El gran mentiroso nos presenta.
—Gertrude, te presento a Lorenzo y Filomena. Lorenzo, además de mi persona de confianza, es el asesor cinegético de La Jaralera. Filomena, su mujer, es colombiana y tienen cinco hijos.
—Encantadísima, Lorenzo. Es usted muy guapa, Filomena.
—Ya quisiera ser como Su Alteza.
—Que nadie me llame Alteza. Sencillamente, porque no lo soy.
—Seguíamos instrucciones del señor marqués.
—El señor marqués no sabe nada de Austria. Me parece que ustedes y yo vamos a hacer muy buenas migas. Se dice así, ¿no?
—Será para nosotros un honor que nos visite.
—Y para mí que nos acompañen a cenar esta noche. ¿Verdad, Pichuflín? A Cristian le llamo Pichuflín desde que lo conocí, y no sé por qué, pero tiene cara de pichuflín.
—Como tú quieras, Gertrude. Siempre que Lorenzo y Filomena no tengan que bañar a los niños y todas esas cosas.
—Está Elena, nuestra prima.
Al embaucador no le apetece nuestra presencia.
—¡Qué maravilla! Entonces se quedan. ¿De acuerdo, Pichuflín?
—De acuerdo, Gertrude. Mi administrador, señor Alcoceba. Y María, que va a ser tu doncella estos días.
—Gracias, María. Es usted muy agradable.
—Haré lo posible para que se sienta como en su casa, señora.
—No, por favor. No quiero sentirme como en mi casa. Es un rollo.
—Gertrude. Flora y Pepillo, Modesto, Gaudencia, Julio, Guada, la nueva cocinera…
El marqués expoliador de títulos y campos, el peculiar mangante, no se ha atrevido a organizar la primera cena en el comedor de casa. Lo ha hecho en el guadarnés, en una mesa redonda, luces bajas, y con María de servidora. No ha tenido una mala idea para el futuro. El comedor de casa, interprovincial, es excesivamente amplio para comer o cenar en privado. Del servicio se aprende mucho.
Cuando el farsante ha aparecido acompañado de Gertrude, se me han roto las cuadernas y disparado los ojos. Mujer maravillosa. Marsa —Filomena—, muy en su sitio, le ha agradecido la confianza.
—Gracias, señora, por invitarnos a compartir su primera noche en La Jaralera.
—Gracias a vosotros. Abuso de vuestra amabilidad. Como Lorenzo es el asesor de caza, me encantaría mañana que me enseñarais la finca. Pichuflín se quedará trabajando, y nosotros, a pasear.
—El señor marqués es hombre de disciplina férrea, señora, y todas las mañanas se encierra en su despacho hasta la hora de comer.
—Es lo que me gusta de Pichuflín. Parece austríaco.
—Físicamente, no mucho, señora.
—No, nada. Físicamente, es una birria. Pero me encanta su sentido del deber, su amor por los suyos, su generosidad con los que no conoce, su desprendimiento con los necesitados… Eso es lo que amo de Pichuflín.
—Es buenísimo, señora. A mí me nombró asesor cinegético al saber que tenía cinco hijos.
—¿De verdad, Pichuflín? Anda, dame un besorro. Por bueno y generoso.
—Y eso no es todo, señora. Adopta niños del Congo.
—¿Y por qué no me has contado eso, Pichuflín?
—Porque me da vergüenza y pudor presumir de lo que tengo que hacer callado.
—¿Y cuántos niños del Congo tienes adoptados?
Como soy yo el que los ha adoptado, apunté la cifra.
—Aunque el señor marqués se resista a decírselo, más de doscientos. Exactamente, doscientos catorce.
—¡Pichuflín! ¿Por qué no me lo habías contado?
—Por pudor, jolines.
—Me encanta la nobleza española. Es mal hablada. Eso de «jolines» me ha sonado muy bien. ¿Y te ocupas de ellos?
—Me ocupo todos los días.
—¿Todos los días hablas con el Congo?
—Cuando hay cobertura.
—¿Qué empresa de telefonía opera en el Congo?
—Congofone y Conquistar.
—¿Y tú tienes?…
—Congofone. La verdad es que en la actualidad sólo opera Congofone. El Presidente de Conquistar era de otra etnia que el de Congofone; se liaron a tiros, y ya sabes lo que pasa por ahí. El problema es que la zona de mis adoptados tiene muy poca cobertura. Se baña un hipopótamo y se corta la comunicación.
—Si me permite, señora…
—Diga, diga, Lorenzo.
—El señor marqués no domina la tecnología. Los marqueses no están obligados a estas modernidades. Lo que sabemos con seguridad es que el dinero llega.
—Eres muy generoso, Pichuflín.
—Y Lorenzo muy cotilla.
—Bueno, tengamos la fiesta en paz. Mañana temprano, Lorenzo me recoge y me enseña La Jaralera. ¿A eso de las diez, Lorenzo? Estoy deseando…
Nunca he visto a Tomás pasarlo tan mal. Tardé en dormirme recreándome en el suplicio del impostor. Ella, simpatiquísima. Para Marsa, excesivamente «simpatiquísima».
—Y guapísima.
—No me dirás que tienes celos.
—No.
—Tardaré unas horitas en enseñarle a la señora la finca, Filomena. Cuida de los niños. A la hora de comer, aquí como un clavo.
—Cuidado con la austríaca.
—Llego tarde.
En la puerta de casa, de mi casa, espera la señora mi llegada. Con pantalones vaqueros está que truena. Su pelo, rubio con vocación de más rubio, largo y suelto. Me parece imposible que una mujer así pueda ser capaz de enamorarse y dormir con Tomás. Conduzco el Jeep de Pepillo.
—Buenos días, señora.
—¡Hola, Lorenzo!
—¿Ha dormido bien?
—Estupendamente. Pero tengo una curiosidad. ¿Por qué el marqués duerme en ese cuarto teniendo otro muchísimo mejor?
—Superstición, señora. En ese cuarto, el bueno, falleció el señor marqués difunto, y su hijo no quiere profanarlo.
—Qué tontería.
—Eso le digo yo, pero no me hace caso.
—¿Puedo confiar en usted, Lorenzo?
—Totalmente, señora.
—Cristian está incómodo. Y hace cosas rarísimas. Sueña en voz alta y me ha llamado «señora marquesa».
—Será porque tiene pensado contraer matrimonio con usted.
—No lo sé, Lorenzo. Hay un proverbio chino que encaja perfectamente con la situación.
—¿Y cuál es ese proverbio?
—«Aunque presientas en la lejanía que el arroyo es cristalino, acércate hasta él y comprueba que el agua no discurre turbia.»
—Precioso.
—Y sabio. Soy como un teckel, Lorenzo. Y mi olfato me ha encendido la luz de alerta.
—No se preocupe. Cuando le enseñe la maravilla de estos campos, se sentirá mucho mejor.
Recorrido completo. Recoleta de los magnolios, el eucaliptal de las marismillas, el soto del fraile, la laguna del Guadalmecín y la albariza de los juncos. Aquí la primera parada. En sus ojos verdes no cabe tanta belleza como la que contempla. Hemos atravesado el río por el puente de los plumbagos. Rumbo norte por el rastrojal de las yegüerizas, el Cerrillo de la Infanta Eulalia, la praerilla, la lentisquera y la umbría del general. De la solana del cardenal y los alcores de Monteviejo a la barranquilla de la jineta, en La Manchona. Pelotas de ciervas y venados desmochados. De ahí a la lomilla de las liebres, el huertecillo de los álamos, la huerta de las abubillas y el soto de las oropéndolas. Algo tiene
este
lugar.
—Vamos a detenernos un rato, Lorenzo. Todavía no salgo de mi asombro. ¡Qué prodigio!
—Este lugar, señora, reúne en sus árboles la memoria amorosa de La Jaralera. Al menos, eso se comenta.
—Al marqués le tiene que costar mucho dinero mantener este campo.
—Mucho, pero le sobra. Aunque
no
lo parezca.
—Seguimos en confianza, Lorenzo. Yo quiero al marqués, o al menos me lo creo. Pero no tiene pinta de marqués. Usted sí. Y lo curioso es que en la casa hay fotografías de los padres de Cristian, y no ha salido a ellos.
—Eso se da mucho en la nobleza española. Lo dice el refrán: «Campo y bellota, siempre se notan.»
—¿Siempre soltero?
—Siempre. No quiso hacer daño a su madre. Pero falleció y ha tenido la suerte de conocerla a usted.
—¿Sabe algo, Lorenzo?, a usted le tiene miedo. Pánico.
—No le he dado motivos para ello.
—Y cuando mira a Filomena, se atraganta.
—Su timidez, señora.
—Reconozca que es bastante raro.
—En eso estoy completamente de acuerdo. Es rarísimo, pero bueno. Y es cierto que su aspecto deja mucho que desear. Pero algo tendrá cuando usted ha puesto sus ojos en él.
—Yo los puse una noche… con algunas copas. Y mi madre también.
—¿La Princesa Anna Carlota?
—La Princesa Anna Carlota y el príncipe Alexander Mauricius, mis padres, son unos príncipes de cuarto rango, muy aparentes, muy dignos y sin un euro. Si mi madre nos hubiera acompañado en esta visita a La Jaralera, me casaba en una semana. Y yo necesito más tiempo, Lorenzo. ¿Usted se enamoró de Filomena de golpe?
—De mi primera mujer, Marisol, que es la madre de
mis hijos
, de golpe y porrazo. Y de Filomena, de
porrazo
y golpe. Yo soy así.
—Pues yo no. Necesito tiempo. Además, que Cristian se comporta como si fuese un extraño. Y es feo, Lorenzo. Aunque sea el señor marqués y al que sirve, es feo.
—Y bajo.
—Y algo espeso. Tiene una muela de oro. Y eso me produce rechazo.
—¿Me permite una pregunta, señora?
—La temo.
—¿El señor marqués y usted…?
—Anoche dormimos juntos por primera vez. Pero nada de nada. No podría. Ahora mismo, no podría.
—¿Y no pasó nada cuando…?
—¿Cuando nos conocimos? ¡Imposible! Estaba borracha, pero no tanto.
—¿Entonces, señora?
—Entonces, Lorenzo, que mi madre me ha dicho que o me caso con el marqués de Sotoancho o no tienen dinero ni para sus entierros. De novela rosa, Lorenzo. Y aquí estoy, dispuesta al martirio. Pero si el martirio se desarrolla en este campo, resulta menos terrorífico. ¿Usted y Filomena se llevan bien?
—Muy bien, pero tenemos unas normas. Dentro de lo que cabe, somos libres.
—A Filomena la entiendo muy bien. Usted sí tiene aspecto de noble. Buena osamenta, Lorenzo.
—Buenísima, sobre todo en la frente.
—¡No sea pícaro!
—Mi padre era un hombre modesto y guapo. Y mi madre, algo avutarda, pero con empaque.
—Se nota. Usted no salió mal como el marqués.
—A Dios gracias. ¿Por qué le llama Pichuflín?
—No lo sé. Y no pienso averiguarlo.
—Es muy ridículo.
—Pero certero.
—Le encaja perfectamente.
—No me ha contestado, ¿usted y Filomena se quieren?
—Mucho. Sufrimos el amor. Yo más que ella.
—Eso tiene clave.
—Y muy secreta.
—¿Le pone los cuernos?
—Yo diría que sí.
—¿Y usted a ella?
—Mucho menos.
—¿Y se lo cuentan todo?
—Es nuestro pacto.
—Para mí, un error.
—Es posible.
—Esas cosas no se cuentan. Se hacen.
—La primera vez que me puso los cuernos me fui de guarritas rusas.
—Una reacción muy pobre, Lorenzo. ¿Y la segunda? ¿Y la tercera? ¿También con putitas del Este?
—Nunca más. Ahí rompí en manso.
—Pues ella es muy guapa, pero usted no está nada mal.
—No soy un tipo con éxito entre las mujeres.
—Dependiendo de qué mujeres.
—Hice el amor por primera vez con más de cincuenta años.
—¿He oído bien?
—Como una lechuza. Con más de cincuenta años.