—No le encuentro la gracia, ni el mensaje, ni el aliciente.
—Probablemente se lo he contado con precipitación, doña Manuela. Intentaba el símil. ¿Se ha parado a pensar, doña Manuela, que usted es el pequeño ruiseñor, su madre la ruiseñora que no canta y su padre el papá del pequeño ruiseñor devorado por el búho?
—No me he parado a pensar esa tontería, Miroslav, y perdone mi franqueza.
—Perdonada, doña Manuela. Señor marqués, no hay nada que hacer.
—Eso veo.
—¿Vuelos Privados?
—Exactamente, Miroslav.
—A sus órdenes, señor marqués.
Marsa volvía a España. Quería soplar para que el avión llegara cuanto antes. Nunca pudo figurarse lo mucho que le importaba su Cristian. «Te arrancaré de esa tirolesa aunque sea a dentelladas, mi vida.»
Tomás enfilaba el camino principal de la casa. Su furia había desaparecido. A la vista de La Jaralera pensó que nada mejor que seguir ahí, como siempre, aunque el marqués se hubiera trajinado a su novia, que, dicha sea la verdad, había sido poquísima novia. «Hay que dejarlo estar.» Y aceleró.
El avión Phantom alquilado por Alcoceba reúne en su interior todos los lujos y detalles solicitados. Una guapísima azafata nos recibe y ofrece bebida y aperitivos. Canapés de caviar, de salmón y de
foie
. «Les serviremos la cena después del despegue.» A Manuela le han preparado una cama en la cabina, y yo prefiero el tradicional y cómodo sillón. He elegido para el viaje la película
A papá le ha pasado algo
, del célebre director argentino Oswaldo Trapatoni, interpretada por Lorenzo Finzi y Mercedes Macredonio. La película trata de la desaparición de un padre y la afanosa búsqueda de su hija, que al fin, comprende que no hay nada que hacer porque ha sido devorado por un puma en La Pampa. Me han dicho que la escena final, con la hija llorando mientras besa la camisa manchada de sangre de su padre, es para llorar a moco tendido. Y me sirve de estrategia. Cuando lleguemos a esa escena, me veré inducido a comentarle a Manuela: «Eso nos puede pasar a todos.» A ver si se quiere dar cuenta y va preparándose. No obstante, y con antelación a la proyección de la película, tengo decidido intentar por tercera y última vez la añagaza de los ruiseñores.
Hemos despegado. Noche cerrada. Sevilla, un firmamento de luces. Nubes. Movimientos. No soy aficionado a volar. Manuela mantiene su mirada perdida hacia sus pensamientos. Rumbo a Salzburgo. Un par de whiskies, y la cena. Devoramos. Cuando tomábamos la «Pechuga de capón de Cascajares con patatas bibelot», me he lanzado a la aventura.
—Estos aviones, Manuela, vuelan como los ruiseñores.
—Cristian, mi amor. Te quiero. Te
estás
portando conmigo de maravilla y siempre me sentiré agradecida. Pero, si vuelves a hablarme de los ruiseñores, abro la portezuela y te lanzo al vacío.
—Perdona, Manuela. Sí, en efecto, he podido estar un poco pesado con los ruiseñores. Mi pretensión era trasladarte su moraleja.
—Pues no, Cristian. No me interesa. Júrame por tu madre que no vas a volver a hablarme de los ruiseñores.
—Si te pones así, lo juro. Y ahora, vamos a ver la película.
—Si no te importa, yo paso. Me voy a la cama. Estoy destruida y agotada. Te dejo con la película, mi amor. Me despiertas cuando empiece el descenso. Gracias por todo. Gracias.
No soy fuerte. Y, ante esa demostración de gratitud, mi sensibilidad se ha resentido. Labios temblorosos. Lagrimilla. Manuela se ha acostado. Otro whisky para soportar la película argentina, que es como todas las argentinas, muy densa y con bastantes memeces. La hija es tonta, porque se sabe que a su padre lo ha matado un puma, y ella erre que erre. Buena hija, pero tontita. Preciosa la escena del campamento. Se quita la ropa para lavarla en el río y un gaucho que aparece por no se sabe qué motivo, habla con ella, comparte un mate, y todo termina en fornicio. Se supone que el gaucho, después de habérsela tirado, la ayudará a buscar al padre. Pues nada. Por la mañana monta en el caballo, prende un negro, talonea a su moro pampa, y se larga al galope, chiflando como si nada, sin mirar al galpón, ni a los bretes, ni al molino ni a las aguadas. Y ella se queda sola, molesta por la actitud del gaucho, un pájaro de cuentas. Manuela ronca. Siento que me duermo. Me indica la azafata que estamos volando sobre Pamplona. Echo una ojeada a lo que queda de Manuela, y me pierdo en la negrura de la nada. La película, un somnífero. Renuncio a la escena final.
Tomás anda de puntillas. Es tarde. Se topa con María.
—¿Qué haces aquí?
—He vuelto, María. Pero de mayordomo. ¿El señor marqués?
—Volando hacia Austria con la Princesa. Ha fallecido su padre.
—¡Gran traidor!
—Han dormido juntos estos días.
—Te gusta hacerme sufrir, María.
—Me gusta contarte las cosas como han sido. Y me he prometido a Miroslav.
—Enhorabuena. Pero ese huerto, yo lo he regado antes.
—¡Tomás! Miroslav no está para bromas.
—Le daré la enhorabuena sinceramente. ¿Y dices que han dormido juntos?
—Para mí, que están como locos el uno con el otro.
—Me lo sospechaba. Desleal.
—Lo tuyo con ella era una birria, Tomás.
—Pero duele el engaño.
—Pasa del asunto. Me temo que vas a tener que verlos juntos durante mucho tiempo.
—Ella no me importa nada, María. La situación, sí.
—Acostúmbrate. ¿Dónde vas a dormir?
—En mi viejo cuarto de mayordomo.
—Tu sitio, Tomás.
—Mi sitio, María. Si quieres…
—¡Tomás!
Una hora después de aterrizar en Barajas el vuelo de Bogotá, Marsa estaba instalada en el hotel Intercontinental. Bajó al bar y se tragó tres ginebras seguidas. Al día siguiente tomaría el AVE hasta Sevilla. Una mujer tan guapa, tan bien vestida, tan metida en sí misma y tan generosa en el trasiego alcohólico, era motivo de unánime atención. Se le acercó el ligón número uno, siempre el más atrevido y más tonto.
—¿Otra ginebrita, belleza?
—Sí, para bebería en honor de la zorra de tu madre.
El ligón número uno abandonó el objetivo. Pero, del sector opuesto del bar, llegó el ligón número dos.
—Veo que estás sola. ¿Puedo sentarme?
—Sí, pero en el retrete de tu casa.
El ligón número dos hizo mutis por el foro. Los ligones tres, cuatro, cinco y seis, decidieron no comprometerse. Si el número dos, un ligón conocidísimo y certero, había fallado de manera tan estrepitosa, nada se podía esperar de la enigmática mujer. Un japonés, tan insensible como casi todos los orientales, se acercó a la mesa de Marsa en busca de una silla libre. Reverenció y preguntó en japonés:
—Oki ono timototo
?—«¿Está libre esta butaca?»
Marsa, sorprendida y divertida, invitó al japonés a sentarse, cuando el japonés lo que quería era la butaca para sentarse con su familia.
—Siéntese. Me hará compañía.
El japonés, aferrado al respaldo de la silla, insistió.
—Oki ono timototo kakubishi
?—«¿Está libre esta butaca, conejilla de Kabu?»
—Sí, por favor, siéntese y hágame compañía. ¿Quiere tomar algo?
El japonés, reverenció de nuevo, no se llevó la butaca y permaneció en pie mientras su mujer tomaba sentada el aperitivo. Las japonesas, tan suyas ellas, son así. Ingerida la bebida, se incorporó y se dirigió a los ascensores. El japonés, libre de ataduras, retornó al lugar de Marsa.
—No oki ono timototo. Nipón agushi dehasi harai kakubishi
. —«Me da igual si está libre la silla. El japonés desea ligar con la conejilla de Kabu.»
Marsa, perpleja.
—Llévese la silla. Pero no le va a servir de nada. Su mujer se ha largado.
El japonés, chapurreó el inglés.
—Your rooms number
?
Marsa no se lo podía creer. Pero, menos aún, cuando oyó su voz que decía:
—Six, four, seven.
Y dignamente, firmó la factura y se marchó a su habitación.
Se desnudaba cuando dos golpecitos anunciaron una intención de ingreso. Era el japonés. Reverenció nuevamente. Se zumbó a Marsa.
Terminado el asunto, sonrió, reverenció por cuarta vez, se vistió, gritó
«Banzai!»,
y desapareció por la puerta.
Marsa se sintió putísima.
Pero le atrapó la imagen de Gertrude, y se sintió aliviada.
Aliviada, pero no contenta.
Aliviada, pero no orgullosa.
El japonés era feísimo y olía a atún rojo.
Marsa acudió a la carrera al cuarto de baño.
Lo que sucedió en el cuarto de baño, sobra en el presente relato.
Tomás dormía plácidamente en su menestral habitáculo de La Jaralera. Despertó alarmado. Encendió la luz. Miroslav le observaba con preocupante fijación. En su mano derecha, una pistola. Tomás gritó despavorido. Miroslav fue concreto.
—No grites. Pero, si vuelves a insinuarte a María, te mato.
Miroslav se fue. Tomás corrió hacia el cuarto de baño. Lo que sucedió allí, sobra en el presente relato.
Entreluces. Amanecer austríaco. No sabía que Sevilla y Salzburgo estaban tan lejos. Se entiende lo diferentes que somos los andaluces de los salzburgueses. La azafata nos ha preparado el desayuno. Manuela se despereza.
—Nos acercamos a tu cuna, mi amor.
Nubes. Café con leche, huevos con
bacon
y bollos.
No se puede pedir más. El avión principia el descenso. Manuela no habla.
—Presiento que estamos viviendo nuestra última hora de amor.
—Presientes mal, Manuela. Sin ti, no podría vivir.
—Eres demasiado bueno y señor como para dejar a tu mujer por mí.
—Ella me ha dejado.
—No, Cristian. Ella se ha enfadado, que es diferente.
—No me agobies. No voy a dejarte.
—Mira, Cristian. ¿Sabes cómo se llama ese bosque?
—No he estado jamás aquí.
—El bosque de los jilgueros.
—Habrá ruiseñores también.
—Con toda probabilidad. Pero tú me has prometido algo.
—Manuela, mi amor. Tu padre… cataplás.
—¿Cómo?
—Que tu padre… cataplás. Pero no me has dejado que te lo diga. No has querido interpretar el cuento del ruiseñor de Muklova.
—¿Tú crees que yo no sé qué Papá se ha muerto?
—Creía que tenías esperanzas.
—Desde el primer momento supe lo que había pasado. Pero gracias otra vez por tu amor. Lo de los ruiseñores lo he entendido perfectamente. Pero no hacía falta. Y ahora, mi vida, te voy a pedir un favor. No voy a poder hacerte caso en el entierro de Papá. Te pedí que me trajeras hasta aquí, y me has demostrado que eres capaz de todo para complacerme. Cuando aterricemos en Salzburgo, le dices al comandante que volvéis a Sevilla. Mi casa está a dos pasos del aeropuerto. Llámame y no me olvides, pero vuelve a nuestra Jaralera. Siempre la llevaré en mi corazón y siempre será mía. Y haz lo posible para recuperar a Marsa. Sólo si ella te fallara gravemente, como tú y yo le hemos fallado a ella, tendría sentido que volviésemos a vernos. Has sido, y eres, el hombre más maravilloso que ha pasado por mi vida. Pero no tengo derecho alguno a nublar la tuya. Abrázame, amor mío. Quiero llegar a mi tierra abrazándote. Más fuerte, mi amor, más fuerte…
He sido protagonista de muchas despedidas, pero ninguna como ésta. No ha habido palabras. Cuando el avión se ha detenido ante el pabellón de Vuelos Privados y la azafata ha abierto la puerta, el aire de Mozart ha entrado en la cabina. Mañana fresquita. Mi maleta ha quedado a bordo. La de Gertrude, que vuelve a ser Gertrude, se la ha llevado un funcionario rubio y de extremada cortesía. He descendido con ella, para pisar la tierra de mi amor. Y ahí, sin importarnos quienes nos miraban y qué interés tenían en hacerlo, nos hemos besado larga y dulcemente, y después hemos permanecido abrazados minutos y minutos, porque ninguno de los dos quería romper la unión de nuestros cuerpos y de nuestras almas. Al fin, Gertrude se ha separado y ha pronunciado las únicas palabras de la despedida. Las únicas y las últimas.
—No te olvidaré jamás, mi amor. Eres el hombre más bueno, más guapo, más hombre y más generoso del mundo. Donde estés, mi corazón te acompañará. Llámame. Hablar no es grave. No podría vivir sin oír tu voz de cuando en cuando. Y prepara algún pato mandarín para mi vuelta. Porque un día volveré, amor mío, aunque sólo sea para besarte en el soto de las oropéndolas. Gracias, gracias, gracias.