—¿Qué tiene que ver con nosotros Gerard, el difunto?
—Cercanísimo parentesco. Difícil de explicar. Si no quieres ir, como cabeza de familia, me podrías nombrar representante tuyo. Lo malo es el billete, que es carísimo. Sidney está en el quinto coñete, Cristian.
—¿Cuánto necesitas?
—Ocho mil euros.
—Mañana los tienes a tu disposición. Te los entregará en metálico Alcoceba.
—Gracias, Cristian. Qué gran pena perder a nuestro primo.
—Inmensa. Ha sido un escopetazo. Lloro cuando pienso en él, Moby.
—Era un australiano ejemplar.
—¿Cómo ha muerto?
—Devorado por un cocodrilo.
—Terrible.
—Partido en dos de una sola dentellada.
—Abracadabrante.
—Alucinante.
—¿Estaba casado?
—No, era palomo. Maricón antípodo. Pero de gran corazón.
—Te lo repito. Mañana Alcoceba te dará doce mil euros. Por si te pasas en los gastos.
—Gracias, Cristian. Y un abrazo para aliviar tu dolor.
—Lo mismo, Moby. No llores en su entierro.
—No es entierro, sino funeral. El cocodrilo se comió al pobre Gerard.
—Represéntame bien, Moby. Y buen viaje.
—Gracias por todo, Cristian. Ya sabes, donde yo esté, tu figura será admirada. No te olvides de ordenar a Alcoceba el relleno del sobre.
—Tranquilo, Moby. Ahora mismo se lo ordeno.
—Iré con corbata negra.
—Precioso detalle.
—Y traje muy oscuro.
—Fundamental.
—Y el corazón en un puño.
—Que sepan lo mucho que lo queríamos. Y basta ya.
—¡Qué carácter, Cristian! Un beso a tu nueva novia. Me ha dicho Manolito Cantillana que es un monumento.
—Adiós, Moby.
No tengo un primo trucha que se llame Gerard. Pero me divierten los trucos de Moby. Si me sobra el dinero, ¿por qué negárselo a él? Tengo que hablar con Alcoceba con urgencia. Varios asuntos me preocupan. Pero, antes de todo, quiero ver la expresión de los niños cuando les entregue a
Tirol
. Manuela me acompaña. Nada me dice acerca de mi charla con Moby. Ella sabe que me molestan los comentarios sobre mi familia.
Tirol
no ladra. Protesta. Quiere comer. Elena me reconoce en la media lejanía. Salen los niños a abrazarme. Empiezo a quererlos demasiado. Y no me ocupo de ellos. Mancha en mi conciencia. Manuela se ha quedado con
Tirol
mientras abrazo y beso a mis hijos. Cuando he cumplido con el osculeo, les muestro el cachorro. Saltos, cabriolas y voítirinetas. Aullidos infantiles.
Tirol
corre detrás de los niños, y se queda parado y firme cuando advierte que sus dueños son cinco. Elena me lo agradece.
—Están felices, Cristian. Y yo también. El perrillo es maravilloso.
Entre Elena y Manuela, un abismo. Poca cordialidad.
—Espero que le haya gustado esto, Manuela. A una tal Gertrude le gustó demasiado.
Elena no es de las que se callan.
—Y a una tal Elena, según me ha contado el marqués, le gustó un nonagenario, que le dejó el dinero.
No es fácil compaginar al Tirol con Elena. Intervengo:
—¡Bobadas! Fuera ironías. Sois fundamentales para mí. Peleítas colegiales, ni una.
Manuela obedece. Elena, a duras penas. Pero cuando
Tirol
se pone a lamer a los cinco niños, Elena sonríe, Manuela estalla, y la felicidad se convierte en un paisaje normal de La Jaralera.
—Esto es diferente, mi vida.
—Y que tú lo digas.
Y Elena, pone orden al desbarajuste canino, y me mira fijamente cuando vuelvo mis pasos hacia la casa principal. Me mira con rareza. Y los niños se olvidan de mí porque son felices.
Gracias a Elena.
Manuela me pide amnistía fornicatoria. Le duele el chichamen.
—Mi amor, Clark Gable a tu lado, el abuelo de Heidi.
—Me rebosan las cántaras. A mi amigo, el Conde de Labarces, le sucede con frecuencia.
—Esta noche, nada de nada. Sequedad.
—Lo que tú prefieras, Manuela. Pero, si en algún momento, la sequedad se convierte en dique roto, aquí está tu chico.
—Un portento. Y un amor.
—A su disposición, señora.
Noche tiesa. Nada de nada. Tomás me sirve el desayuno a las nueve. Manuela gime. Duerme y ronca. Permito que su cansancio se ahogue con el sueño. Alcoceba me aguarda. Las obligaciones del poder.
—Buenos días, Alcoceba.
—Buenos días, señor marqués.
—Estoy muy disgustado con su examen. Me siento culpable.
—El único culpable soy yo. Pero terminaré en mi sitio.
—Mucho calor.
—Sahariano.
—Le tengo que encargar unos asuntos. ¿Tiene papel y boli?
—Por supuesto.
—Le dicto, Alcoceba.
—Estoy presto.
Excelentísimo señor don Baltasar Garzón
Estimado amigo
:
Pasados algunos meses, he percibido que su animadversión hacia mí por contratar a un alegre grupo de enanos para vendimiar mis viñas es producto de la animosidad y la mentira. Por ello, le retiro la invitación que le envié por conducto directo para cazar un venado medalla de oro en mi campo. Tururú. Olvídese, bobalicón.
Su nada amigo,
EL MARQUÉS DE SOTOANCHO
Postdata. Los enanos, voluntariamente, repiten vendimia.
—Prepare doce mil euros en metálico. Los recogerá mi primo Moby.
—Estarán dispuestos, señor marqués.
—Y aumente su sueldo en mil euros, Alcoceba.
—Gracias, señor marqués. Pero es tarde.
—¿Tarde?
—Como la anochecida, señor marqués. Cumpliré sus órdenes, y le agradezco su generosidad. —Gracias a usted, Alcoceba.
Durante el aperitivo, Manuela, sin pensárselo dos veces, ha venido hasta mí y me ha dado un morreo largo, descomunal y dulce a un mismo tiempo. Tomás, ha retirado la mirada, y don Crispín ha orado.
—Vamos a nuestro cuarto, mi amor. Quiero decirte una cosa.
—Vamos a comer en media hora. ¿Por qué no en la siesta?
—De acuerdo, Cristian, en la siesta.
Tomás se ha interesado, muy discretamente, por el examen de Alcoceba.
—Otro cate, Tomás.
—No aprende, señor marqués.
—Un doble «shubs shubs» con la sopa de fideos. Y absorción de fideo suelto que le colgaba de la boca.
—Imposible aprobarlo.
—Y con la ensaladilla rusa, aquello parecía una verbena.
—Yo, de ser usted, no le daría más oportunidades.
—Tampoco hay que ser cruel. ¿Qué tal Julia?
—Muy bien. ¿Y doña Manuela?
—Ya lo ves. Alegre y besucona. Me encanta.
—¿Otra ginebrita?
—Algo más cargada, Tomás. Gracias.
Todo se arregla. Marsa no da la lata. Manuela está loca por mí. Elena cuida de los niños. Garzón no viene a la berrea. Los enanos me han pedido repetir. Miroslav y María, Tomás y Julia, se casan… y los papeles perversos de Mamá forman parte del aire. Esta casa tiene magia.
En la comida, don Crispín nos ha soltado un rollo de su infancia. También es burgalés, como Tomás, de Gumiel de Hizán. Nos ha contado que en Gumiel de Hizán, cuando él era niño, le tiraron una piedra que no le dio de puro milagro. Y se ha reído contando la anécdota. Si eso es lo más divertido que le pasó en su infancia, apaga y vámonos.
Manuela, sonriente, quedona y callada. El café, rapidísimo. Nos vamos al cuarto. Manuela se desnuda. Rompe a hablar.
—Ven pronto, mi amor. Vamos a estar juntos por última vez. Te amo como no puedes imaginártelo. Pero sobro. Soy un incordio. Elena me ha mirado mal. Tomás me produce violencia. Marsa tiene que recuperar su sitio, y yo, mi amor, me debo a un padre que me acabo de encontrar. Es mayor, y no me perdonaría que sus últimos años los viviera lejos de su hija.
—Por eso quiero que venga a aquí. Será feliz con nosotros.
—No concibe vivir fuera de allí. Hazme el amor, mi vida, y calla, no hables, así mi amor, no hables, sigue, sigue, no digas nada, amor mío…
Me caen lágrimas por todas partes. Manuela se está vistiendo y ha hecho las maletas. No tengo argumentos para retenerla. Su padre llama a su conciencia. Ante la imposibilidad de hacer lo que yo quiero, lo que me sale, que es encerrarla en un cuarto e impedir que se marche, mi nobleza me exige un acto. He abierto la caja fuerte. Hay tres millones de euros, que tengo siempre en casa, por si las moscas. Y se los he dado. También un talón por la misma cantidad.
—No, Cristian, esto nunca.
—Sí, mi amor. Tú eres una parte importantísima de mi vida, y yo no quiero que esa parte no tenga todo lo que necesita. Además, estoy seguro de que, algún día, volveremos a encontrarnos. Márchate tranquila. Has demostrado que eres una persona única. Te quiero, Manuela. Te adoro. Y lo mío es también tuyo. No es un regalo, sino un acto de justicia. Y abraza a tu padre de mi parte. Dile que tiene la suerte de ser el padre del ser más prodigioso de la Tierra.
—Gracias, gracias por todo, mi amor. Lo hago por ti.
—Que te lleve Miroslav.
—Sin escenas, ¿verdad, Cristian?
—Sin escenas, amor mío.
—Que Dios te bendiga.
—Siempre estaré contigo…
Manuela se ha ido. Al bajar al salón, Tomás me pregunta con un gesto.
—Se ha ido, Tomás. Su padre de verdad le necesita.
—Una pena, señor marqués. Es una mujer de bandera.
—Y se sentía aquí como una intrusa. No sé, Tomás. Estoy demasiado viejo y sensible. No voy a poder recuperarme.
—Lo hará, señor marqués. Usted es un frescales redomado.
—¿No ves, Tomás? No reacciono.
—Animo, señor. Una vuelta por la Casa de los Cazadores, y se sentirá consolado.
Hacia la Casa de los Cazadores voy. Pienso en Manuela. Me queda el consuelo de saber que nunca tendrá dificultades económicas. Estas tirolesas invierten muy bien. Un ladrido.
Tirol
viene hacia mí. Detrás de
Tirol
, mis cinco hijos. Elena está sentada bajo el gran tilo.
—¡Papá, Papá,
Tirol
se ha hecho pis en la alfombra del salón!
—No importa nada, niños. Ya aprenderá. Os voy a llevar de viaje a Orlando. ¿Qué te parece, Elena?
—Me parece un sueño. Nunca se olvidarán.
—¿Os gustaría conocer Disneyworld?
—¡Qué maravilla, Papá! Pero ¿qué hacemos con
Tirol
?
—Lo cuidarán en casa. Sólo estaremos fuera una semana. Y así voláis en avión y a América por primera vez. Elena, ya se me ha quitado la tontería.
—No del todo, Cristian. Sigues con tus ligues.
—Manuela se ha ido a Austria.
—Ah.
—Y yo voy a recuperar a mis hijos.
—Ah.
—Y es posible que tú me ayudes a hacerlo.
—No me moveré de tu lado. Gracias, Cristian. Te voy a dar un beso. No te muevas.
Por primera vez, he sentido en mis labios los de Elena. Tan tranquila, tan guapa, tan discreta.
De vuelta a casa, un disparo seco. Modesto, seguramente. Pero no es temporada de caza. ¿Miroslav, que en un ataque de celos, ha disparado contra Tomás? Acelero el paso. No es necesario. Tomás corre hacia mí. Viene desencajado.
—¿Qué pasa, Tomás?
—Algo horrible, señor.
—¡Dime algo, rápido!
—Se ha pegado un tiro.
—¿Quién?
—Alcoceba. Se ha suicidado en la recoleta.
—¡Dios!
—¡Venga, señor, venga!
Un grupo de personas a las que quiero, y ahora no conozco, rodean al pobre Alcoceba. No ha fallado. Su cabeza está destrozada y una gran mancha de sangre tinta de rojo el césped de la recoleta. Nadie llora. Ante un espectáculo como el que ofrece un suicida, el silencio es lo que impera. Sobre la mesa del templete, dos cartas. Una al juez y la otra para mí. No puedo abrir el sobre que contiene la mía. Tomás me ayuda. Y me siento en el banco de piedra para leerla.
Querido señor marqués. No se sienta en absoluto responsable de mi voluntario fallecimiento. Lo mismo que le escribo a usted es lo que he dejado redactado para el señor juez. Mi suspenso en el examen de ruidos para acceder al comedor principal ha sido simplemente la gota que ha colmado el vaso de mi paciencia, pero no el motivo de mi muerte. Me aburre todo, señor marqués. Mi mujer es insoportable y siempre está de mal humor. Nuestra hija, Ramona, a la que llamamos Monchita, es tan fea como mi mujer, tan insoportable como ella, y me pone muy nervioso que sea tartaja. El trabajo aquí me liberaba de mi tragedia diaria. Dejo todo el trabajo hecho. Hay un chico en el pueblo, Luis Jurado, muy competente y honesto, que podría sustituirme. Le he robado un poco más de lo que la costumbre permite a los administradores. Gracias a ello, dejo a las feas un patrimonio considerable. No se sienta culpable, porque no lo es. Usted ha sido justo, y la justicia no es culpable de nada. Me encantaría que usted presidiera mi entierro. Sería para mí un honor del que podré presumir allá donde vaya.
Su fiel servidor y amigo, con su gratitud y afecto, le envía desde la muerte su mayor abrazo.
PRUDENCIO ALCOCEBA MARINÉ
25 de junio de 2009
No quedo convencido. De haber aprobado, quizá Alcoceba hubiera concedido más tiempo a la culminación de su plan. La causa principal son las feas. No conozco a su hija Monchita, pero, si se parece a su madre, tiene que ser como para salir corriendo. Y, además, muy tartaja. Pero algo me dice en la conciencia que estuve excesivamente duro en la valoración de las pruebas. Y eso le ha dolido en demasía al pobre Alcoceba. Me ahoga la tristeza. Era un buen tipo. Muy ladrón, como él mismo reconoce, pero sincero. Y algo he hecho a su favor: hace unos meses, su cadáver sería inaceptable, y hoy, es un cadáver destrozado pero muy bien vestido. Más motivos para largarme a Orlando con Elena y los niños. Y ahora, a esperar al juez y a las feas. A pie firme, como Alcoceba merece.