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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #humor

El diario de Mamá (18 page)

BOOK: El diario de Mamá
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Me ha dado la espalda. El trecho es corto hasta el pabellón. He permanecido en la escalerilla con la esperanza de una última mirada, pero Gertrude no ha querido volver la vista atrás. Se ha llevado todo mi amor con ella. Se ha llevado mi vida.

El comandante ha hecho las gestiones y ya estamos en cabecera de pista. Retorno a Sevilla. El Phantom se eleva y escudriño el paisaje. Verdes enfrentados. Bosques y montañas. En los valles, la incógnita de su sitio. La azafata me ofrece otro desayuno. Lo rechazo. Superadas las primeras nubes, sobre el mar de algodón de mi regreso, cierro los ojos y hago por dormir. Por primera vez en mi vida, duermo llorando.

Marsa ha perdido el AVE conscientemente. Las maletas están cerradas. Escribe una carta con papel del hotel. También escribe mientras llora.

Mi amor: Estoy en Madrid. Tenía previsto llegar hoy a comer a casa. Pero estoy tan desilusionada conmigo misma que me vuelvo a Bogotá. Será por un tiempo, no te preocupes. Creo que no soy digna de tu confianza y de tu amor. Lo he sido, y lo seré en el futuro, pero mereces vivir tus últimas libertades. No toques nada de lo mío, porque sigue siendo mío, tú eres todavía mío y tu casa es la mía. Algún día, pronto, lo recuperaré todo. Tu amor, mi casa, mi campo y mis cosas.

Pero cuando hayas vivido, que mucho lo mereces, tu ilusión de hoy. Cuando menos lo esperes estaré frente a ti, abrazando a mi amor. Entretanto, guarda un algo en tu corazón para tu mujer, y recibe el beso más grande y emocionado del universo. Te adora,

MARSA

—¿Un taxi, señora?

—Sí, al aeropuerto, por favor. Y recuerde al conserje que envíe inmediatamente la carta que le he dejado.

—No se preocupe. Muchas gracias. Y buen viaje, señora.

—Gracias a ustedes por su amabilidad.

Fermina, la planchadora, a punto de jubilarse, ha llevado a su sobrina Julia a La Jaralera. Le enseñará los secretos del planchado supremo de las camisas del marqués. Y de sus trajes. Julia no ha cumplido los treinta años, y es una mujer de grimpolón en lo alto del mástil. En este caso, los genes no han funcionado. Julia es hija de Patro, hermana de Fermina, también insignificante. Pero la hija ha salido tremenda. Alta, atractiva y simpática. Además de planchadora, es ingeniera de telecomunicaciones, pero el sueldo de La Jaralera, aprobado previamente por el marqués, resulta más interesante que el de las multinacionales del sector. A su remuneración como planchadora, el marqués le ha asignado una considerable suma en calidad de jefa de Comunicaciones de La Jaralera. Y Julia se siente feliz. Tomás ingresa en el cuarto de plancha.

—Buenas, Fermina y compañía.

—¡Hombre! ¿Ya de vuelta, Tomás? ¿Te puedo llamar así o seguimos con el disparate?

—Me puedes llamar como lo has hecho siempre.

—Fresco.

—Prefiero Tomás.

—¿Y qué? ¿Al rastro de la cierva?

—No entiendo lo que dices.

—Digo que tus estancias en este cuarto de plancha nunca han sido con intención de permanencia. Y que noto algo en ti que me dice que vas a intentar charlita con nosotras. A propósito, ésta es Julia, mi sobrina, que me va a suceder en el plancherío, y que ya está advertida de lo muy sinvergüenza que eres.

—Encantado, Julia. No le hagas caso a tu tía. Está amargada por lo bajita que es.

—Ni que tú fueras Gasol.

—Mucho gusto, Tomás. Nos llevaremos bien.

—Cuando tu tía lo permita, si es que lo permite, te enseñaré el campo.

—Mi tía no tiene que permitirme nada. Tengo veintinueve años y soy ingeniera.

—Pues eso. A mandar y bienvenida.

—Gracias, Tomás.

Tomás ha abandonado el cuarto de plancha como si hubiera encontrado en su interior la luz de su vida. «¡Coñes con la Julita!» Después de tantas y tan humillantes vicisitudes, el horizonte se le ha abierto. «Tengo que quitarme esta fama de fresco que tanto me perjudica. Le voy a pedir a don Crispín que me permita ser su monaguillo.» Buena estrategia, por cuanto Julia —Tomás indaga antes de aparecer— es creyente y practicante.

En su despacho, un don Crispín vencido le recibe con alegre sorpresa.

—¡Tomás! Bienvenido a casa.

—Gracias, don Crispín. Desde que usted se largó a las islas esas, aquí han pasado muchas cosas.

—Y también en las islas esas. Le he fallado al Señor Nuestro Dios. Tomás, antes de que charlemos, haz el favor de azotarme.

—¿Con qué objeto?

—Debo sufrir. Me he impuesto una penitencia de dolor físico. Pero necesito un sayón, un verdugo. Ahí, en la esquina, bajo la mesa, está el látigo. Y sin estrenar.

—Don Crispín. Yo le tengo un gran afecto, y no me apetece nada liarme a latigazos con usted.

—Sólo serán cinco, Tomás. Cumplamos con la penitencia y posteriormente hablamos de nuestras cosas.

—¿Y cuál fue su pecado, don Crispín?

—La debilidad ante la tentación. Me llevé a tres putilanguis a mi habitación, me durmieron y me robaron todo. Pero, antes de cometer el delito, hubo toqueteos, risas, chistes verdes y croquetas de cama.

—¡Don Crispín…!

—Que sí, Tomás. Una vergüenza. Ya he cumplido con la penitencia que me impuso don Celedonio, pero la mía sólo puedo culminarla con tu colaboración. Podría pedírselo a Miroslav, pero ése me parte al primer latigazo.

—Deje, deje, don Crispín. Miroslav es como el doctor Mengüele.

—Procedamos pues, Tomás. Agarra el látigo.

—En mis manos está, don Crispín.

—Perdona si desnudo mi torso.

—No me dice nada, padre.

—En la espalda, Tomás. Cinco golpes. Estoy preparado.

A Tomás, en el fondo, le divirtió el asunto. Y le arreó a don Crispín cinco latigazos que ni los de Ángel Cristo antes de ser atacado por sus leones. Cinco marcas en la piel blanquísima del arrepentido mosén.

—Te has pasado, Tomás.

—Le he dado cinco.

—Con muchas ganas.

—La penitencia, don Crispín. Ha sufrido, y Dios le ha perdonado.

—Me habría perdonado igual con cinco latigazos más suaves.

—Si le he hecho daño, don Crispín, me ofrezco a repararlo. Nómbreme monaguillo oficial. Lo fui de niño en mi pueblecito burgalés, Quintanilla del Ebro.

—Vaya con las leches que me has dado, Tomás.

—Vuelvo a pedirle perdón.

—¿Tengo heridas?

—Cuatro marcas y una herida. El quinto latigazo, don Crispín. Me fui calentando y…

—Joé.

—Pero no es profunda. Le voy a poner mercromina.

—Eso escuece.

—Pero sana.

—No esperaba esta saña de ti.

—En el fondo me lo agradece. Sabe que he sido el conducto de su perdón.

—De acuerdo, pero reconoce que en el quinto latigazo te has pasado diez pueblos.

—Se me ha ido la mano, lo reconozco. Voy por la mercromina. Piense en mi humilde ofrecimiento. Monaguillo.

—Lo pensaré, Tomás. ¿En quién pensabas al arrearme el quinto latigazo?

—En el señor marqués.

—Ahora lo comprendo. Eres mi monaguillo. La mercromina, Tomás.

—Volando, don Crispín.

—Y después de curarme, charlita.

—Con cerveza fresca y taquitos de jamón.

—¡Ele, Tomás!

—Su monaguillo.

—Me escuece, Tomás.

—Mismito ahora vuelvo.

Mucho avión para un día y demasiada tristeza. Me hallo en situación de pre-coma. Parece que el avión no avanza porque Manuela, Gertrude, intenta devolverlo hacia sus paisajes. La vuelta, más movida que la ida. El comandante, un tipo con aspecto de comandante —lo cual aplaudo sin reservas—, deja los mandos a su segundo y me pide charlita.

—Usted dirá, comandante.

—Me informan que hay una fuerte tormenta sobre Sevilla. Sólo quería advertírselo, porque la aproximación y el aterrizaje van a ser de aúpa. No hay peligro, pero nos vamos a mover como una coctelera. Podemos pedir permiso para dar un rodeo y aterrizar en Jerez, pero allí tampoco el tiempo es bueno.

—Comandante, nada de baches y saltos. Me asustan los aviones. ¿Se podría considerar la posibilidad de aterrizar en Madrid?

—Perfectamente. Pero no cumpliríamos nuestro compromiso.

—Me importa un bledo el compromiso. Además, que me viene bien una noche de tranquilidad. Mañana me subo al primer AVE y asunto concluido. ¿Podría reservarme por radio la habitación de un hotel?

—Me pongo en contacto con la empresa y se lo solucionamos en un momento. ¿Qué hotel desea?

—El Intercontinental, en La Castellana.

—¿Suite o habitación normal?

—Suite a lo bestia.

—Le informo rápidamente.

No comparto la afición del Infante Don Alfonso de Orleans, que santa gloria haya. La aviación no está hecha para un latifundista de sierras y dehesas. Nada de tormentitas y pasarlo mal. Además, Madrid una noche merece la pena. Vuelve el comandante.

—Todo arreglado, señor. Suite reservada a su nombre. Tenemos permiso para aterrizar en Torrejón. Desde allí, un coche de la compañía lo llevará al hotel. Lamento mucho no depositarlo en Sevilla.

—No lamente nada, comandante. Los vuelos y el servicio me han parecido insuperables. Pero no se entretenga. Tome los mandos y aterrice en Torrejón como una gaviota en la mar. ¿Nos queda mucho?

—En diez minutos comenzamos el descenso.

—Pues no pierda tiempo. A los mandos, comandante, ¡ale!

Tarde «casinoche». El atardecielo. Fermina refrescándose en el porche. A su lado, Julia.

—Julita, cuidado con ese buitre. He visto sus ojos. No es buitre de carroña sino de carne fresca.

—Tía Fermina, sé cuidarme sola.

—Julita, que te lo advierto. Ése ha deshonrado a la mitad de La Jaralera. Y a la otra, porque no ha querido. Eran hombres.

—Tía Fermina. Tengo casi treinta años, soy ingeniera, estoy buena, puedo elegir por soltera y hasta permitirme el lujo de una experiencia.

—¡Santo Dios!

—Santo sea. Y sabes que soy devota y hasta beatorra. Pero no me gustan los prejuicios ni las críticas previas. Tomás es mayor para mí, pero me parece divertido.

—Que te lo digan Flora, María, Guada y compañía. Menos mal que mi Ferminita estudia en León. Un buitre, Julita.

—Déjamelo a mí, tía Fermina. Y algún día me contarás qué hace Ferminita estudiando en León, con lo lejos que está.

—Porque tiene un novio de León que vive en León.

—Y ella vive en León con el novio de León.

—Me figuro.

—Y duerme en León con el novio de León.

—Lógicamente.

—Y se trajina en León al novio de León.

—Ferminita es una santa.

—Y tú, una tonta.

—Ferminita es pura y virgen.

—Pues su novio de León que vive en León es un palomo.

—Un hombre respetuoso.

—Un zerolillo.

—Quizá haya existido algún toqueteo. Un beso, una caricia…

—Tía Fermina. Nadie plancha como tú. Y nadie es más tonta que tú. Ferminita tiene más horas de vuelo que la KLM.

—Qué cosas dices, Julia.

—Y yo también. Y si quiero volar con Tomás, vuelo y aterrizo.

—Es un buitre.

—Y yo, una hiena.

—Allá tú. Te lo he advertido.

—Pues muchas gracias, tía Fermina.

Tomás y don Crispín con sus cosas. Cuando Tomás le hizo partícipe de la farsa de la Princesa, de la llegada de Gertrude, de sus sospechas, de su fracaso suplantando al marqués, de la existencia de los diarios de la marquesa viuda difunta, de la ridícula situación, y de cuanto había acontecido en La Jaralera durante su ausencia, don Crispín ululó. No gritó. Ululó. El golpe final, la escapada de la marquesa.

—Esa se ha ido a su Caribe.

—No lo puedo creer, Tomás. Ella quiere al marqués y es parte de todo esto.

—Pero el marqués le ha hecho una jugada con la que ella no contaba. Parece tonto, pero no lo es.

—De aspecto, tontísimo.

—Pero de tontísimo, nada. Lo comprobé hace años. Y la verdad, don Crispín, es que para mí es como un padre.

—Y para mí, más que Su Eminencia.

—Brindemos por él, don Crispín.

—Brindemos. Pero no puedo alzar mi copa porque un canalla me ha dado un latigazo estremecedor.

—Brindemos también por el canalla.

—Por el canalla.

—Eso.

Años atrás mi casa en Madrid eran el Ritz o el Palace. El Ritz sigue siendo el gran hotel de Madrid, pero el espacio para los fumadores es muy reducido. Y el Palace se ha convertido en un hotel de fundamentalistas contra el fumeteo. Con ese bar tan bonito, político y literario. Mientras no se pueda fumar, que lo disfruten Al Gore y Mercedes Milá. En cambio, el Intercontinental es un hotel humano y siempre familiar. Su servicio es el mejor de Madrid, y el ambiente me encanta.

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