—¿Con?…
—Con Filomena en Estoril. Pero me casé con Marisol.
—¿Se atrevería usted a pegársela a Filomena conmigo?
—A Filomena sí, pero al señor marqués, no. Es mi jefe.
—Tiene más morbo.
—Y más peligro.
—Vamos, Lorenzo. Sólo me he acostado con tiroleses. Quiero un hombre español. Y este sitio es maravilloso.
—Es que…
Las mujeres tienen un sexto sentido. No he llegado a culminar con Gertrude, que se ha enfadado un poco, por respeto a Tomás. Pero ha habido toqueteos de los gordos. Gertrude sospecha de Tomás. Y de mí. No me encaja en la servidumbre. Estas nibelungas son un prodigio. Rubias como el oro y con la piel tostada. Las inglesas, a su lado, langostinos de Vinaroz. En casa, el falso marqués en la puerta, mosqueado.
—Mucha tardanza.
—Cristián, Lorenzo me ha enseñado La Jaralera de punta a punta. ¡Qué maravilla!
—Se la conoce muy bien.
—Lo que más me ha gustado ha sido el soto de las oropéndolas.
La expresión de Tomás hubiera asustado a Ab-del-Krim.
—Señor marqués, si no tiene más que ordenar, me voy a casa. Filomena es muy suya con los horarios.
—Váyase, Lorenzo, que el soto de las oropéndolas abre mucho el hambre.
Ha intentado ser irónico e hiriente. Y le ha salido patético. Para mí, que Tomás está deseando salir de este enredo. Pero yo estoy divertido. Y más ahora, con Gertrude a tiro.
Menos divertida se ha mostrado Marsa. Sexto sentido. Al verme, ha comentado algo acerca de la hinchazón de mis labios. Y de una mancha verde en mis pantalones.
—¿Revolcón con Heidi?
—¡Qué dices! Nos hemos sentado un poco en el soto de las oropéndolas. Está de verdes nuevos y relaja mucho.
—No me fío de la princesita.
—Estás como la Reina de Blancanieves. Te molesta haber dejado de ser la más guapa de este reino. Pero no te preocupes. Se irá pronto. Tomás está a punto de tirar la toalla, y ella, que es listísima y lee a Goethe, me ha confesado que Tomás no le ha tocado ni un pelo…
—¡Qué puntería!
—…déjame terminar sin bromitas. Que no le ha tocado ni un pelo, que le parece feo, basto, ordinario y que está aquí para dar el braguetazo, porque sus padres, Sus Altezas, no tienen ni para comprar salchichas. Y ha elogiado mi empaque.
—Y tú la has creído.
—De que tengo mejor pinta que Tomás, sí.
—Y de ahí…
—De ahí al coche, del coche a casa, y de casa a aquí. Nada más.
—Tenemos una promesa.
—Bueno. Tenía calor, se ha desnudado de medio cuerpo para arriba, que allí en su tierra es lo más natural del mundo, y me ha dado unos besitos.
—Tenemos una promesa.
—Bueno. Los besitos se han convertido en besazos, y también se ha quitado los pantalones. Se ha quedado en braguitas. Y no me recuerdes que tenemos una promesa, porque de las braguitas no ha pasado.
—Y todo eso, revolcándose.
—Alguna voltirineta ha existido.
—Pues ahora mismo voy a casa, me paro ante Tomás y se lo digo: «Señor marqués. Lorenzo y Su Alteza se están liando.» Pero voy a hacer una cosa mejor. Me voy a Sevilla unos días. Si quieres algo de mí, estoy en el Alfonso. Y que te vaya bien con la rubia cursi de las montañas.
—No te puedes poner así. Hace unos días, te acostaste con un bombero. Y yo lo acepté.
—Porque tú eres un cabrito. Esto que me has hecho no tiene nombre.
—Celos. El espejito ha hablado.
—¡A la porra el espejito, la Princesa, La Jaralera y tú! Avisa a Miroslav para que me lleve a Sevilla.
—No puedo, Miroslav está a las órdenes del nuevo señor marqués.
—Pues a Pepillo.
—No, Filomena. Tú no eres Marsa. Si quieres largarte a Sevilla, te haces con un coche y lo conduces tú. Te hace falta una cura de humildad.
Un basilisco. Nunca la había visto así. Lágrimas de ira, que no de dolor. Ha intentado pegarme una bofetada y he salido ileso. Elena y los niños se han asomado a las ventanas, asustados. Marsa pega brincos, parece una bella primate enfurecida. Yo, el dedo en la llaga.
—Estás celosa.
—¡Furiosa, que no es lo mismo!
—Porque es guapísima y culta. Lee a Goethe.
—¡Porque es una zorra!
—No se acuesta con bomberos.
—Porque no los hay en sus riscos.
—Los niños lo están viendo todo.
Al oír esto, Marsa se ha calmado. Uno diría que controlada por la vergüenza ajena, el alipori. Con la voz muy baja, me lo ha suplicado.
—Un coche, por favor. Quiero irme por unos días.
Y detrás de un gran eucalipto, ha roto a llorar. Mi corazón, transido.
—No te vayas, mi amor. Ha sido una bobada.
—Un coche, por favor, Cristian.
—Comemos, hablamos y lo arreglamos todo.
—Un coche. Quiero irme.
Elena, que lo ha visto todo y oído casi todo, me hace un gesto de interrogación.
—Que quiere un coche.
—Que se lleve el mío. No lo necesito.
Diez minutos más tarde, Marsa abandonaba la Casa de los Cazadores, camino de la cancela principal de La Jaralera, conduciendo el coche de Elena. Antes de arrancar le había preguntado:
—¿Se te pasará pronto, mi amor?
Un acelerón fue la respuesta.
Los hombres tenemos que aguantar todo y ellas se enfadan y humillan por lo más mínimo. Pero son así, y, por ser así, las amamos. Mi comida en soledad en la Casa de los Cazadores no ha resultado agradable. Elena ha avisado a Flora para que me sirva. Ella está pendiente de la siesta de los niños. Flora, que me conoce, sabe que algo ha sucedido. Y grave. Pero no intenta averiguarlo. Sólo se ha permitido un comentario.
—Señor marqués, hay que acabar con el juego de ese sinvergüenza. Dos días más con Tomás de marqués, y esto se desmorona. Estamos todos despistados. Hay que hacerle ver a la princesa esa que Tomás es un servidor, no un noble, y que usted es quien ella cree que es Tomás, y que si se casa con ese canalla las va a pasar canutas. Y a usted, señor marqués, con la confianza de tantos años, le voy a reconocer que en el fondo, muy en el fondo, me alegro del sufrimiento de la señora marquesa. Marisol lo pasó muy mal cuando ella reapareció. Pero me callo, que no está usted para sermones. Pero hay que actuar.
En el salón principal de la casa grande, se cortaba el aire con un cuchillo. La Princesa interrogaba a un Tomás a la defensiva. Se sentía una pulga en un transatlántico.
—Has estado muy poco amable con Lorenzo.
—Habéis tardado demasiado tiempo en dar esa vueltecita.
—El preciso para conocer lo que tienes y no disfrutas.
—Lo disfruto a mi manera, coñes.
—Eres muy ordinario hablando. Tendrías que aprender de Lorenzo. Humilde, pero un señor.
—Un señor casado del que no hay que fiarse.
—Un señor casado y encantador que está contento consigo mismo sin tener nada, mientras que tú, que lo tienes todo, estás amargado..
—No sé, Gertrude. Quizá lo nuestro ha sido un poco precipitado.
—Lo mío, no. Me urge casarme contigo para tener pasta.
—¿Sólo te gusta de mí el dinero?
—Sinceramente, Cristian. Sólo eso. Eres agradable, pero te vistes mal. Dices «coñes» y «jolines», que eso no es de campo, sino de campo de concentración. Y se te nota incómodo en tu casa. Todo se puede arreglar, porque el tiempo aumenta el cariño, pero no te pareces en nada al marqués borrachín que conocí aquella noche.
—Y que no pudo hacer nada.
—Lorenzo me lo ha preguntado. Me temo que te has tirado un farol, y de los gordos, con él.
—A ese Lorenzo lo voy a poner en su sitio. Inmediatamente. No tiene derecho alguno a charlar contigo de asuntos íntimos que no le afectan.
—Algo le afectan. Me ha dicho que soy guapísima.
—¿No te lo dije? Un sinvergüenza.
—Con mucha clase.
—Ahora mismo salgo para su casa. Esto no es admisible.
—Yo que tú no lo haría, Cristian.
—Los nobles españoles defendemos nuestro honor en solitario. Tengo pendiente alguna deuda con él.
—Para mí sería horrible que, por mi culpa, perdiera su trabajo.
—Pues que no te hable de asuntos y detalles que no le importan. ¿Le has dicho que tú y yo, todavía, no hemos…?
—Claro. Le he dicho que he dormido contigo pero sin chicha.
—¿Y se ha reído?
—Sonrió. Nada más.
—¿Y…?
—Y nada.
—Voy ahora mismo a enfrentarme a ese cotilla.
—Tú mismo, Cristian. Pero no hagas el ridículo.
Me hallaba descansando bajo el gran tilo de la Casa de los Cazadores cuando advertí la llegada furibunda del impostor. Flora me había servido un reconstituyente, que iba libando poco a poco como abeja alcohólica. Me divirtió la vestimenta del marqués de pacotilla. Llevaba uno de mis trajes adaptados a sus lamentables proporciones, pero se nace o no se nace. No sabe combinar los complementos. Primavera calurosa y se asfixiaba con una corbata de
cashmere
, como las medias, que eran las que acostumbro a calzarme cuando cazo en Retortillo, la casa de mis amigos Mamen y Eduardo Sánchez Junco, cercana a Lerma, en cuyos parajes, cuando enero se presenta con su personalidad intacta, hace un frío extravagante. Tomás, que es de la provincia de Burgos, se ha adaptado de tal modo a Andalucía que veinte grados a la sombra le parecen propios de Siberia. Viene enfadado.
—Entre nosotros, mantengamos la distancia, Tomás. Nadie nos oye. Toma asiento y trasládame tus cuitas y pesares, que, por tu expresión, deben de ser desacostumbradamente hirientes.
—Usted me ha traicionado, señor marqués. Y ha sonsacado confidencias a Gertrude, que es mi novia.
—Tomás, Gertrude tiene no una mosca, sino un avispero detrás de la oreja.
—Ya me he dado cuenta. Pero usted no se ha comportado con la lealtad que le suponía.
—Ni tú con ella. Me dijiste que te la habías beneficiado la noche de vuestro conocimiento y ella me ha dicho que no habéis procedido al fornicio todavía. Eso no es de señor, Tomás.
—He estado a punto.
—Entre estar a punto y estar hay más trecho que el que separa tu lamentable aspecto de mi elegancia natural. No quiero herirte, Tomás, pero tienes pinta de pobre recién enriquecido.
—Tengo la pinta que tengo y no le debo dar explicaciones. No he estado todavía con ella, pero está a punto de caer.
—Está a punto de romper contigo y marcharse. Le molesta sobremanera que digas «coñes» y «jolines».
—No puedo remediarlo.
—Y le gusto yo.
—Eso sí que no, señor marqués.
—Más que chuparse los dedos.
—Imposible.
—Como la anchoa al atún.
—Usted está loco.
—Como Stalin a Pilar Bardem.
—Fantasías de viejo verde.
—Como al Príncipe decir: «La Princesa y yo.»
—Usted está para que lo encierren.
—Tuvimos una simpática charla en el soto de las oropéndolas.
—Por eso he venido. A pedirle explicaciones.
—Tómate algo, Tomás, acompáñame en el bebercio.
En la estación de Atocha, una bellísima mujer tomó un taxi con dirección al aeropuerto de Barajas.
—Por favor, lléveme rápido, que pierdo el vuelo a Bogotá.
En el salón de La Jaralera, Gertrude paseaba de un lado al otro. Ya había tomado su decisión. Sus padres se quedarían sin salchichas, pero su futuro junto al marqués de Sotoancho se le antojaba excesivamente cruel.
—Me decías, Tomás, que has venido por algo del soto de las oropéndolas.
—Usted ahí se las arregla muy bien. A propósito, ¿la señora marquesa?
—En Sevilla por unos días. Un arranque caribeño.
—Por algo habrá sido.
—Tiene celos de tu novia.
—¿No lo decía yo? Señor marqués, que no me contengo.
—Contente, Tomás. Te estoy haciendo un favor. No sabes cómo terminar esta farsa. Ella no va a estar contigo. Le pareces un aristócrata basto y de nula conversación. Y el personal de servicio también está hasta las narices de la comedia. Para colmo de males, mañana vuelve don Crispín de las Seychelles.
—Creía que venía el domingo.
—Ha adelantado la vuelta. Me ha llamado al móvil. Según parece, los piratas somalíes andan por ahí y teme ser secuestrado.
—Es un marica.
—Respeto al clero, Tomás. Y a lo que íbamos. Tienes que dar por finalizada tu impostura. Estás haciendo el ridículo.