Don Crispín cede en sus cobas. Se siente cohibido. Esta tía me apasiona. Tomás sirve pero no pierde ripio. Don Crispín vuelve a insistir:
—Tiene usted, doña Manuela, la fresca sinceridad de las princesas austrohúngaras. Me recuerda a la inolvidable Emperatriz Sissí, que en paz descanse.
—Don Crispín. Tengo de húngara lo mismo que usted de congoleño. Y la inolvidable emperatriz Sissí, que era de Baviera, tenía más conchas que un galápago. No quería reconocerlo tan pronto, pero no soy princesa de nada. Mi madre, se casó con el Príncipe Alexander Mauricius Von Hohenloezern, sin un triste chelín. Un hombre encantador, adorable y maravilloso. Muy borrachín. A Papá no le funcionaba el hombrerío a causa de su afición al alcohol, y mi madre, que de princesa no tiene nada, una Kantz de Hamburgo, se lió con mi otro padre, el verdadero, Gunther Shultz, mayordomo de casa, y, gracias a ese lío, nací yo. Es decir, que mi nombre completo es Gertrude Shultz Kantz, aunque jamás renunciaré sin herir a mi verdadero padre, a mi padre no tan padre difunto, el Príncipe Alexander Mauricius, al que adoré en vida y añoro en su muerte. A Sissí en lo único que me parezco es en el mal carácter. Por si no lo sabe se lo digo, don Crispín: Sissí pegaba al Emperador Francisco José con un látigo cuando éste se bañaba. Y una mañana, en la que el Emperador pasaba revista a las tropas que marchaban a la guerra, Sissí, que en la intimidad le llamaba «Paco», le gritó: «¡Paco José! ¿Por qué no te unes a la expedición?» Una pécora, don Crispín.
—Mujer algo entrometida en los asuntos de Estado, efectivamente.
—Y tan entrometida. A su Paco José lo tenía frito.
—Era un santo, el Emperador.
—Era un calzonazos. Y de santo, nada. En Mayerling se ponía las botas.
—Yo sólo lo conozco de las películas, y admiro su amor y generosidad para con la Emperatriz.
—Si usted cree en las películas, le parecerá normal que aparezca por la puerta el Pato Donald y se siente a cenar con nosotros.
—No tanto, doña Manuela.
Me vi obligado a intervenir:
—Doña Manuela no pretende herirle, don Crispín. Piensa, como yo, que usted tiene la cabeza de chorlito, a pájaros.
—Tampoco he querido decir eso, Cristian.
—Si doña Manuela piensa que soy un tontorrón, me levanto de inmediato y me encierro en mi cuarto a orar.
—No lo pienso, don Crispín. Pero no haga caso de las películas. La Emperatriz y el Emperador fueron un desastre.
—Acepto la posibilidad.
—La aceptamos, nos servimos una copita, y nos vamos a la recoleta. Esta noche tenemos hoguera. Víspera de San Juan.
—Nunca la hemos tenido.
—Hoy es diferente. Nuestra casa, don Crispín, se abre a nuevas tradiciones.
A don Crispín le ha dolido mi interpretación. Es duro ser calificado de «cabeza de chorlito». Camino a la recoleta, me lo ha confesado:
—Lo de «cabeza de chorlito» me ha dolido.
—¡Joroña, joroña!
—¿Cómo?
—Lo que dice la vieja del yogur griego.
—¿Y qué dice la vieja?
—¡Joroña, joroña!
Don Crispín ha renunciado a más explicaciones. Mi habilidad me ha dejado asombrado una vez más.
Tomás ha preparado la hoguera. Encina seca, astillas, papel, y unas pastillas de material inflamable que alegran el fuego. Entre los leños advierto la presencia de los cuadernos y las copias del bodrio demoníaco de Mamá. Una señal, un leve movimiento de cabeza, mitad asentimiento, mitad ademán imperativo, y la hoguera ha iniciado su quehacer destructivo. El fuego ha alcanzado los cuatro metros de altura, y el humo se lleva los pensamientos de mi madre. Han vuelto los niños, que están hechos un lío. Elena llevaba años explicándoles que su madre Marisol está en el cielo y que Marsa era su nueva madre, y ahora no sabe cómo decirles que su madre sigue, en el cielo, Marsa está en Colombia y Manuela tiene todas las probabilidades de ser su madre nueva. Pero se lo están pasando en grande con la hoguera. Elena se me acerca.
—Has hecho un buen cambio.
—Extraordinario. No te lo figuras.
—De todas maneras, vamos a seguir en la Casa de los Cazadores. Los niños tienen que encontrarse las cosas hechas, no a medio hacer.
—Ya están hechas.
—No del todo, Cristian. Estarán hechas cuando se te pasen las tonterías.
—¿Quieres decirme algo con eso?
—Algún día abrirás los ojos.
—Entonces, ¿te vuelves a la Casa de los Cazadores?
—Sí. Y no te vendría mal visitar a tus hijos. Los tienes a tres minutos.
—Lo haré a diario, Elena.
Elena ha estado enigmática. Tiene razón. Con todos mis líos, me olvido de mis cinco hijos. Mañana, después del examen a Alcoceba, iré a verlos con un regalo. Lo tengo decidido. Un perro. Un labrador. Quiero que mis hijos se acostumbren a convivir con animales nobles. Mi madre odiaba a los perros. Pobre
Gus
. Pero mi madre es eso que se escapa entre cenizas y chispas, una nube de humo, una nada hacia el cielo estrellado y rotundo que cubre La Jaralera. Adiós, Mamá.
Manuela, ya en la cama, en pelotas e intrigada.
—¿Qué hablabas con Elena?
—De los niños.
—Tienen que volver, mi amor. Son tus hijos.
—Están felices. Mañana iré a verlos con un regalo.
—Estarían más felices contigo.
—No, mi amor. Su vida es Elena.
—Porque tú has renunciado a ellos.
—Te prometo que los voy a recuperar.
—Son monísimos. Y están muy bien educados.
—Elena vale un Potosí.
—¿Vamos, mi amor?
—¡Vamos, vamos!
Noche tórrida y camera. Amanecer tibio con desenlace apasionado. Soy un tío. Manuela me lo confirma.
—Cristian, lo tuyo no es normal.
Orgullo personal y patrio.
—España y yo somos así, Manuela.
Me baño y visto con sobriedad académica. Creo recordar haber leído que don José Ortega y Gasset, o don Gregorio Marañón, se vestía de oscuro para examinar. Lo mío nada tiene que ver con la Filosofía o la Medicina, sino con los ruidos guturales y salivares, pero de oscuro y encorbatado con curva de cisne acudo al guadarnés. Es tarde. Manuela me entretiene más de la cuenta en la cama. Cuando Tomás me entró el desayuno, eran casi las doce.
He ordenado a la cocina un examen sencillo. Sopa de fideos, lubina fría con ensaladilla rusa,
bavarois
de chocolate y café. Alcoceba me saluda con reverencial respeto. Correcta elección indumentaria. No suda. Pero la su color es blanca como el alhelí.
María, que no Tomás para no condicionar sus nervios, trae y deposita la bandeja sobre la mesa del guadarnés. Abro mi cuaderno de notas.
Sopa de fideos. Leo mi parecer.
En las primeras cucharadas, Alcoceba ha caído en breves episodios ruidosos, a todas luces pasables. Pero mediado el contenido del plato, al coincidir una mayor densidad de fideos con el caldo restante, los ruidos guturales se han generalizado. Debo apuntar un detalle de difícil amnistía. Le ha quedado un fideo colgando de la boca, y, en lugar de dejarlo en la cuchara para deglutirlo en el siguiente intento, ha sorbido hacia dentro, adoptando el fideo colgante un frenético viaje hacia la boca de Alcoceba realmente repulsivo. Nota del primer plato: un 2.
Lubina fría con ensaladilla rusa. Consideraciones: la lubina no ha sido problema para Alcoceba. Ninguna manifestación gutural. Masticación silenciosa y esperanzadora. Con la ensaladilla rusa, Alcoceba ha caído en una situación ruidosa desproporcionada. Los «shubs shubs» salivares han dado paso a los «ggjeah, ggjeah» de su glotis. Se le podría aprobar si en casa renunciáramos a la ensaladilla rusa, que en verano, me encanta. Nota del segundo plato: un 4.
Bavarois de
chocolate. Hechos irrebatibles.
Alcoceba no ha podido superar la prueba del
bavarois
. En lugar de esperar a que su espumosa masa se diluya en su boca, ha intentado hacerlo a golpes de lengua, produciendo una escena lamentable. Creo que, en parte, se ha debido a los nervios, pero no ha superado la prueba. Nota del postre: un 1.
Café y puntuación definitiva: la taza de café, excesivamente colmada de líquido, ha temblado de resignación cuando Alcoceba ha sorbido su primera superficie cafetal. Ruido semejante al «shubs» de la sopa pero con matices más barítonos. Al término de la degustación se le escapado un «chup, chup» doméstico que me ha disgustado profundamente. Nota del café: un 4.
La nota media para acceder los jueves al comedor principal es de cinco puntos. 4 + 2 + 4 + 1 suman 11. Y 11 dividido por 4 : 2,75 puntos. Suspenso absoluto. Alcoceba, expectante.
Miroslav, entretanto, cumplía el encargo de su anciano señor. En la finca Las Lagunillas adquiría por una nota^ ble cantidad de dinero un precioso cachorro labrador de pelo chocolate. Con sumo cuidado y delicadeza lo depositó en el suelo de la parte trasera del coche. «Si fueras mío, te llamaría
Gof
»
Alcoceba se teme lo peor. Ha roto en sudoración. Los estimables polvos Sudorcal, de los Laboratorios Friné, no han dado, en esta ocasión, los resultados previstos. Ser el marqués de Sotoancho tiene también inconvenientes. Y uno de ellos es el de afrontar los momentos difíciles. Pero la debilidad no me la perdonarían ni mis antepasados ni mis descendientes.
—Alcoceba. Lo siento. Ha suspendido. No será él año 2009 el de su aceptación en el comedor principal. Habrá que esperar al 2010. Lo lamento de verdad. Ha hecho un malísimo examen. Si lo desea, yo mismo hablo con su mujer para explicarle los motivos de su suspenso.
—No es necesario, señor marqués. Esperaremos al año que viene. Me he dado cuenta del mal resultado práctico del examen. Gracias por interesarse. El año que viene, no fallo. Se lo prometo.
He golpeado con suave afecto el codo derecho de Alcoceba. Es gesto muy de reyes. Y he sentido una gran tristeza. Lo que abandonaba el guadarnés era un saco derrotado, un ser vivo vencido.
Un álamo quebrado por el viento.
¡El perro! Miroslav me lo enseña. El cachorro viene hacia mí y me hace todas las carantoñas aceptables. Me mancha los pantalones con sus patas. Es un ser maravilloso. Manuela, al verlo, se vuelve loca.
—¿Qué nombre le ponemos?
Miroslav, siempre militar, solicita permiso de consejo:
—Señor, los perros responden a los monosílabos. Como mucho a los bisílabos. Si yo fuera usted, le llamaría
Gof.
—Es un nombre áspero, Miroslav. Para mí, que su nombre correcto sería
Tantarantán.
—Si le pone ese nombre, señor marqués, no hay posibilidad de que acate sus órdenes.
—Mi amor, ¿Y por qué no
Tirol?
—Me encanta
Tirol.
—Es un nombre aceptable, señor. Después de
Gof, el
mejor es
Tirol.
—¡
Tirol
, ven aquí!
Y
Tirol
viene, me lame, me besa, me mancha aún más los pantalones. Y cuando Manuela se agacha para acariciar su cabeza,
Tirol
, de un manotazo le abre la blusa. Y Manuela estalla en una carcajada. Y el cachorro se vuelve loco de alegría.
—No puede llamarse otra cosa que
Tirol.
Y así nos vamos, con el cachorrillo, por la vereda de la dehesa, hasta la Casa de los Cazadores. Y cuando hemos recorrido la mitad del camino, nos alcanza Tomás, con mi móvil, que siempre me lo dejo en alguna parte, como las mujeres.
—Señor marqués, su primo Moby. Es urgente.
Moby, mi primo al que tanto quiero, es el mayor estafador de Andalucía la Baja. Me vendió un óleo,
Paisaje con ferrocarril entrando en un túnel
, que atribuyó a Velázquez. Me vendió también sus títulos nobiliarios. Y me encajó un violín, adquirido en Sevilla cuando falleció Mamá, del que aseguró que había pertenecido a Mozart. Moby es un delincuente, pero siento por él un gran cariño. Es el mejor de mi familia.
—¡Moby!
—¡Cristian! ¡Qué alegría dar contigo!
—¿Te pasa algo malo?
—A ti y a mí, Cristian. Ha fallecido repentinamente en Sidney nuestro primo Gerard.
—Ignoraba que teníamos un primo en Sidney llamado Gerard.
—Primo fetén y de toda la vida, Cristian. Tenemos que ir a su entierro en representación de su familia española.
—Me acabo de enamorar, tengo un regalo para mis hijos, he suspendido a Alcoceba, y no me apetece nada viajar hasta Sidney.
—Vamos a quedar muy mal.