar a aquel marino atado a Inglaterra y reparar la humillación de los buques ingleses capturados y lle­vados a rastras por Don Blas, algo perfectamente conocido en Inglaterra. Estaba en estas entretenciones, cuando una fragata se acercó al buque insig­nia y, haciendo señales, manifestó su intención de hacer pasar a alguien a bordo a hablar con el Almirante. Otorgado el permiso, lanzaron una lan­cha que con tres hombres se aproximó al navío de Vernon. El Almirante los recibió en el acto.

—Señor —dijeron al verlo—, venimos a comunicaros que hemos cap­turado un correo que de Santa Marta se dirigía a La Habana. Llevaba un mensaje de urgencia para la flota del almirante Torres.

—¿Y qué decía el mensaje? —preguntó con ansiedad Vernon.

—Que estabais atacando a Cartagena de Indias y pedía urgente socorro para la Plaza. He aquí el mensaje. —Y diciendo esto lo extendió a Vernon.

—No sé leer español —contestó el Almirante con displicencia, retiran­do el papel.

—Pues ésa es la traducción que se ha hecho, señor. Tenemos al correo a bordo hecho prisionero. Es un mozo altanero y hasta peligroso. ¿Qué hace­mos con él?

—Echadlo por la borda. —Pero tras una pausa, rectificó—: No, mejor no; conservadlo. A lo mejor nos pueda servir de algo.

Vernon se llevó la mano a la barbilla y tras unos segundos de cavilación se le iluminó la mirada.

—Ajá —dijo—, conque Torres ya no podrá auxiliar a Cartagena. —Y en su cara se proyectó una inmensa sonrisa de satisfacción. —¡Consejo de guerra! Convocad un consejo de guerra—, ordenó a su ayudante y dio media vuelta y se internó en el salón de guerra del buque, volcándose sobre los planos que tenía desplegados en la mesa de trabajo. Vernon volvía a cambiar de idea. Volvería al plan inicial de penetrar por La Boquilla hasta La Popa y sitiar por detrás al San Felipe de Barajas. Ya no había peligro. Penetraría profundamente sin temor a ser cogido por las espaldas; ésta ya no sería una maniobra de distracción, sino un segundo avance en pinza que con la ruptura del cerrojo de Bocachica se atenazaría en dos flancos sobre Cartagena. Llevaría al virrey Eslava y a Lezo prisioneros a Inglaterra y ata­dos con un cordel de cuello y manos. Londres se volcaría a mirar el espec­táculo de la humillación española. Por fin la América sería británica.

A la puesta del sol llegaba el capitán Agresote con 350 hombres de tropa a relevar el destacamento de Alderete refugiado en el Castillo y otros hom­bres que, agotados, debían buscar alivio.

—Coronel Desnaux —lo interpeló Lezo—, enviad algún negro baqueano con unos hombres para reconocer los montes y ver si capturamos a algún inglés. Debemos enterarnos de qué está pensando el enemigo; estoy dis­puesto a recompensar a cualquier prisionero con cincuenta pesos por su información. También he encargado al capitán Juan de Agresote para que haga lo mismo con ocho hombres. Debemos saber qué traman.

Esta operación no dio como resultado ninguna captura, pero el miérco­les 22 de marzo a las siete y media de la noche el capitán Agresote volvió informando que había encontrado a poca distancia de la batería de San Fe­lipe un puesto avanzado con doce hombres quienes, aparentemente, habían desembarcado subrepticiamente para localizar una cabeza de playa desde la cual emplazar baterías para iniciar un ataque por tierra contra el Castillo. Era una avanzada de exploradores. Agresote también informó a Lezo que el enemigo había puesto doce morteros en tierra con todos sus pertrechos.

Efectivamente, el inglés estaba desembarcando impunemente mientras los valientes defensores se parapetaban tras las murallas y terraplenes del Castillo. Lezo confirmaba sus peores presentimientos. Ahora era necesario que el Virrey, en persona, visitara el frente y se diera cabal cuenta de lo que estaba pasando. Si el desembarco progresaba, ¡el San Luis caería sin reme­dio y con éste la primera línea de defensa! Era preciso, pues, abortar con un ataque la cabeza de playa para capturar el mayor número de pertrechos, municiones, hombres y material de guerra. Pero este ataque debía hacerse en masa y con la arremetida de la Armada española, la artillería del Castillo y la carga masiva de hombres de infantería que no podrían ser extraídos en su totalidad del Fuerte. ¡Eslava debía trasladar hombres desde Cartagena y aun desde La Popa, a sabiendas de que las pérdidas serían grandes dada la cobertura que la Armada inglesa les prestaba!

Other books

The Furies: A Novel by Natalie Haynes
The Haçienda by Hook, Peter
Ghost in the First Row by Gertrude Chandler Warner
The Case of the Velvet Claws by Erle Stanley Gardner
Angel Wings by Stengl, Suzanne