—Tenemos mucho por delante para abrazarnos, mi amor.
—Todo, Manuelilla.
—Y tengo que contarte muchas cosas. Alguna sorprendente. ¿Sabes que no soy Von Hohenloezern?
—Sapristi
!
—En realidad soy la hija de Gunther, el mayordomo de casa que ya no es mayordomo y menos de casa, porque se ha ido de casa obligado por mí, y además, porque ya no queda casi nada de la casa. Ayer se derrumbó otro salón.
—¡Me encanta lo que me dices! ¡Eres hija del mayordomo! Que Tomás no se entere.
—No me gustaría verlo, Cristian.
—Está loco por Julia, la nueva planchadora. No te preocupes. Cumplirá sus obligaciones con toda lealtad y respeto. ¿Tu madre?
—Bien. Bastante avergonzada. Me robó los seis mil euros que me dejaste. Y se los he dado a mi padre de verdad.
—Así me gusta. A partir de ahora, le mandamos todos los meses la misma cantidad. Y si quiere instalarse en La Jaralera, esta casa es la suya.
—Nunca he conocido a nadie como tú, mi amor.
—Me sale darte un beso. Pero Manolito Cantillana está disimulando en la parada de los taxis.
—En casa, mi vida.
—En casa, Manuela.
En esta ocasión, la llegada de Manuela ex Gertrude a casa ha sido ajena a la extravagancia. Lo ha hecho del brazo de su novio, legítimo propietario de estos territorios, y no del suplantador, Tomás Miranda Carretón, mi mayordomo y efímero monaguillo oficial. El saludo entre ambos, frío y respetuoso.
—Bienvenida, doña Manuela.
—Gracias, Tomás. Me alegro de verte. Sé que tienes novia.
—Y de verdad, doña Manuela.
—Enhorabuena. Te deseo lo mejor.
María ha quedado encargada de distribuir en los armarios de mi cuarto la ropa de Manuela. Aún conmocionado por la noticia de que su padre no es otro que Gunther, le he pedido a mi tirolesa que se ponga en contacto con él, le anuncie la subvención continuada y lo invite a casa para descansar de tanta falsedad y tanto derrumbamiento.
Estamos en el despacho. Manuela y yo. Solos.
(La charla telefónica que sigue a continuación ha sido estricta y literalmente traducida del alemán.)
—Padre. Soy Manuela.
—¡Mi pequeña!
—¿Dónde estás?
—En una alegre taberna. No me he despedido de tu madre. Simplemente, me he ido.
—Padre, mi novio, o lo que sea, el marqués de Sotoancho, te va a enviar seis mil euros todos los meses.
—Tiene que ser un joven encantador.
—Es encantador, pero nada joven.
—Si te hace feliz, siempre será joven. Agradécele su generosidad.
—Y me pide que vengas aquí. No te puedes figurar lo que es esto.
—Mi pequeña, soy muy viejo para cambiar de costumbres.
—Aquí también hay cerveza y salchichas.
—Déjame pensarlo. Nunca he subido a un avión. Jamás he salido de estos valles. Mi mundo es muy pequeño, Gertrude.
—Piénsalo, padre. No te arrepentirás.
—¿Cómo se llama tu novio?
—Cristian. Es el marqués de Sotoancho.
—Así me gusta. Que una Shultz llegue tan alto.
—Te quiero, padre.
—Y yo, mi pequeña. Veré qué hago. Y gracias.
Manuela está conmovida. Me ha contado todo durante el trayecto hasta casa. Yo también le he revelado lo de los cuadernos de Mamá. Tiemblo cuando se los comento. Hemos vuelto a hablar del chantaje que me hizo Tomás. Está furiosa. Sabe que ella ha sido parte involuntaria de la coacción.
—Esto lo tengo que arreglar con Tomás.
—No, Manuela. Esto ha terminado. Además, Tomás lo ignora. Esto lo hizo por Gertrude Von Hohenloezern, no por Manuela Shultz.
—También es verdad. ¿Son tan horribles esos apuntes?
—Espeluznantes. ¿Quieres leer alguna página?
—Me muero de curiosidad.
He abierto el cajón y le he entregado un cuaderno a voleo.
—No entiendo la letra de tu madre.
—Atenta, que yo te lo leo.
29 de septiembre de 1963
El año ha sido bueno y malo. Nació la Infanta Elena. Lo malo ha sido que la Reina Fabiola de Bélgica, a cuya madre conozco muy bien, ha perdido al niño que esperaba. El torero Mondeño ha dejado de torear y ha ingresado en el seminario de los dominicos. Y han secuestrado a Di Stéfano. Eso le pasa por ir donde no hay que ir. Y murió el Papa. Era muy buena persona pero demasiado moderno. Tanto pobre y tanta lata… Respecto a Susú, estoy preocupada. Tiene ya veinticinco años y sigue haciéndose pis en la cama. Le compro unos pañales franceses carísimos, pero no hay nada que hacer. Y mentalmente es muy sucio. Anteayer tuve que castigarlo sin paga porque me contó Fermina, la nueva costurera y planchadora de casa, que por las noches se encarama a la ventana que da al cuarto de Raimunda, la repostera, y se pone las botas de mirar. He ordenado a Raimunda que se cambie en el cuarto de baño, y a Susú le he quitado la paga de los domingos durante un mes. No hay derecho. El mundo va hacia la perdición total. Que un chico como Susú, educado en la decencia y la virtud, haga lo que ha hecho no tiene perdón de Dios. En lo de hacerse pis por la noche no tiene la culpa, pero lo de sus miramientos me tiene en un grito.
—¿Qué te parece?
—No puedo darte mi opinión. Sería excesivamente dura para una madre difunta.
—Te pido tu opinión, mi amor.
—Era muy mala esa mujer. No obstante, ¿te puedo hacer una pregunta impertinente de pura curiosidad?
—Tú puedes preguntar lo que quieras.
—¿A qué edad dejaste de hacerte pis en la cama?
—A los treinta y dos. Fue maravilloso.
—Te quiero.
Golpecitos en la puerta. Permiso de ingreso concedido. Entra Tomás. Lleva un gran carpetón repleto de papeles.
—Con su permiso, señor marqués.
—Lo tienes, Tomás.
—He decidido devolverle estos repugnantes papeles. Me quemaban.
—Gracias, Tomás. Sabía que lo harías. ¿No hay más fotocopias?
—Por mi madre, que en Gloria esté, éstas son las únicas copias de los cuadernos de la señora marquesa viuda.
—¿Los has leído?
—La mitad, más o menos. Asquerosos.
—Y terriblemente injustos.
—Con el permiso de doña Manuela, me retiro. Y un consejo, si me lo permite: esta noche es la de San Juan. Junte los originales con las copias y haga una gran hoguera. Estos cuadernos son una amenaza para la armonía de esta casa.
—Esta noche, hoguera descomunal.
—Gracias, señor.
—A ti, Tomás. Y ya sabes, si te casas con Julia, la casa de El Acebuchal para ti.
—Miroslav y María podrían protestar por agravio comparativo.
—A Miroslav y María les voy a dar la casa del mayoral. Está muy bien.
—Gracias, señor.
—Y si te hace la vida imposible Fermina le dices de mi parte que era una cotilla y una acusica. Me quitaron la paga de los domingos por su culpa. Una chivata.
—Se lo diré inmediatamente. Estoy deseando.
—A las diez, hoguera de San Juan.
—Que arda con fuerza y lujuria, señor marqués.
—Eso, Tomás.
Manuela ha permanecido callada durante toda la audiencia. Se ha ablandado con Tomás.
—La verdad es que me ha dado lástima. No es mala persona.
—Es un gran tipo, Manuela. Y lo será para ti en el futuro.
Golpecitos en la puerta. Permiso de ingreso.
Concesión de entrada. Irrumpe Alcoceba.
—Señor marqués y señora doña Manuela. Mire.
Me entrega un diploma. Leo.
Academia Gentleman de Sevilla
20 de junio de 2009
Ramón Tenorio Molina, en mi condición de director de la Academia Gentleman de Sevilla, certifico:
Que don Prudencio Alcoceba Mariné ha superado con alta nota el curso de Urbanidad, Higiene y Ruidos en la Masticación, por lo que considero que puede recibir la calificación de Apto para sentarse a comer en las mesas más distinguidas y con la compañía más selecta.
Firmado y sello de la Academia:
RAMÓN TENORIO MOLINA
—¡Enhorabuena, Alcoceba!
—Todo llega, señor marqués.
—Bueno, pero falta un matiz. El examen doméstico.
—Estoy deseando enfrentarme a la prueba. Pero quiero que sólo sea usted el examinador. Sin malvados ayudantes.
—Yo solo. Mañana a las trece horas en el guadarnés.
—No sé si podré dormir esta noche.
—En estética ha mejorado mucho. Los zapatos son correctos. Los calcetines… a ver los calcetines, Alcoceba. Súbase los pantalones hasta las rodillas… Bien, bien. Medias altas y de color negro. La camisa no merece un suspenso. La corbata anudada en su sitio y de tonos serios, y algo espectacular, Alcoceba: ya no le suda la calva. Su alopecia es mate. ¿Cómo lo ha conseguido?
—Con los polvos Sudorcal, de los Laboratorios Friné. No son baratos, pero sí altamente efectivos. Procedido el lavado, y con anterioridad al peinado, extiendo un puñado de polvo por mi cabeza, formando una invisible película que impide la afluencia de la sudoración capilar.
—En el apartado Higiene está usted aprobado, Alcoceba. Pero lo de mañana es más duro.
—Intentaré superar la prueba. Gracias, señor marqués.
Al abandonar Alcoceba el despacho, Manuela no sabe si reír o llorar. Pero su expresión es más de carcajada a punto de estallar que de llanto incontenido.
—¿Me quieres explicar que es esto?
—Esto viene de antiguo, amor mío. Alcoceba, nuestro administrador, sólo tiene una frustración vital: compartir nuestra mesa una vez a la semana. Le hiere que lo haga don Crispín, que come con nosotros los viernes, aunque se cuela bastantes veces más. Pero Alcoceba le daba mucho asco a Mamá, y a mí también, hay que reconocerlo. Sudaba mucho y hacía unos ruidos al comer espantosos. Pero es tozudo. Y después de treinta años ha conseguido, al menos, no sudar. Mañana le haré las pruebas de ruidos, una vez más, y, si la supera, tendrás que soportar a Alcoceba los jueves al mediodía. Es una promesa en firme y debo cumplirla.
—El examen tiene que ser muy divertido.
—Es de gran dureza.
—Me parece cruel.
—No lo es, mi amor. No voy a someterte a comer con un tipo cuyos sorbidos producirían un episodio vascular a una orea.
—Esta casa es tan especial… Lo que aquí pasa es de otro mundo.
—Es que está en otro mundo, Manuela. Por eso nadie se quiere marchar de aquí. ¿Comemos y siestecita?
—Comemos y lo que sea, mi amor.
Nos hemos levantado de la siestecita a las ocho de la tarde. La hora de la copa vespertina. Me tiemblan las corvillas. Manuela me ha vaciado. No tengo palabras para describir su cuerpo. Y nos reímos. Cuando una mujer y un hombre se ríen en la cama, todo viene más fácil. Manuela cree que yo pienso que es una buscafortunas, como Marsa acusa, pero nada de eso. Es una bendición que ha aparecido en mi vida cuando la falta de ilusión empezaba a apoderarse de mí. Quiero a Marsa, como quiero al recuerdo de Marisol. Pero la pasión está en Manuela. Y, en versión tirolesa, es tan salvaje y magnífica como Marsa. Y espero que más leal. Por lo pronto, renunció a jugar al bragas-básquet con el japonés, que ahí seguía, según me ha contado.
Tomás en el salón, con las copas preparadas. El calor, aún aprieta.
—Julia está feliz con lo de la casa, señor marqués… Y Fermina se ha quedado de piedra cuando, de su parte, ha sido llamada chismosa, acusica y chivata. Esa humillación ha redundado en nuestro beneficio. Nunca más volverá a llamarme «sinvergüenza», y le ha dicho a Julia, a mi Julita, que en el fondo, soy un buen partido para ella.
—Todo se arregla, Tomás.
—Y en esta casa, especialmente.
—Copa, cena y hoguera.
—Víspera de San Juan, señor.
—Manuela, ¿te importa que Tomás brinde con nosotros?
—Me encanta, mi amor.
—Tu copa, Tomás.
—Por los amores que nacen en La Jaralera.
—Por todos, señor marqués y doña Manuela.
Cenamos. Don Crispín, de nuevo, se ha colado. Su actitud con Manuela es impecable. En un momento dado, llevado por el fácil sentido de la adulación de su baja condición social, ha extremado su amabilidad tratando a Manuela como «señora marquesa futura». Manuela, tan tirolesa, no ha vacilado en recriminarle la coba.
—Eso ya se verá, don Crispín. Mientras no se demuestre lo contrario, la señora marquesa está en Colombia. Yo soy, simplemente, la amante del señor marqués.
—No sea usted modesta, doña Manuela.
—No soy modesta. Soy realista. Soy la amante, la querida, el rollo del señor marqués. Y usted no puede disfrazar con la adulación mi bajísima situación. Si en el futuro las cosas cambian, seré lo que usted dice, pero no por ahora.