—Tomás, hay que avisar a Su Señoría.
—Ya lo ha hecho don Crispín.
—Y los últimos sacramentos.
—Sacramentado está.
—Hay que encargar un salón en el tanatorio de Guadalmazán.
—Lo he reservado en su nombre, señor marqués.
—Necesito una copa.
—Y yo.
—Vamos a casa, Tomás. Brindemos por el pobre Alcoceba.
—Heroica muerte. Se resistía a convivir con las feas, señor.
—Duro destino.
—Culminación bizarra.
—Hay que avisar a las feas.
—Lo ha hecho Fermina. Pepillo ha ido a recogerlas.
—Pues, antes de que lleguen, lingotazo.
—Hasta los pies, señor marqués.
Su Señoría ha hecho acto de presencia con un cierto retraso. Ha leído la carta de Alcoceba, y en presencia de la Guardia Civil y de unos cuantos funcionarios, ha ordenado el levantamiento del cadáver.
—Ni autopsia ni leches. El asunto es diáfano.
Cuando los restos de Alcoceba entraban respetuosamente en la furgoneta de los fiambres, han aparecido, con más retraso que el señor juez, la mujer y la hija del administrador. Las feas. Las culpables de su suicidio. La hija es aún más fea que su madre. Gorda, tartaja, muy culibaja, zamba, con pelos en las piernas, tetona antigua y de venas a la vista. Una ordinariez de mujer. Recuerdo al pobre Alcoceba cuando le pregunté por su hija.
—Repugnante, señor marqués. Lo único que tiene bonito en el cuerpo es el ombligo, que es oquedad y no loma.
La tartaja viene más faraona que la viuda, que apenas llora. La tonta —Alcoceba me lo confesó—, «la nena es tonta», gime y perora.
—¿Cccommmo nnnoss has hecho esssstooo, Pappppppá?
—Tranquilízate hija —ha dicho la fea mayor.
—¿Ppporrrr qué tte… tte… tte has suici… suici… dda… ddo?
—Porque eres muy tartamuda —le he dicho para aliviar las penas.
—Nnnnno ssssoy, tttarttammmuddda. Soy ttttartttaja.
—Eso le dolía sobremanera a tu pobre padre, Monchita.
La madre, parece que la cosa no va con ella. Se abraza mucho a la gente. Lo ha intentado hacer con un guardia civil, y éste ha reaccionado.
—Señora, mi reglamento no me obliga al consuelo abrazado.
—Sieso, que es usted un sieso.
Situación difícil. La tartaja, insiste:
—¡Nno sssss ssse lo llllewen en ammmbu… ammbu… lancia! Yyyo ttte Hile… Ullevwo, Ppppapppá!
Al decir esto, quizá por el esfuerzo mezclado con la pena, se ha tirado un pedete sonoro.
—Monchita, está usted un tanto descompuesta.
—Nnnno, ssseñññ… ooorrr mmmarrrrquéssss, Hilo qqqqque ppassa es qqquuue mmme haggggo ddde viennn… viennn… tree.
—Tomás, lleve a Monchita al cuarto de baño. Con cuidado, porque es muy ordinaria. ¡Pobre Alcoceba!
La viuda, a su aire:
—Era un fracasado.
Intervengo.
—De eso nada. Les ha dejado a usted y a la tonta un patrimonio muy aceptable.
—Un calzonazos, señor marqués.
—Un caballero del robo.
—Un mal padre.
—Su hija lo justifica.
—Un marido débil. Y usted lo ha matado.
—En la carta no dice lo mismo.
—Va, va, va.
—Señora. Como jefe de su marido, le ordeno que inmediatamente abandone este lugar. Los restos mortales de mi administrador van ya camino del tanatorio de Guadalmazán. Por deseo de su finado esposo, yo presidiré las exequias, y tengo orden dada a mi gente de que, si usted y la tartaja dan el numerito, serán sacadas a la fuerza del grupo humano del dolor. Ha hecho infeliz al hombre que yace. Es usted una orangutana.
Palabras de santo. La viuda se ha avergonzado y no ha vuelto a abrir la boca. La tartaja retorna del cuarto de baño:
—¡Haabbbbía pp… ppoooccco pppa… pppa… pppel!
Miroslav, le ha acompañado a la puerta. Pepillo las devuelve a casa. Entierro, mañana a las doce. El juez, muy comprensivo.
—Este hombre no aguantaba tanta fealdad en su entorno.
Mi gesto, de asentimiento altivo.
—Señoría, sólo era feliz aquí. Pero su suspenso en ruidos al comer me abrumará mientras me quede un soplo, de vida.
—Justicia, señor marqués.
—Dura y tremenda.
—Pero al fin y al cabo, justicia.
He presidido el entierro del pobre Alcoceba, como era su deseo. Las feas han llorado una barbaridad, pero con poca hondura. Sólo una corona de flores. La mía: «A mi leal administrador Prudencio Alcoceba Mariné. El marqués de Sotoancho y toda La Jaralera.» Larga inscripción.
He advertido la presencia de un joven con gafas y buena pinta que se ha mantenido siempre en segundo plano. Tomás, después de verificarlo, me ha informado:
—Un economista, Luis Jurado, que mantenía muy buenas relaciones con el difunto autotiroteado.
—Que venga a verme a casa, Tomás. Cuanto antes.
Dos duelos. El presidido por mí y el de las feas. Me han dado más pésames a mí que a las feas, causa fundamental del suicidio de Alcoceba. Su suspenso en ruidos, como él bien ha apuntado, sólo ha sido la gota que ha colmado el vaso de su paciencia.
Enterrado el cadáver, desde la distancia, he saludado con solemnidad a la mujer y la hija del administrador, y ellas me han respondido con muecas. Les garantizo toda una vida sin necesidades y me hacen muecas. Miroslav me devuelve a mis territorios. Me estaba tomando un reconstituyente cuando Tomás me lo ha anunciado:
—Señor marqués, don Luis Jurado.
Un tipo educado y con magnífico aspecto. Inteligente y vivo. Respetuoso.
—Señor Jurado, en su carta de despedida, Alcoceba me recomienda su contratación. Si acepta ser el administrador de La Jaralera cobrará lo mismo que él, y le permitiré robarme más o menos como él. Es decir, con educación y medida. No me meta un pufo gordo, porque me daría cuenta inmediata. De acuerdo con la tradición de los administradores de la nobleza rural, podrá usted sisarme cantidades admisibles, que, sumadas al cabo de los años, se convierten en grandes fortunas, como la acumulada por Alcoceba. Pero no de golpe. Su trabajo no es difícil. Explotaciones agrarias, contrataciones y jefatura de personal. También mis cuentas e inversiones. Se encontrará en la mesa de su despacho un sobre con doce mil euros. Vendrá a recogerlo un tipo con aspecto de cachalote rubio. Déselos. Y quiero que me prepare un viaje a Orlando, Estados Unidos, con mi familia. Reserva en el mejor hotel de Orlando desde el 1 de julio hasta el 7 del mismo mes. Una suite grande con tres habitaciones y sendos cuartos de baño. Una habitación a mi nombre, otra a nombre de doña Elena Garcilópez Carli, y la tercera para mis hijos (cinco camas, recuerde señor Jurado), Francisco María, Juan María Cristian, Ricardo María Ignacio, Tomás María Felipe, y mi primogénito, Ildefonso
María Ciríaco. La cama de este último, señor Jurado, un chispirritín más grande y ancha que la de los otros cuatro, para que asuman su futura condición de jefe de la casa. El mejor avión con autonomía atlántica, y toda suerte de detalles para que el viaje sea cómodo y divertido. El avión me esperará en el aeropuerto los siete días del viaje, por si nos apetece largarnos a otra parte. ¿Acepta?
—Sin conocer las condiciones del señor Alcoceba, acepto encantado.
—Lo pasará bien aquí, Jurado, y se hará rico. Todos los que me rodean, terminan ricos.
—Pues, si me lo permite, voy a tomar posesión de mi despacho y a prepararle el viaje.
—Tomás, acompaña al señor Jurado a su despacho.
—Con mucho gusto, señor marqués.
Como un cohete hacia la Casa de los Cazadores.
Tirol
viene hacia mí, y como siempre, los cinco niños detrás. Flora habla con Elena.
—Niños, el día 1 de julio nos vamos a Disneyworld.
—¡Viva Papá! —Cinco veces.
—¿Lo has oído, Elena?
—Me apetece muchísimo. Ya te veo humano.
—En el viaje nos conoceremos mejor.
—Pero sin intentar ligarme, ¿eh? Yo vivo para mis niños.
—Pfa, pfa, pfa.
No hay que prometer ni jurar. De vuelta a casa me ha dado por la ornitología. He desviado mis pasos para ver si descubro un mandarín, y ahí estaba, bajo el puente de los plumbagos. Un abejaruco vuela en lo alto, y una oropéndola macho le está advirtiendo a un pitorreal que de no respetar el tronco de su álamo puede haber tortas. En la dehesa, doscientas cigüeñas descansando. Nunca había visto tantas juntas. Y ya en casa, el copazo.
—Tomás, todo se arregla.
—Esta casa es milagrosa, señor marqués.
—Me voy con Elena y los niños.
—Su mejor viaje.
—Horrible la familia de Alcoceba.
—Espantosa, señor. Una hija así mata a cualquiera.
—Todavía no me has pedido que te suba el sueldo.
—Esperaba que lo hiciera voluntariamente, señor.
—¿Te parece bien un aumento de dos mil?
—Justo y necesario.
—¡Por ti y por todos, Tomás!
—Por usted, señor marqués.
Este libro,
El diario de Mamá
, se terminó de escribir en Ruilobuca, Ruiloba, La Montaña de Cantabria, el día 14 de junio de 2009, día de Santa Elisenda y San Elíseo, vayan ustedes a saber por qué.
ALFONSO USSÍA
F i n
ALFONSO USSÍA nació en Madrid en 1948, hijo de Luis Ussía Gavaldá y de Asunción Muñoz-Seca Ariza, Condes de los Gaitanes. Es nieto del dramaturgo Pedro Muñoz Seca. Comenzó escribiendo poesía satírica desde muy joven, al tiempo que leía y aprendía casi de forma autodidacta. Estudió en los famosos colegios Alameda de Osuna y colegio del Pilar. Cursó la carrera de Derecho hasta que se vio obligado a realizar el servicio militar. Dos años después, a su regreso, ingresó en Ciencias de la Información, aunque lo abandonaría al poco tiempo.
Su primer trabajo fue en el Servicio de Documentación de Informaciones, siendo director Jesús de la Serna y subdirector Juan Luis Cebrián. Pronto le publicarían su primer artículo en la revista Sábado Gráfico. Más tarde, y a raíz de otras publicaciones en la revista respaldadas por Eugenio Suárez, Torcuato Luca de Tena le propuso un trabajo en el diario ABC.
Aunque la mayor parte de su carrera como columnista la pasó en el diario ABC, trabajó para los periódicos Diario 16 y Ya, y las revistas Las Provincias, Litoral y El Cocodrilo, siendo director de ésta última.
A lo largo de su dilatada carrera como escritor y columnista, ha colaborado también en programas radiofónicos y de televisión como Protagonistas y La Brújula, ambos en Onda Cero, y Este país necesita un repaso de Telecinco, con Antonio Mingote, Antonio Ozores, Chumy Chúmez, Luis Sánchez Polack (Tip) y Miguel Durán de compañeros. Además ideó las series de televisión El marqués de Sotoancho (2000) y Puerta con puerta (1999).