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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

El dios de la lluvia llora sobre Méjico (14 page)

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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—Nada harás tú contra mis dioses. Sirve a tu Señor en tu país como quieras, pero no intentes traer la calamidad a esta isla. Vosotros os marcháis, pero nosotros quedamos. Los dioses os buscarían en vano y no nos creerían cuando les dijéramos que eran otros, extranjeros, los que los habían ofendido. Nosotros respetamos a vuestros dioses; respetad también vosotros a los nuestros. Cortés llevó involuntariamente la mano a la empuñadura de su espada. Calmóle Olmedo, diciéndole:

—La buena semilla del Señor no madura tan pronto…

Despidiéronse de los caciques y jefes con reverencias y abrazos. Un grupo de muchachas los acompañó por el camino hacia el buque y les arrojó una lluvia de flores.

Al siguiente día desembarcaron. Llevaron a tierra sus caballos, necesitados de aire libre y ejercicio. Establecieron un campamento rodeado de setos y dispuesto para poder defender en cualquier instante sus vidas, si fuera preciso. Los indígenas estaban entretanto amables y suaves; traían pequeños objetos para cambiar y hasta soportaron que los soldados anduviesen tras las muchachas. Preparóse el campamento para la festividad del domingo. Se levantó una construcción de vigas, cortezas de árbol y hojas de palmera, y en su interior emplazóse el altar, rodeado de tapices. Encima colocóse una imagen de la Virgen y el Niño. Al salir el sol trajeron las muchachas infinidad de flores y encendióse copal en los incensarios.

Los altos dignatarios fueron acompañados por los soldados a los bancos de madera. Los capitanes, Cortés con ellos, quedaron arrodillados ante el altar. El padre Olmedo, revestido de todos los sagrados ornamentos, leyó la misa. Los pífanos y la orquesta tocaban un canto gregoriano. Los soldados, con verdes ramas en la mano, elevaron sus voces en un himno que pareció volar graciosamente por encima del campamento.

Fue un momento inolvidable, y hasta a los veteranos les asomaron las lágrimas a los ojos. Ahora todos eran allí españoles, caballeros de la Virgen, que habían atravesado el Océano y estaban ante el umbral del maravilloso Dorado. Cantaban olvidados de su propia persona; el brillo de sus ojos embellecía sus curtidos rostros de guerreros señalados por las cicatrices. Los caballeros del Santo Grial lloraban y hacían penitencia: eso eran ellos ahora y no soldados habituados a vagar por todos los figones. Al alzar, los mosquetes hicieron una salva. Cubrióse el campamento de una nube de pájaros asustados por la descarga, en tanto los hombres se ponían en movimiento. El general, cabeza descubierta, arrodillóse junto con los soldados frente al altar y recibió como uno de tantos, mezclado con los demás, el cuerpo de Cristo. La mirada aguda y negra del cacique estaba fija en aquella escena extraordinaria e inolvidable. Comenzó a tener como una intuición vaga de la fuerza poderosa, desconocida, oculta, que transformaba a aquellos seres, medio dioses, en piadosos hombres temerosos de la divinidad. Contemplaba emocionado aquellos rostros húmedos por las lágrimas mirando la imagen de aquella mujer blanca que tenía en su regazo un niño también blanco. Mirólos cuando caían de rodillas y escuchó el ruidoso sonido rítmico de sus puños al dar en las corazas sus golpes de pecho. El monarca de la isla había ya pasado los mejores años de su existencia y sabía leer los signos que se cernían sobre los hombres. Ahora se sentía, sin embargo, sumergido en algo desconocido y le parecía como si un sueño le enloqueciera y estuviera buscando en vano sus propios dioses en un país extraño, desconocido.

3

Cuatro días después regresó Ordaz, llevando un poco de oro que había cambiado. No había encontrado españoles por ninguna parte. Sólo indicios vagos, recuerdos confusos, parecían indicar que, hacía varios años, algunos habían desembarcado en el país para marcharse después hacia Occidente. Cortés quedó descontento y malhumorado.

—¿Qué hubiese vuestra merced hecho en mi lugar? —preguntó Ordaz.

—Hubiera aclarado lo que pueda haber de verdad en esos rumores.

—Don Hernando: fui y vine siguiendo siempre las órdenes de vuestra merced.

—¿Habéis visto pueblos o ciudades?

—En la costa sólo había puestos de vigilancia con pocos hombres. Alrededor, el bosque virgen. Un día encontré en él una pista. Nos pusimos en camino. Al principio sólo veíamos árboles; luego, de vez en cuando, alguna piedra labrada echada por tierra. Algunas columnas en algún calvero, tumbadas ya por el suelo, con esculpidas figuras de dioses. Encontramos después las ruinas de unos muros. Comprendimos que estábamos en lo que fue un día recinto de una ciudad, hoy muerta ya, una ciudad devorada por la selva. Nos santiguamos. Por aquellos muros crecía la mala hierba, y si queríamos seguir adelante era preciso abrirnos camino entre la maleza a golpes de sable. No se veía el menor rastro de hombre…, era como si los malos espíritus se hubieran llevado consigo a los habitantes.

—¿No se podía ver restos de algún edificio? ¿Algún templo, tal vez?

—Vimos una escalinata. La baranda estaba decorada con terribles figuras. Aquellos dioses representaban dragones y serpientes despedazando cuerpos humanos. Subimos hasta el tejado; desde allí se podía penetrar en el interior. Estaba todo construido de piedras labradas tan bien ajustadas que la hoja de nuestros cuchillos no podía pasar por las junturas. Seguíamos adentrándonos hasta que llegamos a una especie de mazmorra oscura y de color de herrumbre. Estaba vacía; no encontramos en su interior ningún tesoro. Toqué la pared con la mano; pero la retiré con horror: ¡sangre! Todo aquel color de herrumbre era sangre seca ya. Hice encender una antorcha A mi alrededor todo eran horribles dioses que me parecían sonreírse malévolamente; unos estaban pintados; otros, esculpidos.

Cortés escuchaba a Ordaz con atención. Mientras éste seguía su narración, su imaginación le representaba cuadros de un mundo extraño en el cual él luchaba con dioses sedientos de sangre. Veía en aquellas ruinas una ciudad populosa y floreciente que él podía conquistar para echarla ante el escabel donde apoyaba los pies su señor don Carlos.

Después de esto, Cortés siguió caminando lentamente y observó a sus soldados. Se estaban ejercitando en el arte de la guerra. Ahora hasta los más bisoños habían aprendido ya a conocer los toques de los cuernos; los jinetes realizaban con maestría los ataques a lanza y los sirvientes de las piezas sabían ya servirse bien de los cañones. Mientras se ejercitaban, a su alrededor, estaban observándolos casi todo el día los habitantes de la isla. Las muchachas tenían la vista fija en los que habían sido sus esposos de un día y de los cuales se decían las unas a las otras: "Esos dioses blancos nunca están cansados… » Las mujeres casadas evitaban el lecho de sus esposos fríos y macilentos, soñando en los brazos ardientes y maravillosos de aquellos extranjeros. Llegó la hora del descanso de mediodía. Los soldados se tendieron a la sombra de los áloes y Cortés se retiró a su tienda; mas cuando estaba ya en los umbrales del sueño, le despertó fuerte ruido y chillería. Cuando salió de la tienda, los soldados estaban todavía en el mar haciendo señas a tres largas canoas extraordinariamente hermosas y extrañas que se aproximaban cargadas de indígenas. Los habitantes de la isla dejaban escapar gritos de admiración, pero no corrían a tomar las armas y todos sus gestos eran pacíficos. Pronto estuvieron todos en el desembarcadero, y allí amarraron el bote a tierra y los guerreros desembarcaron. Tres avanzaron mientras los otros permanecían atrás.

Eran de elevada talla y robustos. Dos iban casi desnudos, pero con ricos adornos y una corona de plumas. El tercero era más delgado y su vestido más pobre; parecía estar más pálido que los otros. De pronto, comenzó este último a correr hacia Cortés y arrojósele a los pies. De su garganta salían gritos inarticulados que eran más bien sollozos que palabras; de pronto sonó su voz llena y lenguaje claro:

—Señor…, por vida de Dios… Aquí estoy…, castellano.

Cortés vio que el hombre tenía ojos azules; fue eso lo primero que le sorprendió, pues su tez morena no correspondía a unos ojos claros…, y sus palabras, mezcladas con imprecisos sonidos guturales y barajadas con expresiones indias saliendo como si fueran recuerdo de una remota época de su niñez. El hombre, como el último de los esclavos de Cortés, seguía echado a sus pies; su color era igual que el cobre.

—¿Quién eres, hombre?

Cortés lo tomó con sus robustas manos por los hombros, levantólo del suelo y, mirándole fijamente a los ojos, le repitió:

—¿Quién eres tú, hombre?

El hombre escuchó con atención aquellas palabras, como queriendo reconstruir con las mismas una idea, un pensamiento…, y después rompió en palabras inseguras y entrecortadas:

—Aguilar; así me llamo… Jerónimo Aguilar… fui clérigo… órdenes menores…, no salen las palabras. Pasaron desde entonces trece primaveras. Yo, esclavo en el campo… He visto escritos… Llegué retrasado a mi señor… El buque había partido. Detrás de él, a lo largo de la costa. Llegamos a la isla Cozumel…, vimos muchas velas blancas; así llegamos, y vi muchos buques navegando hacia la costa… Ya apenas sé hablar… "Cristo, el Señor, me ha ayudado." Alrededor se había hecho un silencio absoluto. Los soldados y los capitanes habían formado círculo; ninguno se movía; en los ojos de aquellos hombres se leía satisfacción y horror a un tiempo… Sus manos, quemadas por el sol y el humo, eran oscuras; sus caras eran secas, como ascéticas, pero en sus ojos fuertes había lágrimas…

Cortés abrazó al hombre, y al hacerlo se estremeció de alegría. Estaba indudablemente en el camino de Dios; era un criado elegido por el Altísimo. Dios había querido que sus buques fondeasen en la bahía de Cozumel y que allí fuera a encontrarle, después de una larga travesía en canoa, jerónimo Aguilar, el hijo de aquella buena mujer de Cuba.

Los hombres que le acompañaban esperaban rígidos lo que había de venir. Aguilar volvióse hacia ellos y les dirigió unas palabras cortas y desconocidas; igualmente hizo con los hombres que llevaban la corona de plumas. Hablaba con ellos, como ellos hablaban con él… Inclinábase ante cada uno hasta tocar el suelo con la frente; los otros le ponían la mano en el hombro. Esperaban el rescate.

Cortés buscó algunos adornos y objetos pequeños y brillantes, recogió algunos cuchillos españoles con su vaina y se los dio a los indios. Entretanto, Aguilar fue conducido dando tumbos aún, casi inconsciente y sollozando, a la tienda. Sobre el camastro estaba colgado un crucifijo. Aguilar se postró ante él a la manera de los indios, tocando la tierra con la frente. Al momento le llevaron allí vestidos; le fueron quitadas sus telas de algodón y sustituidas por camisa, jubón de cuero y calzas de soldado. La gente era feliz ofreciéndole algunos pequeños regalos: un gorro, un puñal, un par de guantes… Solamente con los zapatos hubo alguna dificultad; los desnudos pies de Aguilar no podían soportar calzado alguno, excepto unas sandalias de cuero sin curtir. Pronto, con sus nuevos vestidos, quedó transformado en otro hombre. El padre Olmedo, entonces, le hizo hacer examen de conciencia.

—Sí, hermano. ¿Perteneciste alguna vez a alguna orden religiosa?

—Hice votos menores…, no era todavía sacerdote. Hace muchos años…, más de diez… Yo ya no sé … Fui arrastrado con el bote… Todos quedamos en la esclavitud… , todos… todos.

—¿Qué fue de ellos?

—Uno vive todavía. Guerrero… No quiso venir… Tiene esposa, hijos… es cacique de su tierra… el fue la causa de mi retraso… se trataba de su salvación eterna… se ha convertido en indio… Los demás todos murieron… sacrificados, todos fueron sacrificados… y devorados…

Reinaba un silencio solemne. De eso solamente había hablado hasta entonces Ordaz… De piedras manchadas de sangre, de imágenes en las que se veían corazones humanos arrancados en vida del cuerpo…, pero eso eran sólo pinturas, y en cuanto a la sangre, podía ser muy bien procedente de animales… Además, era algo lejano como un cuento. Ahora, empero, era un hombre quien lo refería temblando. Habían sido comidos seres humanos… Los más temerosos dieron un paso atrás. Los soldados sintieron un escalofrío por la espalda… Por primera vez desde la partida parecían despertarse temores… Se trataba de algo terrible. Había hombres que se comían a los otros. Cortés dominó sus nervios.

—¿Y tú?

Era aquel hombre tan miserable, su lenguaje tan primitivo, que a Cortés le resultaba difícil el tratamiento de "vuestra merced", como correspondía a hidalgos y hombres de mayor categoría; así que le dijo

como lo hubiera hecho al hablar a un soldado o a un villano.

Aguilar iba adquiriendo cierta soltura en el habla; parecía ir cazando las palabras que necesitaba; despertaba nuevos recuerdos y su excitación se calmaba. Un marinero le presentó una copa de vino. Lo probó y la dejó seguidamente a un lado. Sus vestidos le molestaban ya menos y su narración era cada vez menos fragmentaria y entrecortada.

—Los hombres íbamos en un bote. No sé dónde fueron a parar las otras embarcaciones. Mi madre viajaba conmigo. Nos proponíamos ir a Jamaica. Eramos diez pasajeros. Guerrero y yo fuimos llevados a la misma casa: la de un cacique. Los demás fueron repartidos; se les cebó y más adelante fueron devorados. A nosotros se nos perdonó; no sabemos por qué. Les dimos compasión a las mujeres. Guerrero fue llevado a una danza; eligió a la hija de un jefe de aldea. Guerrero es un hombre fuerte, un verdadero marino. Con un garrote los atemorizó y le tomaron respeto. Tiene tres hijos. Ya nada sabe de Cristo. Lleva la jeta pintarrajeada y come todo el santo día. Ahora ya es jefe de una aldea. Hace que le saluden como a un alto personaje; pero no quiso venir con nosotros. Tiene su esposa y sus hijos allí. Y yo…, la hija de otro jefe de allí quiso que fuera suyo. Yo le dije que no, pues tengo votos hechos y entre ellos el de castidad. Entonces me encerraron en una jaula y me hicieron pasar hambre, pues era una grave ofensa rechazar a la hija del jefe. Esperé la muerte, me arrodillé y recé. Luego me sacaron de la jaula y me encerraron en una choza con muchachas; me querían tentar. ¡San Antonio! ¡San Antonio!, pensaba yo, a ti te sucedió algo parecido. Me arrodillé y recé. Entretanto llegó el cacique y me tomó por un loco. Era, por lo visto, bondadoso. Y me llevó a su casa como criado. Un buen hombre; no me pegaba y me daba bien de comer. Vigilaba siempre lo que yo hacía. Me enviaba a buscar agua o a recados en lugares lejanos. Ultimamente me mandó con un mensaje pintado para uno de los caciques que vivía a tres días de camino. Allí es donde oí hablar de que en la costa se habían visto unas grandes casas flotantes, pues así fueron descritos vuestros buques, y de esta manera pudimos saber que no lejos de nosotros vivían españoles. Yo recé y eso me sostuvo.

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