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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

El dios de la lluvia llora sobre Méjico (10 page)

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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"Hijita: eres más preciosa para mí que el más fino oro en polvo, más preciosa que las plumas de quetzal. Llevas mi sangre en tus venas y mi imagen en tus rasgos fisonómicos. Ya conoces las palabras de nuestros antepasados. La tristeza y la alegría van cogidas de la mano. Sabes tú ya muy bien que no hay dolor que no tenga un resabio de alegría. El señor nos regaló la risa y el sueño; nos dio alimentos y bebida y dispuso que de nuestra virilidad nacieran nuevas vidas. El es quien permite que no pensemos en la muerte en todo momento, sino que, y eso es un deber nuestro, llevemos nuestra vida, edifiquemos nuestras casas para tener así un techo sobre nuestras cabezas; que los hombres elijan una mujer que debe ser su compañera siempre junto a él. Las muchachas empero permanecen en su casa hasta que les llega la edad. Malinalli, tú provienes de grandes antepasados y eres pura y preciosa como la piedra de jade o el zafiro azul. Ahora ya no eres una niña; por eso debes despedirte para siempre de jugar inocentemente a la pelota con tus amigas; has de renunciar ya a jugar con la arcilla y edificar con ella casitas y palacios y hacerte muñecas de barro cocido. Te has convertido en mujer, Malinalli, y debes pedir a la diosa que te haga fuerte y resistente. Has vivido siempre entre nosotros y nosotros te hemos guardado y protegido. Desde hoy tienes en ti algo de padre y de madre y debes ya cuidar de ti misma y saberte guardar de no manchar nunca jamás el recuerdo de tus padres. Debes reservarte ya, Malinalli, para tu futuro esposo que ha de ser del rango de jefe, a quien darás hijos, y después de mí será el único y legítimo señor y amo de ti y de tu vida… " Mandaba la costumbre que, una vez terminado el discurso del padre, fuese trinchado el pavo. Los invitados sentábanse en los escabeles hechos de tronco de árbol, mientras las esclavas servían los manjares destinados a la fiesta; sobre la mesa se ponían unas cestas de preciosas plumas trenzadas y que contenían tortas de maíz; servíanse pescados aderezados con huesos de cereza molidos. Se saboreaba al maíz tierno. Aparecían también grandes ollas de piedra que contenían sopa de caldo de gallina. Las muchachas se servían empanadas en sus platos; estas empanadas estaban confeccionadas con carne, pimienta roja, calabaza y hojas de tomate. Se bebía cacao preparado con miel, vainilla y otras especies. Cuando los convidados habían bebido ya el espumoso y caliente cacao, levantóse de su asiento la madrastra de Malinalli y también ella dirigió a la muchacha un discurso al modo tradicional que la costumbre exigía fuese pronunciado con los ojos bajos y con el ritmo monótono de las oraciones:

"Hijita mía: Sé que en tu corazón han quedado guardadas las palabras que te ha dirigido tu padre; son, en verdad, palabras hermosas y valiosas como joyas. Graba en tu memoria, pues, tales palabras; pero haz también lo mismo con las mías; pues también las tendrás que repetir un día a las hijas que El te dará para que las críes y eduques. Es cierto que no te he llevado en mi seno; pero sí te he mecido en mi regazo cuando tú no tenías madre. Ahora, Malinalli, ya no eres una niña. Ha llegado el tiempo de que te des cuenta de que eres la hija de un jefe y así habrás de hoy en adelante de comportarte como a tu rango corresponde. Cuando vayas a lo largo de las calles y caminos, no lleves la cabeza alta, pues si tal hicieses se diría que no te hemos educado como correspondía. Recuerda que jamás han de poder leerse en los rasgos de tu rostro las tormentas que agiten tu alma. Anda siempre serena y tranquila; no rías nunca sin motivo y no vayas cabizbaja. No debes escuchar ni entender las toscas palabras de las gentes bajas; pues tales expresiones no servirían para tu edificación, Malinalli. No pongas afeites en tu rostro, sino para la fiesta de tu diosa; no aparezcas ante los hombres con tus mejillas pintarrajeadas, pues eso queda para las malas mujeres que son todo falsedad y con las que en modo alguno debes de tener la menor semejanza… Conserva, dulce palomita, tu virginidad y no dejes aproximar a ti hombre alguno; pues debes saber que sin ella nunca ganarás el afecto sincero de tu señor, al no ser él el primero que haya compartido contigo la esterilla en la que te acuestes. Debes respetar a tu señor y guardarle fidelidad, pues la mujer que rompe ese lazo debe morir… Ahora aún nos tienes contigo en esta casa, palomita, para vigilar y cuidar tus pasos con nuestra experiencia. Así, pues, deberás vivir bien y alegre en este mundo y recordar siempre que eres hija de Puerta Florida, vástago de grandes nobles antepasados cuya memoria no debes jamás manchar. Y para que todos estos deseos puedan ser cumplidos póstrate ante la diosa Xilon, y reza…" Inclinóse la muchacha, según costumbre establecida, primeramente ante el padre y después ante la madre; en muestra de devoción había de escarbar la tierra ante ellos y abrazarles los pies; pero en modo alguno le estaba permitido en tal solemnidad dirigirles la palabra. Debía ser igualmente humilde ante los demás al despedirse, pues todos los invitados marchábanse seguidamente para asistir a la danza. Quedaron solos. Malinalli sacudió la cabeza haciendo entremezclar con ello las flores de la guirnalda que adornaba su cabeza con la negrura de sus cabellos. Después del largo ayuno, sus mejillas habían quedado un poco pálidas. Quitóse la capa que había usado para el ceremonial y quedó vistiendo solamente una ligera túnica o camisa de algodón sin mangas. Su cuerpo, casi aún de niña, recordaba ahora la figura del joven dios jaguar que se veía pintado en la pared del templo en lucha con las serpientes. Los padres despidieron a los invitados ante la puerta de la casa. La muchacha quedó sola; había terminado el ayuno. Ahora era ya apta para casarse como lo eran las muchachas que habían alcanzado su edad. Miró a su alrededor; en el pebetero se había quemado toda la resina de copal; en el aire quedaban aún azules vedijas de aromático humo que parecían enredarse entre las flores y las cestas de frutas. El cuerpo de la muchacha vibraba de intranquilidad; inspiró el aire y gozó de aquel aroma embriagador y turbador. De pronto se sintió ligera y animada como si hubiese bebido una buena cantidad de pulque. Y así, comenzó a bailar…

Lejos, junto al templo al borde del bosque retumbaban de nuevo los tambores. La diosa había llegado; no era ya la novia suave y vaporosa, sino triunfante ya, encendida, febril, como si acabase de abandonar el lecho de su amado. En esta noche, en esta única fiesta del año, estaba permitido que tomaran parte esas mujeres que noche tras noche vendían su cuerpo. Ahora podían salir de sus cabañas situadas al extremo de la ciudad; venían todas con altos peinados y un pequeño espejito de cobre en la mano. Desde las primeras horas de la mañana se habían preparado para la fiesta. Habían comenzado por bañarse; habíanse untado el rostro con aromático aceite y sobre sus mejillas habían extendido profusamente el colorete. Llevaban teñidos de púrpura los labios que habían frotado con cochinilla. Llevaban algunas el pelo partido formando dos pequeños cuernos o nudos detrás de ambas orejas. Iban mascando hierbas aromáticas para perfumarse de frescor su aliento. Algunas mujeres les ofrecían flores en grandes cestas y ellas elegían una para adorno de su vestido. Junto a algunas veíanse vasijas conteniendo hongos cocidos en miel. Su virtud excitante y embriagadora estaba destinada a abrir el paraíso del amor. Hoy ciertamente estaban hermosas, atractivas. Hoy era el día de las hetairas; podían en tal ocasión lucir sus capas de colores abigarrados y bordadas de flores extrañas.

Al caer el día era llegada su hora. Llevaban entonces sus ofrendas a la diosa. En sus manos llevaban un pequeño incensario donde ardía el copal, formando una roja mancha en la cazoleta; la espiral de humo denso envolvía a la imagen de la diosa. Tenía ésta los dientes apretados y los adornos de la cabeza velaban su rostro; solamente quedaba al descubierto su boca, plegada en cruel sonrisa, como dirigida a aquellas mujeres que se postraban a sus pies. Las manos de aquellas venales mozas resbalaban sobre las caderas del ídolo y se las oía llorar y quejarse por su infecundidad, y sus lamentos que parecían hacer oscilar conmoviendo aquella figura pétrea.

En esta ocasión no se apartaban a su paso las gentes de la ciudad como hacían en los demás días del año, sino que ahora formaban corro para ver aquella dolorosa danza de las cortesanas.

Malinalli debía en este día por primera vez acudir a la fiesta con sus vestiduras de muchacha núbil, de mujer ya.

En este día de fiesta eran todas las mujeres como hermanas. Las cortesanas pensaban con tristeza en el día siguiente en que habrían de volver a sus guaridas infectas e incómodas…

Malinalli había oído hablar más de una vez de la triste suerte de esas siervas inferiores de la diosa Xilon. Ahora, sin embargo, contemplaba con ojos abiertos de curiosidad a esas mujeres impuras y daba gracias a la diosa de haber nacido hija de un jefe y guerrero y de que así nunca habría de contarse entre el número de esas desgraciadas muchachas.

La luz de las antorchas parecía despertar el bosque; las aves asustadas alzaban su vuelo buscando a sus compañeras y mezclándose los rumores de aleteos con sus cantos y otros ruidos. Con motivo de la fiesta, estaban en suspenso todas las prohibiciones. El aguardiente de áloe, bebida sólo permitida a los guerreros o a los hombres sujetos a trabajos muy penosos, corría ahora de mano en mano en gigantescos jarros de tierra vidriada adornados con cabezas de ídolo; y a ellos se arrimaban incluso los ansiosos labios de las muchachas más jóvenes. Hormigueaba ruidosamente la multitud en la explanada frente al templo y hasta los centinelas del borde del bosque descuidaban la vigilancia. Todas las tribus de los alrededores sabían que hoy en Painala se habían abierto las flores y que la diosa con su ardiente aliento encendía los cuerpos de las muchachas. Era la fiesta de la paz y de la amistad.

Las fronteras estaban sin guardar y así pudo aproximarse sin ser notada la perdición de todos.

En medio de la plaza, delante del templo, los hombres bailaban la danza del bosque y con sus movimientos remedaban el rítmico batir de alas de las aves en su danza de amor. Por los aires, plumas verdes y rojas dejaban brillar sus vivos colores. Las manos se juntaban dando rítmicas palmadas y, debido a eso, nadie pudo oír otros ruidos que se acercaban. Las muchachas con guirnaldas de flores se habían despojado de sus capas y llevaban ya tan sólo su ligera y corta túnica. Como ebrias se abandonaban al jolgorio. Y entretanto las gentes que estaban más allá de su círculo ensordecedor, vieron cómo la fatalidad se aproximaba sin que fuerza humana pudiera desviarla.

Aparecieron de improviso cuatro heraldos agitando sus abanicos de plumas al extremo de largos bastones; al sacudirlos producían un extraño y fuerte ruido. Aquellos que sabían el significado no ignoraban que debían postrarse inmediatamente poniendo la cara contra el suelo. Aquella especie de carracas eran símbolo del lejano Señor inmensamente poderoso, dominador de todo el Tenochtitlán, y cuyos enviados se presentaban de tal manera. Las gentes quedaron esperando con la cabeza baja, atemorizadas de que las olas de una lejana tormenta de furor llegasen ahora hasta aquí. Aquellos hombres con rostros herméticos seguían sacudiendo el símbolo de aquel temido poder. Venían detrás dos literas de varas doradas y adornadas ricamente con plumas y alas de pájaros. Desde ellas rígidos rostros de ídolo miraban a aquella multitud atemorizada. Nada tenían de humano aquellas caras. Estos sacerdotes parecían casi ídolos petrificados, como las figuras talladas ante las que ofrecían el misterioso sacrificio de la sangre.

Los enviados, inmóviles como muertos dentro de sus literas, no hicieron la menor inclinación ni reverencia ante la santidad de la diosa, como lo exigía la cortesía usual entre las diferentes tribus. A su parecer, se trataba de un pueblo de esclavos que danzaba alrededor de un grosero ídolo de los bosques cuyo nombre no figuraba entre los días de fiesta dedicados a los dioses conocidos. Reinó un largo silencio, tan profundo, que hubiera sido posible oír el ruido del vuelo de un ave o de los lloriqueos de un niño. Sólo los incensarios abandonados seguían humeando y envolvían en volutas azules el rostro rígido de la diosa. Del rostro cruel de aquella imagen ya no se veía más que su sonrisa secular, helada y como muerta. Fue el intérprete quien comenzó a hablar en nombre de los enviados. Estos le hacían sólo algunas pequeñas indicaciones que por lo demás no eran inteligibles por los que les rodeaban, pues ambos empleaban el lenguaje secreto de los sacerdotes y de la corte, una lengua que se hablaba en el palacio de Tenochtitlán y era usada también por el Terrible Señor cuando durante el sacrificio se aconsejaba con los espíritus de sus antepasados que habían ascendido ya a la categoría de dioses. El intérprete tomó en sus manos una hoja de pita enrollada. En este momento se agitaron de nuevo aquella especie de abanicos sonoros y con su movimiento anunciaron que de la boca de los enviados salían las palabras de aquel Gran Señor. En la forma corriente usada por los recaudadores de contribuciones, se enumeraba en lo que debían contribuir los habitantes de la provincia en algodón, cacao y copal. Después, hizo el intérprete una corta pausa y levantó más la voz, que se hizo también más solemne:

"Sabed, habitantes de este país, que el inmensamente poderoso Señor se prepara para una grande expedición. Llega su ruta hasta las tribus de la costa del Sur, a las que con mano armada va a obligar al servicio y obediencia de sus dioses. Todos sabéis que toda victoria está en manos del dios de la guerra Huitzlipochtli y que éste sonríe pocas veces al que conduce sus ejércitos a la guerra. Para lograrlo hay que ofrecerle en sacrificio muchos, muchos corazones; la sangre ha de formar arroyuelos y lagunas para que él dispense su gracia. Por eso os quiere hablar el Gran Señor por nuestra boca. Fue siempre condescendiente y benévolo con vosotros, y no tomó víctimas para el sacrificio. Hasta ahora el Terrible Señor no se preocupó de vosotros, porque sus huestes volvían todos los años victoriosas y cargadas de botín. Pero ahora cree llegado ya el tiempo de poner a prueba vuestra fidelidad. Por eso, habitantes de Painala, oíd lo que el Gran Soberano exige además de las contribuciones… "

Tres jefes avanzaron con la espalda encorvada, respetuosamente, diciendo:

—Altos señores: Os damos parte de los frutos de la tierra, de lo que las manos laboriosas de nuestro pueblo construye o forma y de lo que nos producen los montes y los bosques. Ahora bien, sabéis muy bien que nosotros sólo ofrecemos el sacrificio del corazón palpitante en las grandes y señaladas fiestas y que honramos a los dioses del poderoso Tenochtitlán así como a los de nuestras tribus preferentemente con flores, sahumerios y oraciones. No podéis exigir de nosotros…

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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