—Señor —dijo Desnaux—, vuestras palabras podrían ofender al Virrey.
—Coronel —contestó Lezo—, hay veces que yo uso palabras académicamente y otras coloquialmente… —Y tras una pausa, añadió—: Y éstas han sido usadas académicamente —dijo con énfasis.
Los oficiales se quedaron atónitos, aunque Alderete sonrió con picardía. Él también había comenzado a despreciar al Virrey tanto como Lezo.
—Desmantelaréis gravemente los navíos, mi General; están muy justitos de tripulación y gente de combate —comentó Mas.
—No queda más remedio… Decidle de viva voz al Virrey que él tendrá la culpa de lo que aquí pase. Indicadle que ese es mi comentario.
—Sí, Señor —respondió Mas.
—Haremos lo que podamos, mi General —concluyó Alderete con tristeza. Desnaux no supo qué comentar. Intuyó que la brecha que separaba al general Lezo del Virrey era insalvable y que él, de alguna manera, tendría que cuidarse para no caer dentro de ella.
Ese mismo día se aproximó un navío de setenta cañones y dio fondo enfrente de Bocagrande que, aunque había sido desarbolado por las baterías costeras, estaba acompañado de otro del mismo porte con el evidente propósito de registrar las posibilidades de desembarco. En efecto, el navío desarbolado presentaba fracturas en el palo del trinquete y de mesana, y sólo tenía intacto el palo mayor, aunque algunas de sus velas todavía funcionaban. Pero eran evidentes sus destrozos y desgarraduras ocasionados por el nutrido fuego de las baterías de tierra. Una vez inspeccionada la costa, las dos naves se dieron a la fuga, aunque la primera con mucha penuria y retraso. La preocupación de Lezo y sus oficiales crecía por momentos. El 19, las vísperas del gran ataque, ocho de los tantos navíos que estaban anclados frente a La Boquilla, vinieron sobre la ensenada de Chamba, ante lo cual el General de la Armada dio instrucciones de que se dispusiera de otros veinticinco hombres de los navíos para marchar hacia Chamba en caso de que los ingleses decidiesen desembarcar allí; un oficial, con cuatro soldados, fue destacado para observar los movimientos enemigos.
El 20 de marzo, ya medido el alcance de las defensas, toda la escuadra enemiga, salvo los buques patrulleros, se dirigió contra Bocachica. Se iniciaba la primera fase del combate y la batalla por Cartagena empezaba en forma. Los artilleros estaban preparados y tensos con la mirada puesta en los buques que ominosamente se iban acercando con la majestad y parsimonia de las circunstancias, rompiendo las olas suavemente con la quilla. Las maestranzas de la artillería aguardaban impacientes la orden de fuego junto a las grandes cucharas de cobre empleadas para cargar de pólvora los cañones. Lezo ordenó cargar las baterías con los extraños proyectiles, en forma de mancuerna, soldados mediante un perno que los sujetaba. La pólvora estaba lista en las recámaras y los hombres tensos al pie de los candiles envainados. El mar parecía un plato; se podían casi divisar los rostros y facciones de los ingleses, que también venían tensos y con las mandíbulas apretadas, cuando al punto de mira el artillero mayor ordenó:
—¡Encended los candiles!
Los artilleros obedecieron como movidos por un resorte, encendiendo las mechas de los candiles en los hornillos previamente dispuestos; luego los movieron, ya encendidos, muy cerca de las mechas de los cañones, aguardando la siguiente orden, que pronto se dio:
—¡¡Fuego!!
—Fire!! —al otro lado contestaron los británicos, y los cañones bramaron escupiendo el fuego ensordecedor de la muerte.
—¡Fuego!
—Fire! —se repetía sin cesar, mientras a lado y lado del frente saltaban astillas, piedras, fragmentos humanos, piernas, brazos, cabezas y sangre, en medio de los escombros, polvo, jarcias y trinquetes que también saltaban y se desplomaban ante la fuerza de los demonios. «¡Muerte al hereje!» exclamaban los unos, y «Fuck you, dons!», respondían los otros y aquellos gritos de odio se ahogaban con el estallido de la pólvora. La escena quedó oscurecida por el humo que cegaba a los defensores y asaltantes; las órdenes se confundían con los quejidos de los heridos y las imprecaciones de los combatientes. Vernon volvía a maldecir a Lezo por la sorpresa que le habían causado los artefactos enramados que desgajaban y rompían sus velas, cuerdas, palos y trinquetes como hierro caliente atravesando mantequilla. Aquellas palanquetas y proyectiles encadenados se hacían visibles porque daban tumbos y volteretas por los aires, marcando en el cielo despejado una extraña parábola que al precipitarse sobre el blanco arrastraba tras de sí cuanto encontraba a su paso.
«Fuego» y «Fire» eran las dos palabras que se disputaban el predominio del mundo civilizado, palabras que por siglos habían resonado en los mares y habían sido pronunciadas por la boca de los cañones y repetidas en el eco de las montañas, y aun por las generaciones siguientes que, tomándolas de las pasadas, las transmitían impresas en los genes de las que aún no habían nacido. Con ellas España e Inglaterra defendían el predominio de los mares y la tierra conocida y conquistada. Eran las primeras palabras que asomaban a la boca de los infantes, muchos días antes de decir «mama» y las últimas que musitaban los soldados y los marinos cuando el postrer suspiro afloraba en sus labios. «Fuego» y «Fire» eran otra especie de bautismo de fuego católico y anglicano que se encendía en los labios de los combatientes cuando las gargantas rugían las vocales y consonantes de aquellas ominosas palabras, que, cual oración al destino, se condensaban en el aire como inconfundibles señales de heroísmo, muerte y destrucción.
Eran las 10:30 de la mañana; ocho navíos de guerra bombardeaban los fuertes, desde la batería de Chamba, hasta la de San Felipe y Santiago, y ellos mismos recibían el feroz castigo de los bravos de España; el bombardeo de estas dos últimas fue particularmente intenso porque a ellas se acercaron dos navíos de setenta y ochenta cañones, respectivamente, y a una distancia de escasos trescientos metros comenzaron a golpear sus fortificaciones; por lo menos 280 cañones batían 106 de la defensa, aunque algunas veces los ingleses concentraban sus fuegos en un blanco específico, maniobrando en forma de media luna abierta. Esto les permitía concentrar hasta 140 cañones contra veinte de los baluartes. Estaban tan cerca los navíos, que los grumetes se subían a los mástiles y gavias y desde allí apuntaban sus fusiles a los defensores y, cuando alguno de aquellos caía desde lo alto, se podía oír el sordo golpe contra la cubierta de madera y el grito ahogado del hombre que súbitamente sabe que va a morir.
Las balas de cañón golpeaban muros y terraplenes, causando gran destrozo a hombres y material de guerra que tras las débiles murallas volaban por los aires en medio del polvo y la humareda. Los revellines que se habían logrado construir a toda prisa antes del ataque no habían sido suficientemente consistentes como para detener el fuego del cañón y dar cobertura adecuada a las cortinas de defensa de las baterías. Había miembros esparcidos por doquier y hasta fragmentos de un cráneo destrozado adherido a las paredes de la muralla. Alderete y sus hombres hacían lo que podían, resistiendo un fuego demoledor y salvaje, acompañado de un estruendo ensordecedor, dada la poca distancia de la boca de los cañones; sus hombres caían como moscas y algunos sólo atinaban a pegarse contra los muros de la cortina, como bajo medio paraguas, para escapar del fuego de la fusilería que con ventaja les apuntaba desde lo alto; de cuando en cuando asomaban las narices para disparar y muchos caían abatidos, dada la ventaja de la altura.
Durante tres horas y media fue vomitado sobre ellos un fuego mortífero, el que, finalmente, hacia las dos y media de la tarde, obligó a su defensor, el capitán de Batallones de Marina, Don Lorenzo de Alderete, a retirarse al castillo de San Luis, frente a tan graves pérdidas de hombres. Así que no hizo más que clavar su artillería, dejándola inutilizada para el enemigo. El Capitán y sus hombres arrastraron como pudieron a los heridos e, impensadamente, a algunos muertos, aunque muchos fueron abandonados por su estado y dificultad para llegar a ellos; aquellos que retrocedían, unas veces arrastrándose y otras corriendo, con las mandíbulas crispadas, sofocados por el calor y el esfuerzo, sudorosos y jadeantes, progresaron hacia el Castillo, cuyos defensores los recibieron con vítores por su valentía. Los cincuenta al mando de Alderete que habían permanecido ocultos en la espesura, tuvieron también que ser retirados hacia el Fuerte, pues los ingleses no hicieron desembarco alguno. Aquellas cien manos ayudaron a aliviar la carga de los heridos. Al abrirse la puerta del refugio amurallado, Alderete hizo un alto para contemplar su entorno y una mueca de desconsuelo afloró en su rostro ennegrecido por el sudor y la tierra. Los lamentos desgarradores y el olor a sangre y pólvora eran lo más conmovedor de aquella escena.
El general Blas de Lezo dio la orden de evacuar por mar hacia Cartagena a los heridos y prestó toda la colaboración que pudo con sus lanchas que se desplazaron hacia el Fuerte, tras Bocachica, para cumplir su cometido. Quedaban desmanteladas, pues, las tres baterías en las que se apoyaba la defensa, por tierra y mar, del San Luis y también abiertas las playas exteriores para un desembarco. Quinientos once hombres se apiñaron en el San Luis a defenderlo, con todo el valor de que eran capaces, acompañados de los carpinteros necesarios para reparar las cureñas rotas de los cañones, según nos lo narra la anotación del General en su diario de guerra. Las bajas habían sido ciento treinta y seis, por lo que de ello se desprende.
En el San Luis y el San José, por primera vez, fue utilizado el sistema de rampas bajo los cañones para alargar los tiros y disminuir los tiempos de los mismos, con tan buen resultado que Vernon se vio precisado a aguantar una lluvia de fuego inesperada, aunque reaccionó temerariamente dando con banderines la señal para que un navío de tres puentes se acercara al San Luis para batirlo. Valerosos marinos aquellos ingleses, quienes tuvieron que aguantar con graves pérdidas en hombres y material el fuego de apoyo que el fuerte de San José daba al San Luis, ambos arrojando unos tiros demasiado largos para ser creíbles. Vernon volvió a pensar: «Este Lezo se las ingenia para salir con lo inesperado», y recordó los viejos tiempos en que un jovenzuelo intrépido hizo de las suyas frente a Barcelona incendiando buques ingleses con un inusual proyectil disparado por los cañones.
—God damn you, Lezo —vociferaba Vernon sin cesar, paseándose por la cubierta. ¿Cómo era posible que aquellos cañones tuvieran tanto alcance? ¿Qué clase de proyectil era ése cuya cadena lo arrastraba todo tras de sí y desgajaba lo que encontraba a su paso?
El duelo duró hasta el anochecer y Don Blas de Lezo se vio precisado a comprometer la nave capitana, La Galicia, y el navío San Felipe, a ayudar a hacer frente al poderoso navío inglés. Las cadenas de la boca fueron bajadas y los dos barcos españoles se lanzaron contra el inglés en un desesperado intento por hundirlo. Lezo esperaba estas oportunidades, confiando en que no habría de enfrentarse al grueso de la flota inglesa, sino que podría habérselas con pocos navíos, separadamente, y ésta era una de esas raras oportunidades. En Consejo de Guerra, Lezo había establecido un plan de combate consistente en que los marinos debían ir a aferrar las vergas con bozas de cadena, para evitar que cayeran bajo el cañoneo enemigo si se rompían las drizas en la batalla. Dispuso que los más diestros manejaran los timones de los dos buques y se prepararon cabos auxiliares por si se rompían las cañas o los pinzotes. Cada pieza de artillería estaba servida por un artillero y dos ayudantes, salvo las del alcázar y las del castillo de proa. No obstante, en el castillo de proa se dispuso que los maestres de campo hicieran las veces de cabos de proa, y para ello también se dispuso que dos sargentos acompañados de varios hombres armados con rifles se situaran a cada banda para no darle respiro a los artilleros enemigos y dificultarles el empleo de sus cañones. Así dispuesto, se reforzó este plan con la movilización sobre el beque de hombres armados con fusiles para que nadie, en los buques enemigos, pudiera servir las piezas con tranquilidad. Por si acaso, también determinó que se preparara infantería armada con sables, espadas y hachas de abordaje, por si la ocasión se prestaba a hacer uno en forma, cosa que los ingleses evitaban a cualquier precio. Se emplazaron versos españoles de cuatro libras en el castillo, el alcázar y las cofas, que fueron cargados con metralla antipersonal. Las hachas no sólo eran un arma ofensiva de corte, sino que tenían un elemento en forma de pico que permitía aferrarse a las bordas clavándolas con firmeza. También se tomaron medidas por si los ingleses intentaban hacer esta maniobra, poniendo el grueso de la marinería como reserva en la plaza de armas, provista de armas blancas, chuzos, hachas, sables y espadas, para oponerse a cualquier intento de abordar los barcos y, en caso de necesidad, apoyar el asalto a los barcos enemigos. Los carpinteros, calafates y sus ayudantes, también estaban dispuestos para cerrar cualquier brecha de agua que se abriera en el combate.
El cruce de disparos fue intenso; todas las armas fueron empleadas, aunque las maniobras de los ingleses evitaron que se pudiera efectuar el tan temido abordaje. En la escotilla de proa, un capitán con tres hombres, tres alféreces y un sargento socorrían con municiones a la infantería y retiraban los heridos. Bajo la escotilla mayor, hacia el centro de la nave capitana, estaba instalado el hospital que atendía, como podía, a los heridos. El San Felipe fue especialmente útil en este encuentro porque sus baterías bajas rompieron contra el costado del navío enemigo, particularmente contra su amura, maltratándolo en demasía, mientras La Galicia cruzaba fuegos y servía de cebo para un intento de abordaje por parte de su apoyo, el San Felipe. En la toldilla, los pilotos y el Estado Mayor de la nave rodeaban a Don Blas de Lezo, que no cesaba de impartir órdenes. Subiendo al alcázar del enorme navío, ordenó que rápidamente se desplazaran marinos a los corredores de popa para hostigar a un buque inglés de refuerzo que se aprestaba a auxiliar a la nave en peligro. Luego, ordenando una peligrosa maniobra, dispuso que sobre la gavia de proa se apostara un cabo con dos hombres con granadas y artificios de fuego para lanzarlas sobre la cubierta enemiga, cosa que se hizo con premura. El fuego no alcanzó a extenderse, pero los ingleses se vieron en aprietos. Finalmente, el poderoso navío inglés decidió que en esas circunstancias era preferible darse a la fuga. No obstante, en La Galicia hubo muchas bajas, entre muertos y heridos, las que fue preciso trasladar esa noche a Cartagena en el África que sirvió de transporte y hospital de primeros auxilios. Desde la casa del marqués de Valdehoyos se podía divisar la nave capitana que, erguida y serena, desplegaba las luces de su alcázar de popa como una imposible fortaleza flotante en un tranquilo lago de Venecia.