El día que Nietzsche lloró (41 page)

BOOK: El día que Nietzsche lloró
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Asustaba ver a Mathilde así. Pero Breuer sabía que debía mantenerse firme.

—Yo tendría que haber sido "yo" antes de que hubiera un "nosotros". Hice una elección antes de estar formado para poder tomar decisiones y elegir.

—Entonces, eso también es una elección —respondió Mathilde de inmediato—. ¿Quién es ese "yo" que no ha sido "yo"? Dentro de un año dirás que el "yo" de este momento aún no estaba formado y que las decisiones que tomas hoy no cuentan. Ésto es un engaño, una trampa que te tiendes a ti mismo, una manera de librarte de toda responsabilidad por tus propias elecciones. En nuestra boda, cuando dijimos sí ante el rabino, dijimos no a las otras opciones. Podría haberme casado con otro. ¡Sin problema Tenía muchos pretendientes. ¿No eras tú quien decía que era la mujer más hermosa de Viena?

—Lo sigo diciendo.

Mathilde vaciló un instante. Luego, prescindiendo la respuesta de él, siguió hablando.

—¿No comprendes que no puedes contraer un compromiso conmigo y luego, de pronto, decir: "No, me retracto; después de todo, no estoy seguro"? Eso es inmoral. Perverso. —Breuer no contestó. Contuvo el aliento e imaginó que podía agachar las orejas, como el gato de Robert.

Sabía que Mathilde tenía razón. Y sabía que Mathilde estaba equivocada—. Quieres tener la posibilidad de elegir y, al mismo tiempo, mantener todas las elecciones posibles. Me pediste que te entregara mi libertad, la poca que tenía, por lo menos mi libertad para elegir marido, pero tú quieres tener tu libertad a tu disposición: a tu disposición para satisfacer tu lujuria con una paciente de veintiún años.

Josef se sonrojó.

—¿De modo que eso es lo que piensas? No, ésto no tiene nada que ver con Bertha ni con ninguna otra mujer.

—Tus palabras dicen una cosa, tu rostro otra. Yo no fui a la universidad, Josef, y no por propia elección. ¡Pero no soy estúpida!

—Mathilde, no menosprecies mi lucha. Estoy intentando hallar el significado de toda mi vida. Un hombre tiene un deber con los demás, pero tiene un deber superior hacia sí mismo. El...

—¿Y una mujer? ¿Qué hay del significado de su vida, de su libertad?

—No me refiero a los hombres, sino a las personas, a todas. Cada uno de nosotros tiene que elegir.

—Yo no soy como tú. Yo no puedo elegir la libertad cuando mi elección esclaviza a los demás. ¿Has pensado en lo que significa tu libertad para mí? ¿Qué elecciones puede hacer una viuda, o una mujer abandonada?

—Eres libre, igual que yo. Eres joven, rica, atractiva, saludable.

—¿Libre? ¿Dónde tienes la cabeza hoy, Josef? ¡Piensa en lo que dices! ¿Dónde está la libertad de una mujer? A mí no se me permitió estudiar. Salí de la casa de mi padre para entrar en la tuya. Tuve que pelearme con mi madre y con mi abuela incluso para elegir libremente mis propias alfombras, mis propios muebles.

—¡Mathilde, no es la realidad lo que te aprisiona, sino tu actitud hacia tu cultura! Hace un par de semanas vi a una joven rusa en mi consultorio. Las rusas no tienen más independencia que las vienesas y, sin embargo, esta joven rusa exigió su libertad: desafía a su familia, exige una educación, ejerce su derecho a elegir la vida que quiere. Y tú puedes hacer lo mismo. Eres libre de hacer lo que se te antoje. ¡Eres rica! ¡Puedes cambiar de nombre y vivir en Italia!

—¡Palabras, palabras, palabras! ¡Una judía de treinta y seis años, libre y viajando sola! ¡Josef, hablas como un necio! ¡Despierta! ¡Vive la realidad! ¿Y los niños? ¡Cambiar de nombre! ¿También ellos tendrán que elegir un nombre nuevo?

—Recuerda, Mathilde, que tú, en cuanto nos casamos, no quisiste otra cosa que tener hijos. Hijos y más hijos. Te pedí que esperáramos. —Mathilde contuvo la rabia y volvió la cabeza—. Yo no puedo decirte cómo ser libre, Mathilde. Yo no puedo enseñarte tu camino porque ya no seria el tuyo. Pero si tienes valor, sé que puedes encontrarlo.

Mathilde se puso en pie y se dirigió a la puerta, donde se dio la vuelta.

—Escúchame, Josef. ¿Quieres encontrar la libertad de elegir? Entonces tienes que saber que este momento es una elección. Dices que necesitas elegir tu vida, y que, con el tiempo, tal vez quieras reanudar tu vida aquí. Pero es que yo también elijo mi vida, Josef. Y elijo decirte que no hay regreso. Jamás podrás reanudar tu vida conmigo porque cuando hoy salgas de esta casa, dejaré de ser tu mujer. ¡No podrás optar por volver a esta casa porque ya no será tuya!

Josef cerró los ojos y agachó la cabeza. Lo siguiente que oyó fue el portazo que dio Mathilde y sus pasos al descender la escalera. Se sentía tambaleante por los golpes que acababa de recibir, pero también extrañamente regocijado. Las palabras de Mathilde eran terribles. Pero tenía razón. Aquella decisión tenía que ser irreversible.

"Ahora ya lo he hecho. Por fin me ocurre algo, algo real, no sólo pensamientos sino algo en el mundo real. He imaginado esta escena una y otra vez. ¡Ahora la siento! Ahora sé lo que es responsabilizarme de mi destino. Es terrible y es maravilloso."

Terminó de hacer el equipaje, besó a sus hijos, que dormían, y en voz baja se despidió de ellos. Sólo Robert se movió y murmuró: "¿Adónde vas, padre?". Pero al instante volvió a quedarse dormido. Era extraño, pero nada le causó dolor. Breuer se maravilló por la forma en que había aletargado sus sentimientos para protegerse. Levantó la maleta y descendió la escalera hasta su despacho, donde se pasó el resto de la mañana escribiendo largas notas en las que daba instrucciones a Frau Becker y rogaba a tres médicos que se hicieran cargo de sus pacientes.

¿Tenía que escribir a sus amigos para darles una explicación? Vaciló. ¿No era el momento de romper los lazos con su vida anterior? Nietzsche le había dicho que un nuevo ser tiene que ser construido a partir de las cenizas de su vida anterior. Pero luego recordó que el mismo Nietzsche seguía escribiéndose con sus viejos amigos. Si ni siquiera Nietzsche podía soportar un aislamiento total ,¿cómo iba él a exigirse más a sí mismo?

Así pues, escribió cartas de despedida a sus amigos más cercanos: a Freud, a Ernst Fleishí y a Franz Brentano. A cada uno le explicó los motivos de su decisión, a pesar de que sabía que, resumidos en una breve carta, podían resultar insuficientes o incomprensibles. "Te aseguro", explicaba a todos por igual, "que no se trata de un acto frívolo. Tengo razones importantes que te confesaré más adelante". En especial, Breuer se sentía culpable en el caso de su amigo Fleishl, el patólogo que había contraído una infección mientras realizaba la disección de un cadáver: durante años le había dado apoyo médico y psicológico, y ahora se lo quitaba. También se sentía culpable con respecto a Freud, que dependía de él, no sólo por amistad y consejo profesional, sino también en términos económicos. Aunque Sig quería mucho a Mathilde, Breuer esperaba que, con el tiempo, llegara a comprenderle y que perdonara su decisión. Breuer añadió a su carta una nota aparte en la que cancelaba oficialmente todas las deudas de Freud con los Breuer.

Lloró al descender la escalera del número 7 de la Bäckersrtrasse por última vez. Mientras esperaba a que el Dientsmann del distrito localizase a Fischmann, meditó acerca de la placa de bronce clavada junto a la puerta de la calle: "Doctor Josef Breuer, medicina general. Primer piso". La placa ya no estaría allí cuando fuera de visita a Viena en el futuro. Tampoco su consultorio. Ah, el granito y los ladrillos del primer piso seguirían allí, pero ya no serían suyos; el despacho pronto perdería el olor de su existencia. Experimentó el mismo sentimiento que cuando visitaba el hogar de su infancia, aquella casa pequeña que destilaba al mismo tiempo una intensa familiaridad y una dolorosísima indiferencia y que ahora alojaba a otra combativa familia, quizá a un joven prometedor que en el futuro podía llegar a ser médico.

Pero él, Josef, no era necesario: el mundo se olvidaría de él, el tiempo y la existencia de otros devorarían su lugar. Moriría en los próximos diez o veinte años. Y moriría solo. "A pesar de la compañía siempre se muere solo", pensó.

Consiguió infundirse ánimos al pensar que, si el hombre estaba solo y la necesidad era una ilusión, entonces era libre. Sin embargo, en cuanto subió a su coche, esos ánimos se convirtieron en opresión. Contempló los otros edificios de la calle. ¿Le estaba espiando alguien? ¿Le estaban observando los vecinos desde sus ventanas? ¡Sin duda, tenían que saber que estaba ocurriendo algo trascendental! ¿Se enterarían al día siguiente? ¿Tiraría Mathilde, con la ayuda de su madre y sus hermanas, su ropa a la calle? Había oído hablar de esposas furiosas que habían actuado de aquel modo.

Su primera parada fue la casa de Max. Max le estaba esperando porque el día anterior, inmediatamente después de su visita al cementerio con Nietzsche, Breuer le había confiado su decisión de irse de Viena y le había pedido que se hiciera cargo de los asuntos económicos de Mathilde.

Una vez más, Max intentó disuadirlo y le dijo que consideraba su modo de proceder impetuoso y equivocado. Fue inútil: Breuer estaba decidido. Al final, Max se cansó y pareció resignarse y aceptar la decisión de su cuñado. Los dos hombres se pasaron una hora examinando los asuntos financieros de la familia. Sin embargo, cuando Breuer se disponía a marcharse, Max se puso en pie de repente y bloqueó la puerta con su enorme cuerpo. Por un momento, sobre todo cuando Max extendió los brazos, Breuer temió que intentara detenerlo por la fuerza. Pero Max sólo quería abrazarlo. Se le quebró la voz.

—¿Así que esta noche no hay ajedrez? Mi vida no volverá a ser igual, Josef. Te echaré mucho de menos. Eres el mejor amigo que he tenido.

Demasiado emocionado para responder con palabras, Breuer abrazó a Max y se fue en seguida de la casa. En el coche, dio instrucciones a Fischmann para que lo llevara a la estación y, poco antes de llegar, le dijo que iba a hacer un viaje muy largo. Le dio el sueldo de dos meses y le prometió ponerse en contacto con él cuando regresara a Viena.

Mientras esperaba para subir al tren, Breuer se reprendió a sí mismo por no haber dicho a Fischmann que nunca regresaría. "¿Cómo he podido tratarlo con tanta indiferencia? ¡Después de diez años juntos!" Luego, se perdonó. Había un límite para lo que podía soportar en un solo día.

Se dirigía a la pequeña ciudad suiza de Kreuzlingen, donde desde hacía unos meses estaba hospitalizada Bertha, en la clínica Bellevue. Se sentía intrigado por su aturdimiento. ¿Cuándo y dónde había tomado la decisión de visitar a Bertha? Cuando el tren se puso en marcha, apoyó la cabeza en el respaldo acolchado de su asiento, cerró los ojos y meditó acerca de los acontecimientos del día.

"Friedrich tenía razón: todo este tiempo, mi libertad ha estado a mi entera disposición. Hace años que podría haberla tenido. Viena sigue en pie. La vida continuará sin mí. Mi ausencia se habría producido, de todos modos, dentro de diez o veinte años. Desde una perspectiva cósmica, ¿cuál es la diferencia? Ya tengo cuarenta años: hace ocho que murió mi hermano menor, diez que murió mi padre, treinta y seis que murió mi madre. Ahora, mientras todavía puedo ver y caminar, cogeré una pequeña fracción de mi vida para mí: ¿es demasiado pedir? Estoy tan cansado de servir, de cuidar a los demás... Si, Friedrich tenía razón. ¿Estaré para siempre atado al yugo del deber? Durante toda la eternidad, ¿viviré una vida de pesar y arrepentimiento?"

Trató de dormir, pero cada vez que estaba a punto de hacerlo, visiones de sus hijos le invadían la mente. Hizo una mueca de dolor al pensar en ellos sin un padre. "Friedrich tiene razón", pensó, "cuando dice: "No hay que procrear a menos que se esté preparado para ser creador y padre de creadores". Está mal tener hijos por necesidad, mal utilizar a un hijo para aliviar la soledad, mal darle un propósito a la vida reproduciendo otra versión de uno mismo. Está mal también buscar la inmortalidad arrojando el germen de uno mismo hacia el futuro, como si el esperma contuviera nuestra mente. Pero ¿y los niños? Fue un error, se me obligó a tenerlos, a procrearlos antes de ser consciente de mi elección. Sin embargo, ahí están, existen. Nietzsche no dice nada sobre ellos. Y Mathilde me ha advertido que tal vez no los vuelva a ver".

Breuer estuvo a punto de sumirse en la desesperación, pero pronto reaccionó. "¡No! ¡Hay que desechar estos pensamientos! Friedrich tiene razón: el deber, las convenciones, la fidelidad, el desinterés, la bondad, son drogas que nos sumen en un letargo tan profundo que, si llegamos a despertar, a despertar del todo, lo hacemos al final de la vida. Y sólo para darnos cuenta de que no hemos vivido de verdad.

"Sólo tengo una vida, una vida que puede repetirse para siempre. No quiero pasarme toda la eternidad lamentando haberme perdido mientras cumplía con mi deber hacia mis hijos.

"Ésta es mi oportunidad de construir un nuevo ser sobre las cenizas de mi vieja vida! Luego, cuando lo haya hecho, encontraré la manera de regresar con mis hijos. Entonces no me tiranizarán las ideas de Mathilde sobre lo que está socialmente permitido. ¿Quién puede obstaculizar el camino de un padre hacia sus hijos? Seré como un hacha. Me abriré camino cortando las ramas hasta ellos. En cuanto al día de hoy, que Dios los ayude. Yo no puedo hacer nada. Me estoy ahogando y primero tengo que salvarme.

“¿Y Mathilde? ¡Friedrich dice que la única forma de salvar un matrimonio consiste en romperlo! Y que es mejor quebrantarlo que dejarse quebrantar por él. Quizá el matrimonio también haya destrozado a Mathilde. Tal vez ella esté mejor sin mí. Tal vez esté tan aprisionada como yo. Lou Salomé diría eso. ¿Cómo lo expresó: que nunca se dejaría esclavizar por las debilidades de los demás? ¡Puede que mi ausencia libere a Mathilde!"

Aquella misma noche el tren llegó a Constanza. Breuer descendió y pasó la noche en un hotel modesto de la estación. Tenía que ir acostumbrándose, se dijo, a alojarse en hoteles de segunda y tercera clase. Por la mañana alquiló un coche hasta la clínica Bellevue, en Kreuzlingen. Al llegar, dijo al director, Robert Binswanger, que una inesperada consulta lo había llevado a Ginebra y que, como estaba cerca de la clínica, había decidido hacer una visita a su ex paciente, Fräulein Pappenheim.

No había nada extraño en su petición: en Bellevue, todo el mundo estaba al corriente de la amistad de Breuer con Ludwig Binswanger, el anterior director (y padre del actual), que acababa de fallecer. El doctor Binswanger respondió que mandaría de inmediato a buscar a Fräulein Pappenheim.

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