—Dios mío —exclamó él desesperado—. ¡Estoy metido en una búsqueda inútil! El diamante que Mehdi ha puesto en venta no tiene defectos graves. Y eso significa que el diamante de Mehdi no es la piedra descrita en este manuscrito, el diamante que fue sacado del Templo de Jerusalén y escondido.
En el hotel le esperaba la nota, y reconoció la letra desigual —¿aprendida de una maestra o una institutriz inglesa? —incluso antes de abrir el sobre.
Mi querido señor Hopeman:
¿Puedo pedirle que nos veamos una vez más?
Soy plenamente consciente de que es usted quien ha venido a verme en repetidas ocasiones, a veces soportando grandes molestias. Le aseguro que esas circunstancias eran necesarias. En las futuras transacciones a largo plazo, que confío en que llevemos a cabo, le prometo que me trasladaré yo siempre que sea posible.
Por favor vaya a la estación de autobús de Eilat el miércoles a las dos de la tarde.
Reciba un cordial saludo.
Y
OSEF
M
EHDI
—Supongo que no vas a ir —comentó Tamar.
—Creo que sería mejor que lo hiciera.
—Si la piedra de Mehdi no es el Diamante de la Inquisición, entonces no es el diamante que te han encargado comprar. ¿Para qué molestarte?
—Es un diamante amarillo muy valioso. Y yo soy comerciante en diamantes. ¿Comprendes?
Ella asintió.
—Pero tienes que levantar el ánimo —le dijo.
A pesar del beso de Tamar, él veía pocos motivos de alegría.
—Creo que ni siquiera voy a conseguir la piedra que no corresponde. Me parece que Mehdi tiene otro comprador.
—Entonces, ¿para qué quiere verte? —preguntó Tamar.
La referencia de la nota a las «futuras transacciones a largo plazo» le proporcionaron la clave.
—Esta reunión final no es para darme otra oportunidad con el diamante amarillo. Sólo es para que nos despidamos en buenos términos, para que podamos hacer otros negocios algún otro día. U otro año.
Volvió a leer la carta, con la esperanza de que su impresión inicial fuera equivocada; pero reaccionó de la misma manera.
—Esto significa que tengo que esperar otros cinco días.
—Quedémonos en Jerusalén —propuso ella.
Percibía el fracaso, y era una impresión que nunca le había gustado. El hecho de estar un viernes por la tarde en Jerusalén le levantó el ánimo: era lo mismo que ver cómo Estados Unidos se preparaba para la Navidad. Se veía el ajetreo de último momento en las tiendas. Las oficinas y las tiendas cerraban temprano para que los trabajadores llegaran a su casa al anochecer, y la gente corría por las calles cargada con botellas de vino y flores para la mesa. Era impresionante ver cómo la antigua ciudad aceleraba la marcha y luego, repentinamente, se detenía. No funcionaban los autobuses y las calles quedaron desiertas. Prácticamente todo el mundo compartía la cena del
Sabbath
con sus amigos o su familia. Los no creyentes seguían la agradable tradición, y los ortodoxos se preparaban para ir a la sinagoga a recibir el
Sabbath
por excelencia.
A la mañana siguiente las tiendas permanecieron cerradas, pero los judíos de Jerusalén habían salido a la calle: los amantes paseaban, las familias empujaban cochecitos de, bebés, los ancianos caminaban sosegadamente bajo el sol. Él y Tamar fueron hasta la Ciudad Vieja, donde los comerciantes árabes abrían sus tiendas como de costumbre para una numerosa clientela judía, de la misma forma que sus colegas judíos abrían las suyas para los árabes cuando llegaba el viernes —el
Sabbath
de los musulmanes— y las tiendas de la Ciudad Vieja cerraban sus puertas.
Fueron al antiguo barrio judío. Cuando los árabes lo tomaron, durante la guerra de la independencia, las sinagogas y las casas de piedra quedaron destruidas. Ahora habían sido reconstruidas en todos sus detalles, y para Harry fue como caminar en otro tiempo y en otro lugar, mucho más bonito que el crecimiento vertiginoso que se producía en algunas zonas de Nueva Jerusalén.
Guardó un prolongado silencio.
—Imagina que conseguimos uno de esos maravillosos edificios de piedra —dijo por fin.
—¿Para vivir? Necesitaríamos una familia numerosa, o una casa mucho más pequeña.
—No, no para vivir.
Se detuvo en medio de la calle y contempló las construcciones del barrio.
—Tendría que ser un edificio soberbio. O una antigüedad que ha sobrevivido a todo, o una buena reproducción, como éstos. En el interior, todo sencillo y muy al estilo de Oriente Medio. Detalles de lujo, sólo los suficientes para suavizar la rigidez. Ni un solo letrero en la puerta, para que todo el mundo tenga que descubrir por su cuenta la forma de llegar a Alfred Hopeman & Son, Jerusalén… No sé. Tendría que ser algo muy especial.
Ella lo ayudó a superar la terrible decepción que le producía el que la piedra amarilla de Mehdi no fuera el Diamante de la Inquisición. Rememoraron el triunfo de ella en Ein Gedi, hicieron el amor, comieron muchos dátiles, y planificaron la joyería más elegante del mundo. Pero el lunes por la mañana ella se mostró irritable.
—Voy a tener la regla —dijo por la tarde—. Creo que me voy a ir a mi apartamento, Harry.
Él pensó que esa era la razón de su malhumor.
—No, quédate conmigo —propuso, acariciándole el pelo y besándole la cabeza—. Yo te cuidaré, haré que te sientas mejor. Vayamos a Tiberíades y quedémonos hasta mañana por la noche. Comeremos pescado, será fantástico. Puedes chapotear en el lago.
Ella lo miró, divertida.
—Puedo nadar.
—Entonces aún será mejor.
—¿Sabes qué es lo que me gusta especialmente de esta relación?
—¿Qué?
—Que es muy reposada —concluyó ella.
Había varios balnearios modernos frente al lago Kinneret, pero se quedaron en uno de los antiguos hoteles de lujo.
Cuando llegaron ya había oscurecido, y desde la ventana del dormitorio, gracias a la luz de las farolas del rompeolas, Harry vio que había habido un nido de algún tipo de insecto. A lo largo de la costa, las aguas estaban salpicadas de peces recién capturados.
Esa noche a Tamar le dolían los pechos y tenía calambres, y él estaba preparado para la abstinencia porque Della siempre perdía el interés antes de menstruar.
—Quiero hacerlo —dijo ella, y lo sorprendió con su actuación.
Después él se quedó dormido con la mano apoyada en el vientre de ella; por la ventana abierta entraba la brisa casi húmeda que se levantaba desde el mar interior. Por la mañana, la ventana dejó a la vista muelles de piedra, largos dedos grises que se internaban en el lago, y una enorme barca de pesca que pasaba resoplando como si fuera una ilustración salida de un libro infantil.
Ella se alegró con el sol. Nadaron desde uno de los muelles, que según les contó el recepcionista había sido construido por los romanos. Era un día excelente, no demasiado caluroso, de un cielo azul veteado de blanco.
Sólo vieron a algunos huéspedes más; la mayoría parecían israelíes. Un anciano barrigudo nadaba plácidamente, y Tamar lo identificó como un famoso general. Por la tarde apareció una pareja acompañada de dos magníficos perros lobo Borzoi. La dueña de los perros era menuda y delgada, de pechos minúsculos y trasero pequeño pero firme, y coincidieron en que los músculos de sus pantorrillas eran de bailarina.
—Son ricos —comentó Tamar—. Tú debes de pasar mucho tiempo con los ricos.
—No es un castigo. Son interesantes.
—Los pobres son más interesantes —sonrió—. Por eso Israel es un país tan interesante.
Esa noche, a la hora de la cena, los acomodaron en la misma mesa que ocupaban el general, los dueños de los Borzoi y una pareja que tenía una agencia de viajes y que, cogidos en sus propias redes, habían pasado el día viajando; le contaron a Harry más de lo que quería saber sobre la tumba del martirizado rabino Meir.
Comieron un pescado con forma de róbalo y carne parecida a la de la trucha, el pescado de san Pedro, propio de la zona. El general les informó que se reproducía por la boca.
—Qué inteligente —murmuró Tamar, que cada vez tenía más calambres.
Los agentes de viajes parecían sentirse cómodos en el caro hotel de Tiberíades, mientras los dueños de los perros se habrían sentido más cómodos en Mónaco. La mujer era una refugiada rusa, ex componente del Ballet Kirov de Leningrado. Había emigrado pensando que se vería enfrentada a una lucha espantosa y a un choque con la nueva cultura, y en cambio había encontrado a un hombre rico que fabricaba aparatos de televisión. La conversación se centró en los productos que fabricaba su esposo. Los domingos por la noche, todo Israel corría a ver
Todo queda en familia
, con subtítulos en hebreo.
—¿Cómo es posible que lo entiendan? —preguntó Harry, divertido.
—Lo entendemos perfectamente: habla de los temores de un fanático muy simpático que se preocupa porque su hija está casada con lo que él llama un polaco. En todo Israel los fanáticos viven preocupados. Algunos askenazís, por poner un ejemplo, se preocupan porque sus hijas están casadas con judíos de Marruecos. —El industrial estudió la oscura piel de Tamar—. Aunque los marroquíes son un pueblo maravilloso —añadió.
—Lo mismo que los yemenitas —repuso ella serenamente.
El hombre levantó su copa.
—Al final, nuestros tataranietos serán una amalgama judía —dijo la rusa.
—No, no serán como el resto de los judíos —apuntó Harry.
Todas las miradas se clavaron en él.
—¿Cree que acabaremos pareciéndonos a los musulmanes? —le preguntó en tono sumamente cortés el dueño de la agencia de viajes—. ¿O quizás a los cristianos?
Él sacudió la cabeza.
—Ustedes ya son israelíes, es decir, muy diferentes de los demás judíos. —Siguió comiendo el pescado.
El general pareció interesado.
—Díganos en qué sentido somos diferentes.
—Son vencedores. Y para existir, tendrán que seguir venciendo. Los demás pertenecemos a una larga sucesión de perdedores. Nuestras emociones viscerales provienen de un pueblo que contenía la respiración cada vez que la autoridad llamaba a la puerta. Ese es el tipo de pueblo que desarrolla el amor por la justicia social.
Todos los comensales guardaron silencio.
—Nosotros salimos de ese mismo pueblo, tenemos los mismos sentimientos viscerales. ¿Cree que porque sobrevivimos hemos olvidado lo que significa no poder controlar el propio destino?
—No creo eso en absoluto. Lo que pienso es que es un riesgo del que debemos protegernos.
—Si está tan preocupado por la personalidad de Israel —intervino el industrial en tono jovial—, ¿por qué no vive aquí?
—Estoy pensando en hacerlo, precisamente —respondió Harry con serenidad. El murmullo de aprobación fue como un aplauso.
—Dígame, señor Hopeman, ¿tiene hijos? —le preguntó el general.
—Un hijo.
—¿Y lo sacrificaría? ¿Lo sacrificaría para seguir siendo un ser humano sensible?
—No creo en el sacrificio. Si la historia de Abraham e Isaac es auténtica, creo que Abraham era loco, no religioso.
El general asintió.
—No debemos inmolar a nuestros hijos para conservar nuestra humanidad. Debemos estar preparados. Debemos perder la menor cantidad posible de hijos. Pero los judíos del mundo entero seguirán sabiendo que existe un Israel al que pueden venir si es necesario.
—¿Cuántos años tiene su hijo? —preguntó la esposa del agente de viajes.
—Casi trece.
—Los nuestros son adolescentes. Si se instala en Haifa, póngase en contacto con nosotros. Le recomendaremos algunas buenas escuelas.
—Es muy amable. —Se sintió obligado a continuar—. Él se quedará en Estados Unidos. Si yo vengo aquí, será por decisión mía. Él tendrá que elegir por sí mismo más adelante.
—¿Israel no le ofrece lo suficiente para que usted tome la decisión por él? —preguntó amablemente el fabricante de televisores.
—Yo soy lo que solía llamarse un liberal —explicó Harry—. He protestado. He desfilado con pancartas. He criticado mucho a Estados Unidos. Pero en los momentos más negros de su historia, nunca dejó de ser el mejor, el más estimulante y el más prometedor de todos los países del mundo para cualquiera, incluido un chico de trece años.
Tamar se había puesto pálida, y enseguida se disculpó y se retiro.
Cuando él llegó a la habitación, la encontró acostada en posición fetal.
—¿Llamo a un médico?
—No seas tonto. Ya he empezado a menstruar. Siempre me pasa lo mismo.
—¿Quieres quedarte aquí esta noche? —le preguntó él, inquieto porque sabía que tenía que estar en Eilat al día siguiente.
—No. Por favor, llévame a Jerusalén.
Ella hizo el viaje de regreso con la cabeza apoyada en el respaldo del asiento.
Él la miró y vio que lo observaba.
—Lamento que no hayas encontrado el Diamante de la Inquisición, Harry.
Él le apretó la mano.
—¿Crees que aún existe?
—No lo sé.
Tamar le pidió que la llevara a su apartamento.
—Tenemos mucho de qué hablar.
—Siempre y cuando no sea esta noche.
—Te llamaré en cuanto regrese —le prometió. La acompañó hasta la puerta y la besó suavemente—.
Shalom
–
shalom
. Ponte bien, Tamar.
—
Shalom
, mi querido Harry —se despidió ella.
Había dejado una nota en la recepción para que lo despertaran a las seis de la mañana. Tuvo la impresión de que el teléfono lo despertaba demasiado pronto y se quedó en la cama aturdido, y luego estuvo demasiado rato bajo la ducha, pero la pesadez abandonó sus párpados y por fin se despertó. Le esperaba un viaje de cinco horas, y decidió no conducir. Después de desayunar salió a la calle y llamó al primer taxi que pasaba.
—A Eilat.
El conductor abrió los ojos desmesuradamente.
—¿Puedo llamar a mi esposa?
—Dos minutos.
Regresó en menos de dos minutos, radiante de alegría. Harry ya se había estirado en el asiento.
—Le daré una buena propina si no habla ni enciende la radio. Quiero dormir.
El conductor hizo girar la llave de contacto.
—
Ai
–
la
–
lu
–
lu
—canturreo.
Faltaban ocho minutos para las dos cuando vio al hombre de Mehdi en la estación de autobuses de Eilat.