El día que Nietzsche lloró (35 page)

BOOK: El día que Nietzsche lloró
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EXTRACTO DE LAS NOTAS DE FRIEDRICH NIETZSCHE SOBRE EL DOCTOR BREUER, 9- 14 DE DICIEMBRE DE 1882

¡El encanto de un "sistema"! Hoy, por un momento, he sido presa de él. Pensaba que la represión de la ira de Josef se hallaba detrás de todas sus dificultades, y me he agotado tratando de provocarle. Puede que una prolongada contención de las pasiones acabe alterándolas y mitigándolas.

Se presenta a sí mismo como persona buena. No hace ningún daño, ¡salvo a sí mismo y a la naturaleza! Tengo que impedir que sea de los que se consideran buenos sólo porque no tienen garras.

Creo que antes de que yo pueda confiar en su generosidad, necesita aprender a maldecir. ¿Tanto miedo tiene de que le hieran? ¿Es ésta la razón de que no se atreva a ser él mismo? ¿De que sólo anhele pequeñas gratificaciones? Y a esto le llama virtud. ¡Su verdadero nombre es cobardía!

Es civilizado, amable, tiene buenos modales. Ha domesticado su naturaleza salvaje, trocado el lobo en perro faldero. Y a ésto lo llama moderación. ¡Su verdadero nombre es mediocridad!

Ahora confía en mí y también cree en mí. Le he dado mi palabra de que me esforzaré por curarlo. Sin embargo, primero el médico, como el sabio, debe curarse a sí mismo. Sólo entonces el paciente podrá contemplar con sus propios ojos a un hombre que se cura a sí mismo. Y yo no me he curado a mí mismo. Es más, padezco los mismos males que acosan a Josef ¿Acaso con mi silencio hago lo que he jurado no hacer jamás, esto es, traicionar a un amigo?

¿Tendré que hablar de mi aflicción? Él, entonces, perderá su confianza en mí. ¿No le perjudicará eso? ¿No dirá que como no me he curado mí mismo, no puedo curarlo a él? ¿O se interesará tanto por mi aflicción que abandonará la tarea de luchar contra la suya propia? ¿Le resultaré más útil si me callo? ¿O si reconozco que ambos padecemos el mismo mal y que debemos unir nuestras fuerzas para encontrar una solución?

...Hoy veo cuánto ha cambiado..., menos tortuoso... y ya no trata de engatusarme, ya no intenta fortalecerse demostrando mí debilidad.

...Este ataque frontal de sus síntomas, que él me ha pedido que lleve a cabo, es el peor revolcón en aguas poco profundas que he hecho jamás. ¡Tendría que elevarlo, no rebajarlo! Tratarlo como a un niño cuya mente debe ser abofeteada cuando se porta mal lo rebaja. ¡Y me rebaja a mí también! SI UN REMEDIO ENVILECE A QUIEN LO ADMINISTRA, ¿NO ES POSIBLE QUE ELEVE AL PACIENTE?

Tiene que haber un camino mejor.

CARTA DE FRIEDRICH NIETZSCHE A LOU SALOMÉ, DICIEMBRE DE 1882

Mi querida Lou:

¡No me escribas cartas así! ¿Qué tengo yo que ver con esa desdicha? Desearía que te elevaras ante mí para no tener que despreciarte.

Pero, Lou, ¿qué clase de cartas estás escribiendo? Las colegialas vengativas y lujuriosas escriben de ese modo. ¿Qué tengo yo que ver con tanta lamentación? Compréndeme, quiero que te eleves, no que te reduzcas. ¿Cómo puedo perdonarte si no reconozco en ti ese ser para el que existe la posibilidad del perdón?

No, querida Lou, aún estamos muy lejos de perdonar. No me puedo sacar el perdón de la manga cuando la ofensa ha tenido cuatro meses para perforarme.

Adiós, mi querida Lou. No volveré a verte. Protege tu alma de acciones como ésta y haz a los demás, especialmente a mi amigo Rée, el bien que no me pudiste hacer a mi.

Yo no creé el mundo, aunque ojalá lo hubiera hecho: entonces podría soportar toda la culpa por el modo en que sucedieron las cosas entre nosotros.

Adiós, querida Lou. No he leído tu carta hasta el final porque ya había leído lo suficiente...

FN

Diecinueve

—No vamos a ninguna parte, Friedrich. Me siento peor.

Nietzsche, que había estado tomando notas en el escritorio, no se había percatado de la entrada de Breuer. Al oír sus palabras, se volvió hacia él y abrió la boca para hablar, pero finalmente optó por permanecer callado.

—¿Le he asustado, Friedrich? ¡Debe de ser desconcertante que su médico entre quejándose de que está peor! Sobre todo, cuando va vestido de modo impecable y lleva el maletín negro con aplomo profesional. Pero le aseguro que mi apariencia externa es un engaño y que, debajo de ella, mi ropa está mojada y mi camisa pegada al cuerpo. Esta obsesión por Bertha es un torbellino. ¡Me absorbe hasta el último pensamiento decente! No le culpo a usted. —Breuer se sentó junto al escritorio—. Nuestra falta de progreso es culpa mía. Fui yo quien le instó a que atacara la obsesión directamente. Usted tiene razón: no profundizamos lo suficiente. No hacemos más que recortar las hojas, cuando deberíamos arrancar de raíz la maleza.

—Sí, no estamos arrancando ninguna raíz —replicó Nietzsche—. Es preciso que reconsideremos nuestro abordaje. Yo también me siento desalentado. Nuestras últimas sesiones han sido falsas y superficiales. Fíjese en lo que hemos intentado hacer: ¡disciplinar sus pensamientos, controlar su comportamiento! ¡Entrenamiento mental y elaboración del comportamiento! ¡Semejantes métodos no son para el reino humano! ¡Y no somos domadores de animales!

—¡Sí! ¡Sí! Después de la última sesión me sentí como un oso al que se le enseña a bailar sobre las patas traseras.

—¡Exacto! Un profesor debería elevar a los hombres. En cambio, durante estas últimas reuniones, le he rebajado y también me he rebajado yo. No podemos abordar las cuestiones humanas con métodos para animales.

Nietzsche se puso en pie y señaló las sillas que había junto a la chimenea.

—¿Nos sentamos? —Mientras ocupaba su asiento, a Breuer se le ocurrió que los futuros "médicos de la desesperación" quizá descartaran el instrumental médico tradicional (el estetoscopio, el otoscopio, el oftalmoscopio) y con el tiempo desarrollaran su propio equipo, empezando por dos cómodos sillones al lado del fuego.

—Entonces —empezó Breuer—, volvamos al punto donde nos encontrábamos antes de esta desaconsejable campaña directa contra mi obsesión. Usted había adelantado la teoría de que Bertha es una distracción, no una causa, y que el verdadero centro de mi angustia es mi temor a la muerte y a la ausencia de Dios. Puede que así sea. Creo que está en lo cierto. Es verdad que mi obsesión por Bertha me mantiene apegado a la superficie de las cosas, sin dejarme tiempo para pensamientos más profundos o más sombríos. A pesar de todo, Friedrich, su explicación no me satisface por completo. En primer lugar, todavía subsiste el enigma de "¿Por qué Bertha?". De todas las maneras posibles de defenderme de Bertha, ¿por qué escoger esta obsesión en especial, tan estúpida? ¿Por qué no otro método, otra fantasía? Luego, usted dice que Bertha es sólo un pretexto para distraerme de mi angustia esencial. Pero "pretexto" es un término pobre. No basta para explicar la fuerza de mi obsesión. Pensar en Bertha es irresistible; contiene un significado oculto y poderoso.

—¿Un significado? —Nietzsche golpeó el brazo de su asiento con la mano—. ¡Eso es! He estado pensando lo mismo desde que usted se fue ayer. Su última palabra, "significado", puede ser la clave. Quizá nuestro error desde el principio haya consistido en descuidar el significado de su obsesión. Usted dice que curó cada uno de los síntomas histéricos de Bertha al descubrir su origen. Y además, que este método del origen no era aplicable a su caso particular porque ya conocía el origen de su obsesión por Bertha: empezó cuando la conoció y se intensificó después que dejó de verla. Ahora bien, puede que haya estado usted utilizando un término inconveniente. Tal vez lo importante no sea el origen (es decir, la primera aparición de los síntomas), sino el significado del síntoma. Quizá estuviera usted equivocado. Quizá curase a Bertha al descubrir, no el origen, sino el significado de cada síntoma. Puede —y aquí Nietzsche casi susurró, como si estuviera trasmitiendo un secreto de enorme trascendencia—, puede que los síntomas no sean más que mensajeros de un significado y que desaparezcan sólo cuando se entienda el mensaje. Si es así, nuestro paso siguiente es obvio: si vamos a controlar los síntomas, ¡tenemos que determinar lo que significa para usted la obsesión por Bertha!

¿Qué sucederá a continuación?, se preguntó Breuer. ¿Cómo se podía descubrir el significado de una obsesión? La emoción de Nietzsche le había afectado y aguardaba instrucciones. Pero Nietzsche se había arrellanado en su asiento, había sacado el peine y se estaba arreglando el bigote. Breuer se puso tenso y malhumorado.

—¿Bien, Friedrich? ¡Estoy aguardando! —Se frotó el pecho mientras respiraba con fuerza—. Esta tensión en el pecho crece cada minuto que paso aquí. Pronto explotará. No puedo razonar con ella. ¡Dígame cómo empezar! ¿Cómo puedo descubrir un significado que yo mismo me he ocultado?

—¡No trate de descubrir ni de resolver nada! —respondió Nietzsche, sin dejar de arreglarse el bigote—. Ésta es mi tarea. La suya es deshollinar. Hábleme de lo que significa Bertha para usted.

—¿No he hablado ya demasiado sobre ella? ¿Vuelvo a revolcarme en mis pensamientos en torno a ella? Ya los ha oído todos: la toco, la desnudo, la acaricio, mi casa se incendia, todos mueren, nos fugamos a América. ¿De veras quiere volver a oír toda esa basura? —Breuer se puso en pie con un brusco movimiento y empezó a pasearse detrás de Nietzsche.

Nietzsche siguió hablando con voz tranquila y comedida.

—Es la tenacidad de su obsesión lo que me intriga. Como un percebe pegado a la roca. Josef, ¿no podemos, por un momento, apartarlo y mirar debajo de él? ¡Le digo que desholline! Hágalo con esta pregunta en la cabeza: ¿cómo sería la vida, su vida, sin Bertha? Limítese a hablar. No intente que sus palabras tengan sentido. Ni siquiera trate de completar sus frases. Diga lo primero que se le ocurra.

—No puedo. Estoy atascado, como un muelle oxidado.

—Deje de pasearse. Cierre los ojos e intente describir lo que ve detrás de los párpados. Deje que sus pensamientos fluyan: no los dirija.

Breuer se detuvo detrás de Nietzsche y se cogió al respaldo. Con los ojos cerrados, se balanceó adelante y atrás, tal y como hacia su padre cuando rezaba, y poco a poco empezó a mascullar:

—Una vida sin Bertha..., una vida como un dibujo sin colores..., compás..., balanza..., lápida..., todo decidido, ahora y para siempre... yo estaré aquí, me encontrará aquí, ¡siempre! Aquí, en este lugar, con este maletín médico, con la misma ropa, con esta cara que día tras día se volverá más sombría y más enjuta. — Tragó aire con fuerza y se sentó. Se sentía menos agitado—. ¡La vida sin Bertha! ¿Qué más? Soy un hombre de ciencia, pero la ciencia no tiene color. Uno sólo debería trabajar con la ciencia, no vivir con ella. Yo necesito magia... y pasión... No se puede vivir sin magia. Esto es lo que significa Bertha: pasión y magia. Una vida sin pasión... ¿Quién puede llevar una vida así? —Abrió los ojos—. ¿Puede usted? ¿Puede alguien?

—Haga el favor de deshollinar eso de la pasión y la vida —dijo Nietzsche.

—Una de mis pacientes es comadrona —prosiguió Breuer—. Es una mujer vieja y arrugada y está sola. Además, está mal del corazón. Pero todavía le queda la pasión de vivir. Una vez le pregunté cuál era la razón de su pasión. Me dijo que era el momento que transcurre entre izar a un silencioso recién nacido y darle el azote de la vida. Me dijo que se sentía rejuvenecida al sumergirse en ese instante de misterio, ese instante que separa la existencia de la inconsciencia.

—¿Y usted, Josef?

—¡Yo soy como esa partera! Quiero estar cerca del misterio. Mi pasión por Bertha no es natural (es sobrenatural, lo sé), pero necesito la magia. No puedo vivir en blanco y negro.

—Todos necesitamos pasión, Josef —dijo Nietzsche—. La pasión dionisíaca es la vida. ¿Pero es preciso que la pasión sea mágica y degradante? ¿No es posible hallar el camino para dominar la pasión? Permítame que le hable de un monje budista a quien conocí el año pasado en la Engadina. Lleva una vida austera. Medita la mitad del tiempo que está despierto y se pasa semanas enteras sin cambiar palabra con nadie. Su alimentación es frugal: una sola comida al día, cualquier cosa que encuentre, a veces tan sólo una manzana. Pero medita acerca de esa manzana hasta que la ve de un rojo vivo, suculenta y llena de frescura. Al finalizar el día, espera con pasión la comida. Ello quiere decir, Josef, que no tiene que renunciar a la pasión. Pero hay que cambiar las condiciones ante la pasión. —Breuer asintió—. Continúe—le instó Nietzsche—. Siga deshollinando con respecto a Bertha, a lo que ella significa para usted.

Breuer cerró los ojos.

—Me veo corriendo a su lado. Estamos escapando. Bertha significa escapar, ¡una huida peligrosa!

—¿En qué sentido?

—Bertha significa peligro. Antes de conocerla, yo vivía de acuerdo con las normas. Hoy coqueteo con los límites de esas normas. Quizá era ésto lo que la comadrona quería decir. Pienso en hacer estallar mi vida, en sacrificar mi carrera, en ser adúltero, en perder a mi familia, en emigrar, en empezar una nueva vida con Bertha. —Breuer se golpeó la cabeza con la mano—. ¡Estúpido! ¡Estúpido! ¡Sé que nunca lo haré!

—Pero ¿hay una atracción que lo empuja de modo peligroso hacia el borde?

—¿Una atracción? No lo sé. No puedo responder a eso. ¡No me gusta el peligro! Si hay atracción, no hay peligro. Creo que lo que me atrae es la huida, no del peligro, sino de la seguridad. ¡Quizá haya vivido demasiado seguro!

—Puede que vivir de manera segura sea peligroso. Peligroso y mortal.

—Vivir de manera segura es peligroso. —Breuer masculló las palabras para sí mismo varias veces—Vivir de manera segura es peligroso. Vivir de manera segura es peligroso. Una idea fuerte y convincente, Friedrich. De modo que ése es el significado de Bertha: ¡escapar de la vida peligrosamente mortal! ¿Es Bertha mi deseo de libertad, mi huida de la trampa del tiempo?

—Quizá de la trampa de su tiempo, de su momento histórico. Pero —dijo con solemnidad— no cometa el error de creer que ella podrá conducirlo fuera de su tiempo. No es posible romper con el tiempo: es nuestra carga mayor. Y nuestro mayor desafío es vivir a pesar de esa carga.

Por una vez, Breuer no protestó cuando Nietzsche adoptó el tono sentencioso. Aquel filosofar era diferente. No sabía qué hacer con las palabras de Nietzsche, pero sí sabia que le llegaban y le conmovían.

—Tenga por seguro —le dijo— que no tengo sueños de inmortalidad. La vida de la que quiero escapar es la de la burguesía médica vienesa de 1882. Sé que los demás envidian mi vida, pero a mí me aterra. Me aterra lo que tiene de monótono y previsible. Me aterra hasta tal punto que a veces pienso que mi vida es una condena a muerte. ¿Sabe lo que quiero decir, Friedrich?

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