El día que Nietzsche lloró (38 page)

BOOK: El día que Nietzsche lloró
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En aquel instante se encontraron con un pequeño grupo de personas reunidas junto a un toldo extendido sobre una tumba abierta. Cuatro fornidos enterradores, con ayuda de gruesas sogas, habían bajado el ataúd. Los asistentes al entierro, incluso los más frágiles y ancianos, se pusieron en hilera para echar un puñado de tierra en la tumba. Breuer y Nietzsche caminaron en silencio unos minutos, aspirando el olor húmedo y agridulce de la tierra recién excavada. Llegaron a una bifurcación. Breuer tocó a Nietzsche en el brazo para indicarle que debían seguir por la derecha.

—Con respecto a los recuerdos inconscientes —dijo Breuer cuando ya no se oían los puñados de tierra que caían sobre el ataúd—, coincido del todo con usted. De hecho, las sesiones magnéticas con Bertha proporcionaron pruebas de su existencia. Pero ¿qué sugiere usted? No estará insinuando que amo a Bertha porque ella y mi madre tienen el mismo nombre,¿verdad?

—¿No le parece curioso, Josef, que, a pesar de haber hablado durante muchas horas de su paciente Bertha, no me haya dicho hasta esta mañana que ése era el nombre de su madre?

—No se lo he ocultado. Simplemente, nunca había relacionado a mi madre con Bertha. Incluso ahora me parece forzado y rebuscado. Para mí, Bertha es Bertha Pappenheim. Nunca pienso en mi madre. No guardo ninguna imagen de ella en la cabeza.

—Aun así, usted siempre deposita flores en su tumba.

—En la tumba de toda mi familia!

Breuer sabía que se estaba mostrando obstinado, pero, de todos modos, estaba decidido a seguir diciendo con franqueza todo cuanto pasaba por su mente. Sintió un arrebato de admiración ante el aguante de Nietzsche, que, impávido y sin quejarse, persistía en su investigación psicológica.

—Ayer nos referimos a todos los significados posibles de Bertha. La "deshollinación" despertó muchos recuerdos. ¿Cómo es posible que el nombre de su madre no acudiera a su mente ni una sola vez?

—¿Cómo quiere que lo sepa? Los recuerdos no conscientes están más allá de mi dominio consciente. No sé dónde están. Tienen vida propia. Sólo puedo hablar de aquello de lo que tengo vivencias, de lo que es real. Y Bertha, en tanto que Bertha, es lo más real de mi vida.

—Pero, Josef, de eso precisamente se trata. ¿Qué aprendimos ayer? Que su relación con Bertha es irreal, una ilusión tejida con imágenes y anhelos que nada tienen que ver con la Bertha real. Ayer aprendimos que su fantasía sobre Bertha lo protege del futuro, de los terrores de la vejez, de la muerte, del olvido. Hoy me doy cuenta de que su concepto de Bertha también está contaminado por fantasmas del pasado. Josef, sólo el instante es real. En última instancia, tenemos una experiencia de nosotros mismos sólo en el momento presente. Bertha no es real. Es sólo un fantasma que llega tanto del futuro como del pasado. —Breuer nunca había visto a Nietzsche tan seguro de sí, de cada una de sus palabras—. Permítame expresarlo de otra manera —prosiguió—. Cree que Bertha y usted son una pareja íntima, la relación más íntima y privada que nadie pueda imaginar, ¿no es así? —Breuer asintió—. Sin embargo —dijo Nietzsche con énfasis—, estoy convencido de que Bertha y usted no tienen, en absoluto, ninguna relación privada. Creo que su obsesión se resolverá cuando pueda responder a una pregunta fundamental: "¿Cuántas personas hay en esta relación?".

El coche estaba esperándolos a escasa distancia. Subieron y Breuer dijo a Fischmann que los llevara a Simmeringer Haide. Una vez instalados, Breuer volvió a la pregunta de Nietzsche.

—Reanudemos su argumentación Friedrich.

—Seguramente se dará cuenta de que usted y Bertha no tienen ningún tête—a— tête privado. Usted y ella nunca están solos. Su fantasía está atestada de personas: mujeres hermosas con facultades redentoras y protectoras; hombres sin rostro a quien usted vence por los favores de Bertha; Bertha Breuer, su madre, y una niña de diez años cuya sonrisa es adorable. Si hemos aprendido algo, Josef, es que su obsesión por Bertha no se refiere a Bertha.

Breuer asintió y permaneció pensativo. Nietzsche también guardó silencio y miró por la ventanilla durante el resto del viaje. Cuando bajaron, Breuer ordenó a Fischmann que los recogiera al cabo de una hora.

El sol había desaparecido tras una monstruosa nube de color gris pizarra y los dos hombres se enfrentaron a un viento helado que el día anterior había azotado las estepas rusas. Se abotonaron los abrigos hasta el cuello y echaron a andar con paso rápido. Nietzsche fue el primero en romper el silencio.

—Es extraño, Josef, pero un cementerio siempre me tranquiliza. Le conté que mi padre era un ministro luterano. ¿Le conté también que la parte trasera de mi casa, donde yo jugaba, era el cementerio de la aldea? ¿Conoce, por casualidad, el ensayo de Montaigne sobre la muerte, el ensayo donde aconseja vivir en una habitación con una ventana que dé al cementerio? Montaigne sostiene que aclara el pensamiento y mantiene a la vista las prioridades de la vida. ¿Reacciona usted así ante los cementerios?

Breuer asintió.

—¡Me gusta ese ensayo! Hubo un tiempo en que las visitas al cementerio me resultaban reconfortantes. Hace años, abatido por el final de mi profesión universitaria, busqué solaz entre los muertos. Las tumbas, de algún modo, me tranquilizaban, me permitían trivializar lo trivial de la vida. ¡Pero luego, de pronto, todo cambió!

—¿En qué sentido?

—No sé por qué, pero, de alguna forma, el efecto sedante y esclarecedor que el cementerio me proporcionaba desapareció. Perdí el respeto y empecé a fijarme en los ángeles funerarios y en los epitafios que hablan de dormir en brazos de Dios; epitafios estúpidos, incluso patéticos. Hace un par de años experimenté otro cambio. Todo lo que hay en un cementerio (las lápidas, las estatuas, los panteones familiares) empezó a asustarme. Creía, igual que un niño, que los cementerios estaban habitados por fantasmas y, cuando me dirigía a la tumba de mis padres, no hacia más que girarme para mirar atrás. Empecé a buscar excusas para aplazar las visitas y a personas que me acompañaran. En la actualidad, mis visitas son cada vez más cortas. Me aterra la tumba de mis padres y a veces, cuando estoy ante ella, temo que la tierra se hunda y me devore.

—Como esa pesadilla en la que el suelo se vuelve líquido a sus pies.

—¡Qué extraño que hable de eso, Friedrich! Hace unos minutos me ha pasado ese sueño por la cabeza.

—Tal vez sea un sueño sobre cementerios. Si mal no recuerdo, usted se caía desde una altura de cuarenta pies y aterrizaba sobre una losa.

—¡Una losa de mármol! ¡Una lápida! —replicó Breuer—. Con una inscripción que no puedo leer. Y hay algo más que creo que no le he contado. Este joven amigo, Sigmund Freud, de quien antes le he hablado, el que me acompañó un día en el coche...

—¿Sí?

—Bien, los sueños son su pasatiempo favorito. Siempre pregunta a sus amigos acerca de sus sueños. Le interesan mucho los números y las expresiones que aparecen en los sueños y cuando le describí mi pesadilla, propuso una hipótesis referente a los cuarenta pies. Como soñé esto por primera vez al cumplir cuarenta años, sugirió que los cuarenta pies representaban, en realidad, los cuarenta años.

—¡Ingenioso! —Nietzsche aflojó el paso y juntó las manos—. ¡No pies, sino años! El enigma del sueño ya empieza a ceder. Al llegar a los cuarenta años, usted imagina que cae sobre una lápida de mármol. Pero ¿la lápida es el fin? ¿Es la muerte? ¿O significa, de alguna manera, una interrupción de la caída, un rescate? Y todavía hay otra pregunta: la Bertha que usted busca cuando el suelo empieza a licuarse, ¿qué Bertha es? ¿La joven Bertha que ofrece protección ilusoria? ¿La madre que antaño ofreció verdadera seguridad y cuyo nombre está escrito en la lápida? ¿O una fusión de las dos? Después de todo, en cuanto a la edad están bastante próximas, ya que su madre, al morir, no era mucho mayor que Bertha.

—¿Qué Bertha? —Breuer sacudió la cabeza— .¿Cómo puedo contestar a eso? ¡Y pensar que hace unos meses creía que el tratamiento coloquial podía llegar a convertirse, con el tiempo, en una ciencia exacta! ¿Cómo es posible ser exacto con estas preguntas? Tal vez el poder sea la medida de la exactitud: sus palabras parecen poderosas, me conmueven, parecen ser ciertas. De todos modos, ¿se puede confiar en los sentimientos? Los fanáticos religiosos sienten una presencia divina. ¿Acaso tengo derecho a considerar que sus sentimientos son menos fiables que los míos?

—Me pregunto —dijo Nietzsche con expresión pensativa— si nuestros sueños se aproximan a lo que de verdad somos más que la razón o los sentimientos.

—Su interés por los sueños me sorprende, Friedrich. Apenas menciona el tema en sus dos libros. Sólo recuerdo su especulación en torno a la posibilidad de que la vida mental del hombre primitivo siga operando en sueños.

—Creo que toda nuestra prehistoria puede encontrarse en el texto de nuestros sueños. Pero los sueños me fascinan sólo desde cierta distancia: por desgracia, recuerdo muy poco de mis sueños, aunque, de todos modos, hace poco tuve uno muy claro. —Los dos hombres caminaron sin hablar, haciendo crujir las ramitas y las hojas bajo sus pies. ¿Describiría Nietzsche su sueño? Breuer ya había aprendido que, cuanto menos preguntaba él, más daba Nietzsche de sí. El silencio era lo mejor. Varios minutos después, prosiguió Nietzsche—. Es corto y, como el suyo, tiene que ver con las mujeres y la muerte. Soñé que estaba en la cama con una mujer y que había una pelea. Puede que los dos diésemos tirones a las sábanas. Como fuese, un par de minutos después me encontré prietamente envuelto en las sábanas, tanto que no podía moverme y empezaba a ahogarme. Me desperté cubierto de sudor, respirando con dificultad y gritando: "¡Vive! ¡Vive!".

Breuer trató de ayudarle para que recordara algo más del sueño, pero fue inútil. La única asociación que hacía Nietzsche era que estar envuelto en las sábanas era como el embalsamamiento al estilo egipcio. Se había convertido en momia.

—Me sorprende —dijo Breuer— que nuestros sueños sean diametralmente opuestos. Yo sueño con una mujer que me rescata de la muerte, mientras que en su sueño la mujer es el instrumento de la muerte.

—Sí, eso es lo que dice mi sueño. ¡Y eso es lo que creo! Amar a la mujer es odiar la vida!

—No lo entiendo, Friedrich. Vuelve usted a hablar de manera críptica.

—Quiero decir que no es posible amar a una mujer sin enceguecer ante la fealdad oculta bajo su bella piel: sangre, venas, mucosas, heces. Todos los horrores fisiológicos. El enamorado debe sacarse los ojos, debe abandonar la verdad. Y para mí, una vida sin verdad es la muerte en vida.

—Entonces, ¿no hay en su vida un lugar para el amor?

—Breuer lanzó un profundo suspiro—. Aunque el amor está destrozando mi vida, sus palabras hacen que me sienta triste por usted, amigo.

—Sueño con un amor que sea más que dos personas que anhelan poseerse. Una vez, no hace mucho, creí encontrarlo. Pero estaba equivocado.

—¿Qué sucedió?

Pensando que Nietzsche había hecho un leve movimiento de cabeza, Breuer no lo presionó. Siguieron andando hasta que Nietzsche volvió a hablar.

—Sueño con un amor en el que las dos personas compartan la pasión por la búsqueda de una verdad superior. Quizá no debería llamarlo amor. Tal vez su nombre verdadero sea amistad.

¡Qué diferente era la conversación aquella mañana! Breuer se sentía muy cerca de Nietzsche, incluso quería cogerlo del brazo para caminar juntos. Pero también se sentía decepcionado. Sabía que aquel día no lograría la ayuda que necesitaba. En aquella conversación mantenida a lo largo de un paseo no había suficiente intensidad comprimida.

Era demasiado fácil, en un momento de incomodidad, sumirse en el silencio y fijar la atención en el crujido de las ramas desnudas que el viento hacía temblar.

En un momento dado, Breuer se quedó atrás. Entonces Nietzsche se giró y se sorprendió al ver a su compañero, sombrero en mano, haciendo reverencias a una planta de aspecto vulgar.

—Digital —dijo Breuer—. Tengo por lo menos cuarenta pacientes con problemas cardíacos cuya vida depende de la generosidad de esta planta tan plebeya.

La visita al cementerio les había abierto viejas heridas de la infancia y, a medida que caminaban, recordaban. Nietzsche contó un sueño que recordaba haber tenido a los seis años, un año después de la muerte de su padre.

—Hoy todavía es tan vívido que es como si lo hubiera soñado anoche. Se abre una tumba y mi padre, envuelto en la mortaja, se levanta, entra en una iglesia y regresa al poco rato con un niño en brazos. Vuelve a la tumba con el niño. La tierra se cierra encima de ellos y la lápida los cubre. Lo que resulta horrible de verdad es que poco después de tener ese sueño, mi hermano menor se puso enfermo y murió.

—¡Es espantoso! —dijo Breuer—. ¡Es muy extraño que tuviera ese sueño premonitorio! ¿Cómo lo explica?

—No puedo. Durante mucho tiempo me aterró lo sobrenatural y rezaba las oraciones con gran devoción. Sin embargo, estos últimos años he empezado a sospechar que el sueño no estaba relacionado con mi hermano, que mi padre venía a buscarme a mí y que el sueño expresaba mi temor a la muerte.

Con una naturalidad que no habían sentido hasta entonces, siguieron recordando. Breuer se refirió a un sueño que había tenido en su antigua casa: su padre rezando y meciéndose, envuelto en el taled azul y blanco. Y Nietzsche describió una pesadilla en la que, al entrar en su dormitorio, veía, acostado en la cama, a un anciano con los estertores de la muerte.

—Los dos nos enfrentamos a la muerte a edad temprana —dijo Breuer, pensativo— y los dos sufrimos una pérdida cuando niños. Yo creo que nunca lo he superado ¿Y usted? ¿Cómo se sintió sin un padre que lo protegiera?

—¿Que me protegiera o que me oprimiera? ¿Fue una pérdida? No estoy tan seguro. O puede haber sido una pérdida para el niño, pero no para el hombre.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Que nunca sentí el agobio de llevar a un padre a cuestas, que nunca me sentí sofocado por el peso de su juicio, que nunca se me enseñó que el objetivo de la vida era llevar a cabo las ambiciones frustradas del padre. Su muerte bien puede haber sido una bendición, una liberación. Sus caprichos nunca fueron mi ley. Me dejaron solo para que descubriera solo mi propio sendero, un sendero que nadie había hollado antes. ¡Piense en ello! ¿Podría yo, el anticristo, haber exorcizado falsas creencias y buscado nuevas verdades con un padre párroco que se retorciera de dolor ante cada triunfo mío, con un padre que habría considerado mis campañas contra la mentira como un ataque personal contra él?

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