El dios de la lluvia llora sobre Méjico (18 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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—Vuestra merced es dado a devorar libros…, ¿hay en ellos consejos prudentes para casos parecidos?

—Leí una vez de Alejandro Magno, que partió hacia las Indias, y leí también de otro griego que llevó a sus soldados por muchas nuevas regiones y países. Cuando ellos hubieron llegado por primera vez a la costa, arrodillóse aquel caudillo y exclamó en su lengua: "Mar… Mar." Y también conocerá posiblemente vuestra merced las historias bíblicas de Babilonia y de Nínive… Las saben todos los que acostumbran a mojar la pluma en tinta. Pero ¿quién antes que nosotros había oído hablar de la provincia de Tabasco, o pudo saber dónde estaba la isla de Cozumel? ¿Quién podría saber lo que se esconde aquí, detrás de estas costas…; qué extensión tienen estas tierras o este continente? Tal vez el almirante ha sabido todas esas cosas; pero aun así no pudo luchar contra los vientos y, como dicen los viejos, anduvo él también a menudo sin saber por dónde iba.

"Cuando hubo desembarcado en Cuba, juró a sus soldados que la tierra en que estaban era sin duda alguna del continente asiático… Sin embargo, pregunto yo ahora a vuestra merced si los portugueses no descubrieron tal tierra. Navegan éstos según los deseos del gobernador; miden el mar, trazan cartas para que los futuros navegantes aprendan de ellas. Cuando desembarcan en un lugar, se fortifican allí inmediatamente, levantan parapetos y envían mensajes a los príncipes de los alrededores, en los cuales se limitaban a decir: "¿Tienes algo para vender?" No los anima el deseo caballeresco de la gloria, ni tampoco oí decir de ellos que extiendan la fe de Cristo. Hacen sencillamente comercio y cuando se han enriquecido retornan a su casa, a Lusitania.

—¿Es eso conforme al pensamiento de vuestra merced?

—Mi único propósito ardiente es extender en la tierra el Reino de Dios. Todos mis bienes están comprometidos en esa Armada y algo más aún de lo que poseía; así que si no quiero quedar convertido en mendigo he de procurar recuperar mis doblones; pero para mí el oro es poca cosa, por eso es por lo que no pude entenderme con el señor Velázquez. En tanto que él calculaba tan sólo las ganancias, pensaba yo en los Cruzados que partieron hacia Judea, pensaba en julio César cuando se decidió a comenzar sus campañas… El saqueo de la costa no nos produce
supreman reputationem
… Será orgullo, pero aún así lo estimo más que todo lo demás.

"Vuestra merced estaba presente cuando yo, junto con los señores notarios, hice rendir homenaje a la Corona de Castilla a los tabascanos. Ahora es ya una provincia. Otro tal se hubiera quedado allí; pero a nosotros no nos es suficiente. Yo sigo adelante, busco y encontraré el monarca lejano que domina en ese continente. Quiero marchar en la dirección que los indios señalan con sus brazos, quiero llegar a ese país de donde viene el oro.

—Todo nuestro ejército cabe holgadamente en once carabelas…

—Con la ayuda de Dios acabaremos hasta con Xerxes. No podemos regresar prudentemente a Cuba, pues allí no somos más que sediciosos y rebeldes. Mientras nosotros andamos a golpes y nos curamos las heridas con grasa ardiente, llegarán los papeles de Cuba a Sevilla. Si ello debe ser así, no regresaré a la isla, sino que, si Dios quiere, cuando mis buques estén ricamente repletos, haré proa a España. Sin embargo, todo ello son simples proyectos, don Pedro, y si no me engaña mi instinto, nuestro viaje está todavía en sus comienzos…

—¡Una canoa india, por poniente! ¡Sus tripulantes hacen señales como si quisieran aproximarse!

En efecto, se aproximaba una larga canoa y desde ella se hacían señas al buque español, arrojando flores y flechas. Un incidente así puede, en ocasiones, marcar un momento decisivo y aun la suerte de una expedición. Todos se reunieron en el castillo de proa. Se podía ya ver claramente la embarcación. Diez o doce remeros bogaban rítmicamente. A proa se erguía un guerrero y las plumas de su cabeza brillaban con el sol. Aguilar gritó a los del bote. Al oírle, el guerrero abrió los brazos significando que no comprendía. Aguilar sacudía la cabeza. No había comprendido a aquel hombre. Los españoles notaban ciertamente que aquellos indios llevaban vestiduras y adornos distintos de los que hasta entonces vieran. Su color de piel era más claro; parecían más robustos y sus armas y adornos eran más ricos.

—No puedo entender a ese hombre, señor; su lenguaje no se parece al que nosotros usamos.

Los capitanes cambiaron miradas. El guerrero, abajo, daba grandes voces, pero nadie le podía contestar desde el buque. No tenían intérprete adecuado para ello. Cortés extendió los brazos; el Espíritu Santo le había abandonado, en apariencia al menos. Las muchachas indias asomaban sus cabecitas y miraban a un lado y otro. Una de ellas, aquella tan hermosa que caminaba como una gacela, se irguió de pronto; era Marina. Se aproximó a proa, casi apartó a un lado a los españoles que allí estaban. Los capitanes se miraron confusos. ¿No estaba la muchacha en sus cabales? La voz dulce, melódica, de Malinalli se dejó oír:

—¡Guerreros!, decidme, ¿qué queréis?

—Buscamos al gran jefe de la casa flotante. Que nos permita visitarle como enviados.

Durante un momento todos estuvieron mudos de asombro. La muchacha que los pajes llamaban la señora de las esclavas, hablaba con los extranjeros, con esos hombres con los que nadie había podido entenderse…

—¡Aguilar! Dios nos ha concedido su ayuda. El ensalzaba a los humildes. Pregúntale qué idioma hablan.

—Marina, ¿de dónde conoces el idioma de esa gente?

—Es la lengua que hablaba mi padre… yo tampoco hablé otra hasta el día de la gran fiesta… en que me vendieron a unos mercaderes… En aquella comarca todos hablan así… —Señor: Dice que es su lengua materna, la única que ella dominaba antes de ser vendida y conducida a Tabasco.

—Que llame a los guerreros de la canoa y les diga que nuestras intenciones son pacíficas y que pueden venir tranquilos.

Hablaron los unos con los otros.

—Señor: Dice la muchacha que ha llamado a esa gente y les ha dicho que en la casa flotante vive gente buena. Que pueden visitarla tranquilamente. Dice la muchacha que los indios esperan que les hagáis vos una seña para subir a bordo. La canoa se había aproximado ya al buque. Un indio agarró la escala de gato y empezó a trepar por ella con la agilidad de un mono. Entretanto todos los soldados se habían reunido en la cubierta. En medio estaba Cortés, a su derecha y a su izquierda los dos intérpretes. Los indios miraron alrededor y después se dirigieron hacia Cortés. Hicieron una marcada reverencia; pero no llegaron a tocar el suelo con la frente; su saludo no era tan rendido como el de los demás indios que hasta entonces vieron los españoles. Marina se adelantó, arrojóse una tela sobre la cabeza y se inclinó hacia ellos con gracia. No esperó la indicación de Cortés para preguntar:

—¿De dónde venís y qué queréis?

—¿Eres tú la criada del señor?

—Todos somos criados de los caras pálidas, porque ellos son grandes y poderosos. Vienen del otro lado del mar. ¿Qué traéis al señor?

—Le traemos la paz. Le rogamos que aplaque el furor de esos dioses que lleva y que arrojan fuego y muerte. Era todo un mundo el que vibraba y desaparecía alternativamente en las palabras misteriosas de la esclava. Cortés la contemplaba y veíala sonrojarse de ansia de preguntar y de contestar. La muchacha no era tratada como una esclava por aquel guerrero indio, sino que se hablaban ambos como iguales. Aguilar estaba titubeante y no entendía ni una sola palabra de aquella animada conversación que habían establecido la muchacha y el guerrero; Aguilar esperaba mientras Marina continuaba el animado diálogo. Alvarado tocó a Cortés en el brazo:

—Tal vez… tal vez la muchacha esté azuzando a ese guerrero contra nosotros… No la dejéis que hable sola con ellos, señor; pensad en Melchorejo…

Dirigió sus miradas a las encendidas mejillas de la joven. Ella mostraba a los indios la imagen de San Jorge que estaba pintado sobre la escala. Los hombres hicieron signos afirmativos con la cabeza.

—Señor, dice que vuestra merced ha de estar dispuesto a garantizar la paz si ellos obedecen ciegamente vuestras órdenes.

—¿Qué quiere decir con esto?

—Creo que el Espíritu Santo la ha iluminado para que anuncie la Verdad con su lengua de fuego.

—Ahora, fray Aguilar, es cosa de pensar si la esclava no dice algo que signifique traición o perfidia…

—Estoy observando sus gestos y su expresión, si bien no comprendo sus palabras. Sus movimientos no son falsos; tampoco es falsa la mirada de sus ojos… Seguro estoy de que es instrumento de la Gracia de Dios, como yo mismo lo fui una vez.

—Dile que habló bien; pero que debe ahora traducir palabra por palabra lo que yo, por su boca, les quiero decir a los indios.

—Los dioses son irritables cuando se hace algo contra ellos y su venganza es terrible. Mañana atracaremos y estableceremos nuestro campamento en la costa. Que envíen doscientas manos para ayudarnos y alimentos para quinientos hombres. Decid a vuestro jefe que traemos la paz de parte del excelso señor que habita más allá de las grandes aguas. Si procede como se lo pedimos será recompensado ricamente y recibirá valiosos regalos. Mañana por la mañana a primera hora me darán la contestación.

—Dicen, señor, que vinieron por encargo de su cacique y que tomarán por un grande honor si desembarcamos y descansamos entre ellos. Somos huéspedes del cacique. Cuando hayamos desembarcado nos visitará.

Marino terció en la conversación.

—Opina la muchacha que vuestra merced podría dar a esos hombres algunos regalos y algo de su propia mesa. Así lo pide la costumbre establecida.

Cortés miró a Marina. Sus ojos negros brillaban al hablar y cuando quería aclarar algo, a veces llegaba a tomar de la mano a uno de los enviados; después sonreía, y por raro que pareciera, era la primera vez que la veía sonreír desde que vivía entre ellos. Los rostros de los indios son herméticos e impasibles por naturaleza. La muchacha dijo algo al guerrero y éste se quitó su bordado cinturón y se lo entregó. Como si siguiera un rito desconocido, Marina con una mano le ofreció la esmeralda y con la otra le tendía una flor color violeta que se quitó de las que adornaban su cabello. Inclinóse el guerrero y tomó aquella especie de orquídea. Orteguilla trajo la cajita de madera llena de cachivaches. Tomó algunos colgantes de cristal, un cascabel y algunos cuchillos.

—Señor, opina la muchacha que no se debe acostumbrar al guerrero a los regalos. Es todavía joven y no forma parte del consejo. Le ofrecieron algunas galletas de miel y una copa llena de vino de Jerez. Tomó él un pedazo de la torta, la saboreó; después se oyó el ruido de sus dientes en la copa de estaño; bebió un sorbo y apartó la copa.

Caía la tarde cuando los buques echaron anclas junto a la costa en poco fondo. El farol rojo desde el mástil dio la señal. Hoy la gente debía ir pronto a dormir. Cortés entonces se aproximó a Aguilar:

—Después de la cena ven con la muchacha a mi camarote; he de hablar con ella.

Soplaba un viento asfixiante; la atmósfera era insoportable; Cortés abrió el pequeño ventanillo. El camarote estaba oscuro; sólo ante la imagen de la Virgen parpadeaba una lamparita. Unas tablas cubiertas con blandas pieles de ciervo servían de cama. Además contenía la estancia algunas sillas, una mesa y un arcón con cerraduras para cosas de valor y documentos confidenciales. En las paredes había armas colgadas; sobre la mesa había un jarro de vino y una copa de madera llena de agua. Cortés colocó allí también el jarro de arcilla que los indios le habían regalado. A la escasa luz podían verse las extrañas pinturas de aquella vasija: un perfil enérgico y un cráneo poderoso que parecía una carga sobre el cuerpo encorvado. Ambos brazos estaban abiertos; por encima de la figura volaba un ave parecida a un águila y de cuyo pico salían gran cantidad de burbujas azules.

Tomó Cortés el jarro en sus manos y no podía apartar los ojos de aquellos dibujos; los miraba aún cuando llamaron a la puerta y entró Marina, que acudía a su llamada con el intérprete. Cortés indicó al fray que se sentara y que la muchacha hiciera lo mismo. La llama osciló. Aguilar parecía un asceta con su cuerpo flaco y su cabeza reseca y tostada por los diez años de trabajos en la esclavitud; sus ojos estaban cansados y sus labios descolorido; su frente mostraba profundos surcos. La muchacha, en contraste, despedía reflejos de su hermoso cabello que caía como una cascada negra. A la luz de la lamparilla se destacaba su perfil, su nariz alta, su frente amplia. Cortés miróla por primera vez con ojos de hombre. Contempló sus brazos redondeados; sus piernas bien formadas con estrecho tobillo y sus pies apenas cubiertos por las sandalias de cuero. Estaba sentada incómoda, pues los indios o están echados o en cuclillas. Se había agarrado al borde de la silla; era el instinto…; pronto, no obstante, sus manos descansaron con naturalidad en su regazo y cruzó una pierna sobre la otra. Cortés, en aquel momento, se sentía sacudido por la fiebre intermitente que se le había metido en el cuerpo allá en Tobasco. Por las noches, la fiebre aparecía como un fantasma extraño, llenándole la sangre de calor y haciéndola correr por sus venas más rápidamente que nunca.

—¿Qué edad tienes?

—Nací en el año de las nueve mazorcas.

—¿Qué mazorcas son ésas?

—Los dioses, nuestros antiguos dioses, construyeron el mundo en círculos. Hay cinco veces diez círculos y otros aparte de los anteriores. Bajo el primer círculo no se apaga nunca el fuego; pero cuando los cincuenta y dos círculos pequeños están a su alrededor, se extingue el fuego. Cada uno de los pequeños círculos tiene un nombre en el gran círculo que le distingue de los otros. Yo he nacido en el círculo o año llamado de las nueve mazorcas.

—¿Y los meses, es decir, cuando la luna disminuye y acaba luego por desaparecer?

—Cada año tiene dieciocho ciclos. Cada ciclo abarca veinte días y veinte noches.

—¿Cuántas épocas de lluvias has pasado ya en tu vida?

—Dieciocho. Catorce en casa, en casa de mis padres…, una en el camino… cuando los mercaderes me llevaban a Tabasco; y tres en casa del jefe, a quien me vendieron.

—¿En dónde vivías?

—Caminamos durante días y semanas enteras en dirección a donde sale el sol. Al principio podía yo todavía hablar… pero luego fueron cambiando los hombres y las tribus. El mercader que me había comprado me enseñó algunas palabras de aquella extraña habla y me instruyó en las costumbres de aquel nuevo país.

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