No se sentía culpable por la vida que llevaba, ni por su buena suerte, pero se sintió perturbado al leer la noticia de otro ataque que había dejado más heridos en Kiryat Shemona. Recordó al rabino de Kiryat Shemona que lo había ayudado a encontrar al esposo desaparecido de Rakhel Silitsky, y abrigó la esperanza de que el rabino, su esposa y el bebé hubieran resultado ilesos.
Por la mañana, en lugar de ir directamente a la tienda de la Quinta Avenida, a veces aparcaba cerca de la calle Cuarenta y siete. Pasaba junto a parejas de hombres menudos y con barba que hablaban serenamente en las aceras o en las entradas de aspecto lamentable de sus oficinas, y que sacaban de los bolsillos maravillosas fortunas envueltas en sobres mugrientos. En la Asociación de Diamantistas pasó de largo por la sala de exposición, donde otros comerciantes examinaban las piedras bajo la suave luz del norte, y entró en la capilla. Algunos
hasid
celebraban el servicio todas las mañanas en los autobuses alquilados que los llevaban a la calle Cuarenta y siete desde sus modernos guetos, pero en la capilla siempre había los suficientes para formar un
minyan
de diez hombres para rezar las oraciones por los muertos. Para Harry no tenía sentido rezar el
kaddish
por su padre de una forma irregular, pero no se sentía especialmente atraído por la lógica.
El invierno se volvió crudo y el país consumía petróleo árabe de forma imprudente. En las mañanas heladas, él y Sid Lawrenson cortaban leña y podaban las ramas de los manzanos del huerto. Eso le dio la posibilidad de elegir los sitios en los que plantaría los nuevos árboles, los Kandil Sinaps. Se sentía como un árbol que finalmente ha echado raíces.
Su vida estaba marcada y jalonada por las piedras. En el cementerio vio que otros visitantes habían dejado siete guijarros en la tumba de su padre, donde él levantaría una marca en la primavera, cuando el tiempo era cálido. Decidió regalarle el granate a Jeff; tal vez la piedra de su tribu pasara de una generación a otra abiertamente, lo cual sería una tradición más saludable. Casi nunca pensaba en la gema amarilla que había comprado en Israel, y que volvía a estar a salvo en la mitra de Gregorio. Pensaba más a menudo en el Diamante de la Inquisición y se preguntaba si a veces la mujer de piel morena se detendría a mirarlo cuando se dirigiera a su trabajo en el museo. En las horas de insomnio en las que temores sin nombre salían arrastrándose de las eras y de sus genes, y él se estremecía con un escalofrío sin razón, acosado por gritos que jamás había oído, pensaba en los seis diamantes de Alfred Hopeman. Pero nunca lamentó que ya no estuvieran en el escritorio de la vieja casa de Westchester County.
NOAH GORDON, es un escritor norteamericano de best–sellers, en los que predomina el drama histórico y algún aspecto de la medicina.
Nacido en una familia de origen Judío, Noah Gordon cursó estudios de medicina, pero los abandonó en favor de la carrera de periodismo. Ese primer interés por el tema médico influyó, sin duda, en su obra posterior.
Tras trabajar en distintos medios como freelance, Gordon volvió a su ciudad natal donde, además de su trabajo como periodista, comenzó a escribir artículos sobre medicina que fueron publicados en diversas revistas.
Con su primera novela,
El Rabino
(1979), logró unas buenas ventas, pero fue con
El Médico
(1986) —primera parte de la trilogía de
Los Cole
, junto con
Chamán
(1992) y
La Doctora Cole
(1996)— el detonante de su carrera como autor superventas, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo.
Tras varios libros más dedicados al mundo médico, con
El Último Judío
(1999) cambió de registro para contarnos la historia de un Judío en el Toledo del S.XV. Su última novela,
La Bodega
(2007), se centra en el mundo del vino y la enología.
Ha manifestado su reticencia a embarcarse en una nueva novela por temor a dejarla inconclusa debido a su avanzada edad.