—Lo siento, porque su padre era mucho para ella.
—SMS, Tomás.
—«Querida Gertrude…»
—No, Tomás: «Respetada doña Manuela…»
—Lo haré inmediatamente.
—¿Paces?
—Paces. Y ayúdeme con Julia.
—Si te casas con ella te regalo la casa de El Acebuchal.
—A pesar de lo que me ha hecho, usted es más que mi padre.
—Un último detalle, Tomás. ¿Guardas aún las fotocopias de los cuadernos de mi madre?
—Por supuesto. Pero todo es negociable.
—¿Una ginebrita?
—Ahora mismo, señor marqués.
—Así que paces.
—Paces para siempre.
La Princesa Anna Carlota acudió con nerviosa rapidez al encuentro con su hija.
(El diálogo que sigue a continuación ha sido literalmente traducido del alemán.)
—¡Gertrude!
—Madre.
—Rápido. No puedo dejar solas a mis amigas, tan cariñosas.
—Rápidamente, madre. Devuélveme inmediatamente los seis mil euros que había en mi bolso.
—No sé de qué me hablas.
—De seis mil euros. Me los ha dejado un hombre y tengo que devolverlos.
—A los hombres no se les devuelve nada. Dignidad, Gertrude, que eres una Hohenloezern.
—No, madre. Soy una Shultz. Mi nombre es Gertrude Shultz. Mi padre se llama Gunther Shultz, y mi madre, además de ladrona, es una fresca. Si no quieres que vaya a la pérgola y le diga a tus elegantísimas amigas que engañabas a Papá con mi padre Gunther, es decir que le ponías los cuernos a Papá con Papá, ahueca la pasta.
—¿Quién te ha contado semejante barbaridad?
—Papá.
—Papá está muerto.
—¡Viva Papá!
—Gertrude, no te entiendo. Has enloquecido.
—Yo lo entiendo todo y tú también. Me voy, madre. Estas tierras valen mucho y podrás venderlas bien. No quiero saber nada de tu vida. Has intentado prostituirme. Y he tenido la suerte de querer durante toda mi vida a un padre que no era mi padre, y a querer a mi verdadero padre sin saber que lo era. Esos seis mil euros son para Papá, al que tú llamas Gunther y le obligas a vestirse de mayordomo, cuando él es un señor y tú una chachona de Hamburgo. A partir de hoy, Gunther no te va a servir. Y a partir de hoy, lo que me corresponde de herencia, pasa a corresponderle a Gunther, que es mi padre y fue tu amante. ¿Te has enterado, Mamá?
Sobrevolaron los arrendajos las agujas del castillo de Holstein-Bassenweiss. Una ardilla ascendió por el tronco del gran nogal y se escondió por si acaso. La Princesa Anna Carlota de Hohenloezern, chachona de Hamburgo, resignó sus fuerzas y fuese a llorar al bosque de los jilgueros. A pesar de todo, recuperó su arrogancia. Pero, cuando lo hizo, no estaba su hija Gertrude, y Gunther, su mayordomo Gunther, le sonreía camino de la puerta, mientras el salón violeta, como era de esperar, se convertía en un extravagante volcán de polvo y mentira.
Manuela volvía a España.
Mensaje. Abrir mensaje: «Amor, voy para allá. ¿Me sigues esperando?» ¡Ohhhh! Respuesta inmediata: «Síííííí. ¿Cuándo llegas?» Contestación: «Esta noche a Madrid y mañana a casa. He reservado habitación Intercontinental, que te gusta mucho.» Gran inquietud. «Cuidado con japonés que pide sillas y juega bragas-básquet. Evítalo.» Manuela de nuevo: «No entiendo. Te llamo desde el hotel. Te amo. Manuela.»
¡Mi alondra! Llamada desde Cartagena de Indias. Nubes.
—¿Eres tú, amor?
—Hola, Marsita. ¿Qué tal el bragas-básquet con el japonés?
—¡Qué vergüenza, Cristian! Estaba borracha.
—Intolerable, Marsa.
—¿Cómo lo has sabido?
—Me dieron al día siguiente de tu estancia la misma habitación. Y estaban tus «cuquis» en el minibar.
—¡Qué horror!
—Inaceptable tu actitud. Merecedora de pedir el divorcio.
—¿Tan horrible te parece?
—Más que horrible. El japonés, al que agredí, olía a
sushi
, y en concreto, a atún rojo. A lo tuyo se le llama en Italia
furore uterino.
—Estoy avergonzada, mi amor. Perdóname.
—Todo necesita tiempo. Además, tú y yo siempre hemos hablado con sinceridad. Creo que me he enamorado.
—¿De Heidi?
—Tú lo has dicho.
—Es una buscaperras.
—Pero no juega al bragas-básquet con japoneses que huelen a atún rojo. Y además no busca nada.
—No me voy a divorciar de ti.
—Tiempo al tiempo. Te quiero muchísimo, Marsa, pero los últimos acontecimientos han levantado un muro entre tú y yo. «Heidi», como tú la llamas, se viene a casa. No molestes. Estará unas semanas. Cuando se vaya, hablaremos.
—Me parece espantoso que esa tía me suplante. Y en mi casa.
—Cuando se vaya, hablaremos. Y no quiero ni llamadas ni mensajes. Silencio, Marsa. Nos vendrá muy bien a los dos. Y te quiero.
—Tengo la sensación de que estoy perdiendo el partido.
—El marcador no miente.
—Voy a seguir tu consejo. No molestaré. Pero no voy a divorciarme de ti.
—Es suficiente con lo primero. Disfruta de tu Caribe. Y cuídate, Marsita.
—¿Así te despides?
—Sin dramas.
—Adiós.
—Adiós.
Extraño conciliábulo. En la sacristía, don Crispín, Modesto, Tomás y Julia. Gran enfado en el capellán.
—Es intolerable que el primer día en tu condición de monaguillo oficial hayas faltado. Creo que Modesto hará mejor el trabajo que tú.
—Don Crispín. Le estaba enseñando La Jaralera a Julia.
—¡Y besándola y toqueteándola, padre!
—Modesto, no tienes el turno de palabra.
—Don Crispín. Este lo que sea me ha llamado «moscardón».
—¡Es un moscardón malote y perillán! Y estaba abusando de Julia.
—Puse un brazo sobre su hombro. Eso fue todo.
—Como sabes, Tomás, el monaguillo oficial debe cumplir escrupulosamente los Mandamientos de la Ley de Dios, y con más cuido y esmero, el Sexto.
—Eso no me lo había advertido. Además, don Crispín, que lo nuestro ha sido un flechazo y vamos de verdad.
Julia, al fin, intervino:
—Es cierto lo que Tomás le dice, padre. Creo que nos queremos.
—Muy rápido me parece este amor.
—¡Va a abusar de ella y dejarla plantada, como a todas!
—Padre, si no se calla esta avutarda, no le garantizo mi tranquilidad.
—Calla, Modesto.
—¿Y qué quiere de nosotros, don Crispín? —inquirió Julia.
—Tengo quejas. Fermina, tu tía, está muy preocupada. Y Modesto os ha sorprendido en posición de roce. Como bien sabéis, y hasta que la unión sea sagrada, entre el novio y la novia debe correr el aire sin dificultad. Modesto me ha dicho que estabais muy juntos, y eso es pecado. Se empieza con los roces y se termina…
—… con tres alondras en la cama y en las Seychelles.
—¡Tomás!
—¡Don Crispín!
—No se deje vencer por este malote y perillán, padre.
—No me dejo vencer, Modesto. Pero tu chivatazo no tiene sentido. En efecto, los tiempos han cambiado las costumbres y un noviazgo admite el rozamiento de caderas. Además, Tomás apoyó tu convivencia con Bubú, que aquello sí supuso un cambio brutal en las costumbres de La Jaralera. Reconoce, Modesto, que Tomás estuvo de tu lado.
—Lo reconozco, pero es un malote y un perillán. Cuando me ve, siempre me dice barbaridades. Que si soy un palomón, que si soy un trucha…
—Bromas, Modesto. Tú también me llamas moscardón.
—Pero eso no es ofensivo. Trucha, sí.
—Retiro que eres un trucha.
—Y también que soy un palomón.
—Lo retiro.
—Así me gusta, hijos míos. Paz y concordia. ¿No me volverás a fallar en la misa, Tomás?
—Mañana, a las nueve menos cuarto, aquí como un clavo.
—Y tú, Modesto, menos chismes y chivateos.
—De acuerdo, padre.
—Julia, compórtate con decencia.
—No se lo prometo.
—¡Ole mi Julia!
Tomás me sirve la cena. Se siente feliz. Las cosas le van bien con Julia y ha sido ratificado como monaguillo oficial de la casa. Se interesa por Marsa.
—¿Y la señora marquesa, señor?
—En Colombia.
—No, le preguntaba si está bien.
—Muy bien. Hemos acordado una amnistía temporal.
—Es una gran señora.
—También lo es doña Manuela. Viene mañana.
—Todavía me molesta un puntito, señor.
—Julia merece toda tu atención.
—Y la tiene. Pero lo suyo con Gertrude no me acaba de convencer.
—Nos queremos, Tomás. Si no llega a ser por nosotros, no estarías con Julia.
—No, si encima se lo tendré que agradecer.
—Mañana me llevas el café a las ocho. No quiero perderme tu debut como monaguillo.
—Se quedará impresionado. Lo hago perfectamente.
—Ocho menos cuarto, mejor. Y a las diez, a Sevilla, a recoger a doña Manuela.
—Hecho. Buenas noches.
Tomás guarda en el fondo de su ánimo una resolana de resentimiento. Comprendo que se sienta a disgusto. Se acostumbrará. Manuela estará en Madrid. Como se tope con el japonés de las sillas, hablo con Miroslav y le pido que acabe con el nipón. No le gustan los japoneses. Y a mí, tampoco, hay que reconocerlo.
Para darle más solemnidad y aplomo al «monaguillocantano», don Crispín ha vestido a Tomás con los ropones propios de los monaguillos. Me he visto obligado a abandonar durante un minuto la capilla para entregar al seto de los rododendros el pipí que me acuciaba por el ataque de risa. Ver a Tomás de esa guisa ha sido demasiado. Por lo demás, se nota su formación burgalesa. Ha sido un monaguillo atento y servicial, con un solo defecto: total ignorancia de las oraciones. Cuando don Crispín, ya en la sacristía, se lo ha afeado en mi presencia, Tomás ha salido airoso.
—Yo soy de latines, don Crispín. Una misa en español es menos misa. Si esto va a seguir así, dimito del cargo. Que le ayude Modesto. Además, mi Julia, ya me ha visto de monaguillo y me mira como si yo fuera San Bernabé de Aiguafreda, un santo catalán que subió a los altares por alguna acción importantísima, que en este momento no me viene a la cabeza.
—Has estado muy bien, Tomás. Y creo, don Crispín, que debe usted aceptarle la dimisión.
—Se la acepto, se la acepto. No hay problema.
—Un último consejo, don Crispín: mi mujer está en Colombia y hemos alcanzado un acuerdo de no agresión. Y hoy por la mañana llega doña Manuela. Cuídese mucho de afearle su actitud y presencia en esta casa.
—Reconozca una cierta rareza en sus relaciones.
—Ninguna rareza. Un lío. Pero un lío con amor.
—Como dice la gente ahora, están enrollados.
—Tomás, esa expresión no me gusta. Julia te necesita entero para ella. Y hágame una gestión, don Crispín, con la Iglesia ortodoxa de Serbia: Miroslav y María matrimoniarán aquí con el doble rito. Usted como oficiante católico y un representante gordo con barbas y buena voz de la Iglesia ortodoxa. Y prepárese también para casar a Tomás con Julia. Cuentan con mi aprobación. Y…
A Sevilla me voy en un barco de vela
que en el AVE llega hoy mi preciosa Manuela.
—Poesía pura. Miroslav. ¿El Bentley de Papá dispuesto?
—Su motor suena como la Filarmónica de Viena.
—A Sevilla, Miroslav. Me gusta que te hayas puesto el uniforme y todo el medalleo.
—Se lo merece doña Manuela.
—En marcha hacia el coche… ¡Ar!
—A sus órdenes, señor marqués.
Esperar la llegada de un AVE que viene de Madrid es casi tan divertido como el funeral de un muerto «bien». Hasta la inauguración del AVE, en 1992, la gente conocida se veía en los funerales exclusivamente. A la pobre Mamá, que en paz descanse, lo que más le divertía era leer las esquelas del
ABC,
y enloquecía de felicidad cuando aparecía alguna de tronío. «El martes tengo que ir a Sevilla, Susú. Se ha muerto Beatriz Campolaranca, que era buenísima.» Y se iba y lo pasaba genial, saludando a todo el mundo.
Lo mismo se experimenta con la llegada del AVE. Antes de divisar a Manuela, he saludado a unas cuarenta personas. Las de Madrid, más discretas. Las de Sevilla, más indagadoras. «¿Qué, esperando a alguien?» Y yo, claro, ni mu.
Ya está ahí. ¡Qué mujer, Dios mío! Al alcanzar el suelo firme después de la interminable rampa mecánica, nos hemos abrazado hasta la probable angina de pecho. Miroslav se ha cuadrado ante su nueva señora y se ha hecho cargo del equipaje.
—Cuando lleguemos al coche te estrujo. Ahora no puedo, porque Manolito Cantillana está haciéndose el remolón para contar en Pineda y en el Aero que me ha pillado con las manos en la masa.