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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #humor

El diario de Mamá (5 page)

BOOK: El diario de Mamá
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El Conde de Pappi Mugurucci no era italiano ni nada, sino vasco. Adaptó su nombre y condado resueltamente otorgado en el exilio por el Rey Humberto a la armonía itálica. Pero, fallecido el Rey de Italia, el Conde de Pappi Mugurucci, con su culete intacto, fue sorprendido por la
Principessa
Tiziana de Olivetto-Sabino cuando éste se hallaba en pleno fornicio con la también
Principessa
Giovanna del Formaggio di Parma, y la primera, presa de unos celos inconcebibles, disparó contra Mugurucci al que dejó muerto total. Posteriormente, abofeteó a la
Principessa
del Formaggio di Parma, siguiendo a su violenta acción palabras muy duras. Pappi fue enterrado con todos los honores, pero su fantasma se aparece todos los días 5 de cada mes, y la gente lo pasa fatal.

No es el mejor lugar para que lo habiten mis hijos, pero los nubarrones que se ciernen sobre la casa principal de La Jaralera me imponen la adopción de tan desmesurada mudanza.

—Elena, tú y los niños os instaláis en la Casa de los Cazadores hasta que retorne la armonía.

—¿Sigue apareciéndose el fantasma de Mugurucci?

—No. Y, en caso de aparición, lo único molesto de su presencia es que canta
Desde Santurce a Bilbao
con muy poca convicción. Si oyes una segunda voz, se trata del cazador Luigi Gambolini, que tampoco es espectro peligroso. Enseña a los niños que hay que convivir con ánimas canoras, y sólo resiste a los fantasmas si pretenden entonar el
Pello Jotxepe.

—¿Y durará mucho el exilio, Cristian?

—Sólo lo necesario.

—Pero tú nos visitarás.

—Todos los días.

—Pues a la Casa de los Cazadores.

—Sin perder un minuto, Elena.

—¿Licencia de acceso, señor marqués?

Es Tomás, el usurpador.

—Acceso limitado. No superes el umbral de la puerta.

—Para que después no diga que actúo a sus espaldas, vengo a pedirle permiso para ir al sastre con el fin de que adapte a mis hechuras dos de sus trajes.

—Permiso denegado con indignación. Tienes suficiente dinero para hacerte los trajes a la medida que se te antojen.

—Pero no tengo su gusto. Y a Gertrude le encantarán el marrón de espiguilla y el azul con rayas blancas,

—No te sentarían bien. El traje no hace la nobleza. En último caso, la realza. Siempre, claro, que el empaque sea natural. Eres excesivamente zambo y, si me perdonas la apreciación, muy culibajo. Cuando te vean los príncipes Von Hohenloezern se van a llevar una decepción enorme,

—El Conde de Romanones era bajito, zambo y cojo.

—Excepción que confirma la regla. Se nota que no eres noble a kilómetros de distancia. Y cuidado con el humor de estos príncipes. Como adviertan el engaño, te matan. Los príncipes, por lo general, son muy educados saludando a las señoras, pero, si se les pisa un callo, les sale la altanería y el feudalismo. De cualquier forma, si te hace ilusión intentar parecerte a mí con dos de mis trajes, que te los arreglen. No se termina el mundo.

—Pues me voy a Sevilla inmediatamente. El sastre es lento y quiero tenerlos pronto y a punto para hacerme con ellos.

—No te necesito para nada. Lárgate.

Siento lástima por este burdo usurpador. Todos los príncipes son muy suyos, y van a ficharlo inmediatamente. Tomás, por ejemplo, dice «váter» en lugar de «cuarto de baño», y «jamón Yor» en vez de «jamón de York». Lleva muchos años a mi lado y ha pulido infinidad de defectos, pero de cuando en cuando la mete hasta el tobillo. Es de esperar que el príncipe tenga buena vista, porque, de llevar gafas, Tomás va a ser descubierto. Las singulariza. Dice «la gafa», y eso no «es bien».

Y cuando le gusta la decoración de un salón o un cuarto, usa el término «bombonera». «El salón de mi casa del Puerto parece una bombonera, señor marqués», me soltó un día. Estuve a punto de despedirlo. Pero me voy a reír y vengarme de su chantaje. Y nada de largarme. Me instalaré en la Casa de los Cazadores con Marsa y los niños, haciéndome pasar por un empleado de casa.

Es Marsa.

—¿Tienes cinco minutos para mí, amor?

—Tengo todos los minutos de todos los días para ti, amor.

He contado a Marsa lo de Tomás, omitiendo la existencia de los cuadernos escritos por Mamá. Y le ha parecido divertidísima la ocurrencia de nuestro mayordomo.

—Hay que ayudarle en todo, Cristian. Por lo menos, nos trae a casa una situación distinta.

—Van a descubrir que es un impostor el primer día.

—Con nuestra ayuda, no. Por unos días, seremos guardas de La Jaralera con cinco hijos, y Elena en plan de pariente.

—Más que guardas, administradores de la caza.

—Como tú quieras. Pero no traicionaremos a Tomás. Me lo tienes que prometer.

—A cambio de información.

—¿De lo mío?

—No va a ser de lo de Obama.

—Pues la cosa está hecha y apalabrada. Pero no te preocupes. No pertenece a nuestro mundo.

—¿Cuándo lo conociste?

—La tarde que se incendió el Cerrillo de la Infanta Eulalia.

—No se quemó casi nada.

—Gracias a él. Me refiero a Rodolfo, el bombero rubio.

—Todos llevaban casco.

—Pero, cuando se los quitaron, el único bombero rubio era Rodolfo. Siempre he tenido fantasías con bomberos.

—Están cubiertos de hollín.

—Yo se lo quitaré.

—¿Y cuándo va a ser?

—La pregunta no está bien formulada.

—¿Cómo la debo formular?

—Así, mi amor: «¿Cuándo va a volver a ser?»

—Sapristi
! ¿Ya has…?

—El día siguiente al del incendio.

—¿Dónde?

—En la Casa de los Cazadores.

—¿Y?

—Me encantó. No voy a caer en el juego fácil de palabras de la manguera. Pero me volvió loca. Y repetimos el sábado, que es su día libre. Pero tranquilo, amor. Cuando se acaba el fuego, no tiene conversación. Eso sí, durante el fuego, no hay otro como él.

—No me consuela nada lo que me dices.

—Pues eres tonto. De ti me gusta el fuego y la conversación. Por eso estoy enamorada de ti. Pero no quería hablarte de esto. Quería pedirte permiso para no dormir el sábado en casa. Anda, porfa.

—Lo de «porfa» me estremece.

—Anda, por favor.

—Si te doy permiso, te largas. Y si no te lo doy, te largas también. Vete. Hablamos el domingo. Te deseo un buen incendio. Y ahora, me dejas, que quiero leer.

«Nunca tantos debieron tanto a tan pocos», dijo Churchill refiriéndose a los héroes de la RAF en la Segunda Guerra Mundial. Lo leí entre un
Astérix
y un
Tintín
. Pues lo mismo. «Nunca tantos debieron tanto a uno solo», que es mi caso. No quiero leer más apuntes de mi madre, pero soy masoquista. Tiemblo cuando elijo el primer cuaderno. He cerrado por dentro. Tomás creerá que estoy enfadado con él y Marsa que mi herida sangra sin parar. Abro el cuaderno.

12 de febrero de 1939

El niño ha cumplido un año. Todas las madres con un niño de un año cuentan que el niño es muy gracioso, que gatea, que dice «ajo, ajo» y «papá y mamá», y es la alegría de la casa. De la nuestra, no. Este niño ni gatea, ni dice «ajo», ni al verme me llama «mamá». Aún peor, al verme se agarra unas perras que cualquier día se va a ahogar. Bussy me recomienda paciencia. Hemos tomado Gerona, Menorca y la Seo de Urgel. Los rojos salen por patas.

En este apunte, Mamá, al menos, no me destroza. Se limita a desvelar que no sabía decir «ajo, ajo», ni «papá y mamá», que hoy lo digo divinamente. Se me antoja una bobada precipitarse. Mejor mudo que repipi.

1 de abril de 1939

Gran alegría. Hemos ganado la Guerra Civil. La casa, por la ventana. Bussy ha forrado de banderas nuestra casa. Se anuncia un Desfile de la Victoria en Madrid, y le he planteado a mi marido la conveniencia de estar ahí, para convidar a Franco y a doña Carmen a La Jaralera. Creo que iremos. El aña, emocionada, me asegura que el niño ha dicho «no». Bussy está preocupado por su escasa contribución personal a la Victoria. El general Queipo de Llano nos ha ayudado y ha firmado un documento en el que explica que mi marido ha cumplido con honor sus labores de espía. Porque lo cierto es que no ha puesto un pie en el frente. Me importa un bledo que el niño diga «no» o «sí». Lo importante es la Victoria. Bussy es partidario de la vuelta del Rey, pero a mí el que me gusta es Franco. Y creo que a Franco le gusta más Franco que el Rey.

La Victoria de los Nacionales me ha salvado. Mi madre apenas se acuerda de mí, a pesar de mi extraordinario avance parlante. Gracias al aña, puedo presumir de que dije «no» el 1 de abril. Y me puede servir para ser reivindicado en la Memoria Histórica. Una noticia de alcance: «El marqués de Sotoancho, con un año de edad, se opuso a la Victoria de Franco en la Guerra Civil.» Me podría caer una subvención.

12 de febrero de 1940

Guerra Mundial. En España, hambre excepto en casa. El niño, al que llamamos Susú por lo sosísimo que es, ha cumplido dos años. Es rarísimo. No puedo decir que sea antipático, pero sí algo distante. Le he cogido un poco de cariño, y ya no deseo que se muera. Bussy lo pasea por el campo, y se siente a gusto con él. En esta guerra lo tengo menos claro. Creo que Franco se ha equivocado. No se lo puedo decir cara a cara porque no ha contestado a nuestra invitación. Él está con los alemanes e italianos, y yo creo que van a ganar los ingleses y los franceses. Lo malo de éstos es que son aliados de Rusia, y eso me preocupa. Que sea lo que Dios quiera.

Golpes en la puerta. Es Alcoceba. Escondo los cuadernos. Abro. Alcoceba se ha reducido desde que le puse en su sitio. Suda copiosamente por la calva, de tal modo que los pocos pelos que le quedan están siempre pringosos. Al menos de aspecto, que no pienso acariciarlos. Me dice que ha sido pagada la multa a la Seguridad Social, y que la totalidad de los enanos ha declarado a mi favor. Le he ordenado que envíe a cada uno de ellos una prima especial en señal de gratitud. Pero lo de Alcoceba ha sido ir por atún y ver al duque. Me pide cinco minutos de charla. Se sienta frente a mí. No me mira a los ojos.

 

—Señor marqués. Desde mi fallido examen de comer sin hacer ruido han pasado dos años. Mi mujer me humilla. Va diciendo por ahí que, después de treinta años a su servicio, todavía no he sido aceptado en la mesa principal. Insisto en que don Crispín es de muy inferior categoría social que yo, señor marqués, que, al fin y al cabo, soy de la clase media. Me he entrenado con toda suerte de platos, y creo estar en condiciones de repetir el examen, siempre que el señor marqués lo considere justo y conveniente.

—Alcoceba, Alcoceba. Usted siempre pidiendo más y más, cuando su comportamiento en los últimos meses ha sido deplorable. Nada me gustaría más que aceptar su presencia una vez a la semana en el comedor principal, que es, y lo sé, su máximo anhelo. Pero no está el horno para bollos, y aún recuerdo los repugnantes sorbidos que emitió en el examen durante la degustación de la sopa. No obstante, creo en su esfuerzo, y vamos a alcanzar un acuerdo definitivo. Usted se matricula en la Academia Gentleman de Sevilla. Acude diariamente a clase. Creo que el horario es de tarde, por lo que su trabajo en casa puede dejarlo en perfecto estado de revista. Curso acelerado de marzo a junio. Y, a finales de junio, le garantizo un nuevo examen de ruidos. Por supuesto que el pago de la matrícula corre de mi cuenta.

—Es que yo me veo ya en condiciones de examinarme.

—No, Alcoceba. La excesiva sudoración en su cabeza delata un estado de nerviosismo que le llevaría a un nuevo fracaso. Y no me venga con batallas, Alcoceba. Sabe lo mucho que lo aprecio, pero usted no forma parte de la clase media. Es usted representante genuino de la más profunda ordinariez. Repare en sus zapatos, Alcoceba, que parecen palas. Y esa corbata tornasolada. Y esa camisa mal planchada. Y ese botón de la bragueta abierto. Alcoceba, Alcoceba. Se lo dijo Jesús a sus discípulos: «Venid y seguidme, pero convenientemente aseados.» Le exijo un cambio total. Su obligación es fijarse también en el buen gusto. Si no hace ruidos al comer pero su presencia motiva recelos de cercanía, la solución es imposible. Un curso en la Academia Gentelman y examen la última semana de junio.

—He intentado encontrar corbatas como las suyas y no las encuentro, señor marqués.

—Alcoceba, se lo digo con todo cariño. Si he permitido que meta la mano en la caja sin decirle nada, ¿cómo voy a enfadarme si me quita del armario unas pocas corbatas? Ande, ande, que Tomás está en Sevilla, mi mujer en otras cosas y mi cuarto de vestir sin vigilancia. No me robe más de cinco. Y hablamos, Alcoceba. —¿Y los zapatos?

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