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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

El dios de la lluvia llora sobre Méjico (12 page)

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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—Llora por tu hija que hoy ha celebrado su fiesta; no lleves luto por ella, pues ha sido llamada por el dios de la guerra.

El viejo no se levantó de un salto ni se arrojó contra ellos; no comenzó a dar alaridos de dolor como las madres que con sus gritos perforaban el silencio de la noche, sino que se inclinó ante la voluntad del Gran Señor y con su mano señaló la muchacha muerta, medio cubierta de flores, iluminada por la llama oscilante de las lámparas mortuorias. Después condujo a los hombres armados, sin derramar una lágrima, ante el cadáver; escupió sangre y saliva antes de hablar, pues en su luto se había herido en la lengua con una espina del árbol llamado magüey, como era ley para los padres en tal caso. Después levantó ambos brazos hacia arriba y con voz atormentada dijo solamente:

—¡Demasiado pronto ha sido llamada Malinalli!

Tercera parte

El Dorado

1

—Alvarado viene con su gente, señor.

El contable de la flotilla arrojó el agusanado pan que acababa de mostrar al capitán general. Apartó el paje la cortina que cubría la puerta de la tienda, y en la tamizada y suave luz rompió de pronto la luz vivísima del exterior, donde durante la noche había sido establecido el campamento junto al muelle. Alegres muchachas se apretujaban con los marineros. Los vendedores ambulantes ofrecían sus baratijas; todos se dedicaban allí a los trueques y cambios. Alrededor miraban embobados algunos adolescentes que, turbados por su sed de aventuras, iban y venían por cerca de la oficina de enganche.

Sobre el papel se iban escribiendo los párrafos y cláusulas. El rojo y calvo naviero insistía en percibir la mitad de los beneficios que le correspondían; el notario de Trinidad se había manchado de tinta hasta los codos, cuando de nuevo la voz del paje sonó clara y aguda:

—¡El señor Alvarado llega… !

Por vez primera se encontraban uno frente al otro en la tienda. El inquieto y célebre caballero de Cuba, el noble señor Pedro de Alvarado, estaba allí. El sol era como fuego y al caer sobre la cabellera de don Pedro la llenaba de extraños y dorados reflejos. Parecía Aquiles según le representaban los antiguos; su jubón de cuero se abombaba sobre su pecho poderoso. Quitóse la capa colorada, dejando ver así una cadena, con piedras preciosas de diferentes colores, colgada alrededor del cuello. Llevaba vestido negro a la usanza española. Todo en él tenía aspecto guerrero y al mismo tiempo elegante y fastuoso.

Don Pedro hizo una profunda inclinación. Posiblemente había aprendido sus cortesías de algún cómico ambulante. Desciñóse la espada y la colocó a los pies de Cortés, quien la recogió.

—Este acero, noble señor, debe de haber dado más de un bravo golpe…

Jugueteó con el arma, la blandió en el aire. Pasó después su dedo a lo largo de la estría de la hoja como si quisiera leer la leyenda enmohecida.

Alvarado plegó los labios en una incipiente sonrisa; su mirada de general vencedor se paseó mirando a sus acompañantes; los llamó entonces con una seña y aproximándose a Cortés le presentó a sus capitanes.

—Aquí está el señor Montejo, que ya estuvo en aquellas tierras al mando de Grijalva. Este caballero es Diego de Ordaz, vigoroso e inteligente capitán. Ved aquí al señor Cristóbal de Olid, fuerte como un oso, que sólo a regañadientes desguarnece sus espaldas.

—¿Se las marcaron en las galeras?

—Así dicen los rumores… Vuestra merced podrá usar de él corno una excelente arma. Sin embargo, a veces es preciso volverle a la vaina, pues de otro modo estaría incesantemente repartiendo golpes. Estos dos caballeros os han sido ya anunciados por escrito: el señor de Puertocarrero, heredero de un título de conde en nuestra vieja patria…, y el señor Velázquez de León, pariente del gobernador. Por último, viene conmigo un joven, avaro de palabras, inteligente, magnífico jinete, posiblemente el mejor de toda Cuba. Vale bien por un capitán y se llama Gonzalo de Sandoval.

—¿Cómo es, don Pedro, que todos acudisteis a mi llamada?

—Muchos de nosotros estuvimos ya allí con Grijalva o con Córdoba. Otros creen que El Dorado está a un tiro de piedra de aquí, a lo sumo a dos días de viaje. Nosotros nos sonreírnos al oír eso, pues cambiamos ya oro a las órdenes de Grijalva…

—Conocen vuestras mercedes las fatigas de tales viajes. ¿Qué los incita a tomar parte en esta nueva aventura?

—Tengo aquí un pedazo de tierra pantanosa y un puñado de escuálidos indios. ¿Debo estar aquí haciéndoles escarbar el terreno y oyendo continuamente sus gemidos? Allí el mundo es diferente, más amplio que aquí, los hombres valen también más; no es fácil tumbarlos de un solo puñetazo ni es suficiente, para embriagarlos, un vaso de aguardiente; son hombres que saben perseguir a un soldado con su lanza si éste se ha atrevido a mirar a alguna de sus mujeres.

—¿Sería posible llegar a entenderse con ellos?

—Por medio de signos; nada se logra usando la lengua cubana; pero, si no me equivoco, vos tenéis aquel joven a quien, junto con otro, Grijalva recogió en la costa.

—Sí, le tengo conmigo por autorización del señor Velázquez.

—Se dice, y tal vez sea eso un simple rumor sin fundamento, que el Gobierno ha cambiado sus intenciones con respecto a vos.

—Quisiera hablar con vos, don Pedro, algunas palabras reservadamente. Entremos en mi tienda.

En el mar se balanceaban suavemente los buques fondeados en la bahía; todo era hermoso y deliciosamente triste en este momento. "Vayamos a mi tienda", había dicho el jefe…

—Sabed, don Pedro, que de día en día fui viendo con más claridad que la hidra amenazaba devorarme; de ello me informaban además mis fieles amigos. En Cuba el viento rola rápidamente. Ahora bien; el señor Velázquez estaba secreteando sin cesar y observaba cómo yo equipaba y armaba cada vez mejor los buques que él tenía intención de poner en manos de su sobrino, el señor Narváez. Yo estaba enterado de todo. Sabía incluso que el domingo, después de la misa, haría llamarme a la Cancillería para comunicarme que había cambiado sus planes. Y en la antesala debían estar algunos alabarderos por si yo no me contentaba con defender mis derechos solamente de palabra. El jueves por la noche no había luna. Después de medianoche mis amigos y mis soldados hablaron con la gente. "Tomad vuestras armas y seguidme ", tal era la consigna. Al llegar el alba estábamos todos en cubierta, y entonces, con todo sigilo, hice levar anclas… Estábamos en alta mar ya cuando despertaron al gobernador para decirle: "Cortés ha huido." Yo le vi cómo corría al puerto, vestido de cualquier manera. Rugía y amenazaba mientras mis gentes le saludaban burlonamente desde cubierta. Pero yo no quise dejar así las cosas. No podía ciertamente esperar gracia de él, pero tampoco quería comportarme como un vagabundo cualquiera; por eso mandé destacar una chalupa y marché hacia la costa; todos me observaban con asombro. Cuando estuve a un tiro de flecha de los muelles, la puse al pairo. "Hice una cortesía y dije:

"—Soy humilde criado de Vuestra Excelencia y le manifiesto que todo se ha realizado para mejor provecho y honor de la Corona. Por amor de Cristo os suplico clemencia.

"Eso dije yo. Debía decirlo, pues nadie me había privado de mi cargo. Llevaba conmigo el documento debidamente sellado y firmado por el que se me confería el mando. En él puede vuestra merced ver el
placet
de los padres de San jerónimo, de Santo Domingo. Así, pues, yo no partí de allí ni he arribado a Trinidad como un bucanero o un sedicioso…

—Paréceme que vuestra merced difícilmente podía obrar de mejor manera. Las viejas gruñonas pueden andar dando vueltas a sus papeles. Un hombre echa por el camino recto. Si me es dado exponeros mi plan, navegad a lo largo de la costa, incorporad a vuestras tropas a todos los que se ofrezcan. Entretanto, yo conduciré la flota a La Habana.

La pequeña cabeza del comandante de La Habana agitóse cuando desdobló la orden del gobernador Velázquez; en ella se le mandaba poner bajo grillos al sedicioso Hernán Cortés y enviarle así a Santiago. Era el comandante un viejo colono; en su juventud había servido en el ejército de Italia a las órdenes del Gran Capitán.

"Pretendéis —dijo para sí— lograr a fuerza de plegarias que una flecha disparada vuelva mágicamente a su carcaj."

Al comienzo se va una expedición solamente por el suelo; después los soldados no la abandonarían por ningún precio. Eso pensaba el comandante. Después tomó su pluma de ave y suplicó por escrito al gobernador se sirviera indicarle el modo y manera de la mejor ejecución de su orden. Cuando el correo a caballo había partido ya para llevar el escrito, se le anunció al comandante que don Hernán Cortés, capitán general de la Armada, deseaba presentar sus respetos al señor comandante de la plaza.

—Señor: Recibí hace unos instantes una orden de Su Excelencia el gobernador Velázquez que concierne a vuestra merced. Como quiera que encontrara en ella algo cuyo sentido no acerté a ver claro, y como además en su forma se apartaba de las reglas generalmente seguidas, envié un emisario, suplicando que el señor gobernador tuviera a bien darme instrucciones por medio de una nueva orden, en la forma acostumbrada.

—¿Cómo puedo agradecer a vuestra merced tan cordial benevolencia?

—Todo lo que vuestra gente consuma aquí ha de ser pagado; no hay saqueo posible en La Habana. Vuestros soldados no pueden acercarse a una mujer honrada y habrán de contentarse con lo que encuentren en las tabernas. ¿Nos entendemos, señor capitán general? Así es como me lo podéis agradecer.

Faltaban ya pocos días para la partida. Cerca de La Habana, en el cabo San Antonio, se encontraba el Cuartel General en una gran pradera. Allí procuraba Hernán Cortés adiestrar a sus gentes para poder formar con ellas un ejército. Al contemplar aquellos hombres se le encogía el corazón. ¿Con esa gente debía marchar contra los enemigos? Veía allí rugosos veteranos, chusma de conventos, monjes huidos, antiguos galeotes, mozalbetes presumidos… y entre ellos, aquí y allí, algún hidalgo y algún soldado de verdad, probado ya en las batallas. Una mañana pasaba revista a sus huestes y sintió un desfallecimiento. En el ala derecha, el guerrero Mesa con diez culebrinas y cuatro falconetes; detrás veíanse dieciséis jinetes con su armadura completa. El maestro de música, Ortiz, hizo sonar los cuernos, avanzaron los veteranos y mostraron a los bisoños cómo había sido el orden de combate allá en Italia bajo el mando del Gran Capitán. Cortés, montado en su caballo, llevaba el sombrero de plumas y su corazón de plata forjada que brillaba a la luz del sol. Por unos momentos creyó oír la voz, ya lejana en el tiempo, del humanista Lebrija, que decía: "Hijitos, no puede cualquiera mandar legiones…, no puede cualquiera ser un Julio César."

Dio la orden, sonaron las trompetas y catorce compañías desfilaron con banderas desplegadas ante él. Detrás marchaban los indios arrastrando las gruesas piezas de la artillería. Venían después los jinetes con sus lanzas empavesadas; luego, los mosqueteros y ballesteros. La mayor parte de los soldados llevaban peto, formado por almohadilla dura de algodón, y casco no en buen estado, pero todos llevaban su armamento en orden.

Cuando llegaron no eran más que una horda de bandidos, En aquel entonces los españoles eran los mejores soldados del mundo y sus lanceros eran maestros insuperables en el arte de la guerra. Los capitanes estaban junto a Cortés. Ordaz, sobrio y vestido de negro, movía la cabeza. ¡Verdaderos soldados!

Cortés llegó hasta el extremo de la isla. Más allá del cabo de San Antonio, su vista se perdía en la inmensidad azul. Allí estaba el océano envuelto en sus misterios lejanos. El padre franciscano Olmedo, hombre enjuto de carnes y bondadoso de alma, era el capellán de la expedición y había comenzado ya sus exhortaciones. Cuando terminaron éstas, sintió Cortés que la sangre le subía a la cabeza. Pensó en los legendarios héroes con sus águilas imperiales forjadas en bronce… Y de sus labios salieron estas palabras en bello y armonioso español:

—Soldados: estáis ante mí. ¿Por qué no preguntáis adónde os conduzco? No me lo preguntáis, pero yo os contesto. El camino que hemos de seguir no es un camino fácil. Pero ante vosotros se extiende un mundo desconocido y creo que vuestros nietos estarán un día orgullosos de que sus antepasados lucharan en nuestras filas. Sabéis que solamente somos quinientos cincuenta; ya habéis visto los catorce cañones y los dieciséis caballos. Con este menguado ejército os quiero conducir, sin embargo, a un país junto al cual son miserables y mezquinas todas las tierras que hasta ahora conocemos del Nuevo Mundo. Pero os equivocáis, españoles, si creéis que os han de ser regaladas todas las alegrías que ha de proporcionar ese hermoso y nuevo país. Cada uno de vosotros habrá de realizar grandes hazañas en las que habrá de poner toda su alma y su cuerpo. Quien quiere medir la tierra a palmos permanece siempre agachado sobre el fango. Sabéis que todos mis bienes están invertidos en esos buques, y, sin embargo, os digo que no los he considerado con ojos de traficante y mercader. No parto solamente para encontrar oro. Busco yo, ante todo, el verdadero oro del hombre digno, que es la gloria. También os pido eso a vosotros. Lo primero sed héroes, después os haré tan ricos como ninguno de vosotros hubiera podido jamás imaginar. Ya preveo que los pobres de corazón vacilarán al considerar y preguntarse si siendo tan cortos en número podremos realmente realizar grandes hazañas; mas yo os digo: quien crea que nuestra fuerza no es suficiente, piense que confiamos en Dios y sabemos que Nuestro Señor no abandonará nunca a esos españoles que luchan por su fe. Dios os ha de proteger con el escudo de su mano cuando seáis demasiado pocos y a vuestro alrededor haya más enemigos que tallos de hierba hay en esta pradera. Vosotros lleváis a esas tierras de tinieblas la verdadera luz del Evangelio. Vuestra fe será la verdadera en tanto no se oscurezca en vuestros ojos esa cruz, con cuyo signo hoy los españoles marchamos contra el enemigo.

Era el día dieciocho de febrero de 1519 cuando las once pequeñas carabelas dijeron adiós a la isla de Cuba.

2

El primer timonel extendió el brazo:

—Ved allí en la lejanía, aquella raya azulada que parece como si el mar hubiera subido…, es la isla Cozumel… Los viejos que ya habían estado antes allí alargaron la cabeza, que les hervía ahora a fuerza de recuerdos. Los presagios, buenos o malos, saltaban alrededor del buque como si fueran delfines.

Caía la tarde; aquel día no se aproximarían más a la costa. En la cofa fue izado un fanal de color. Cada uno de los buques debía aproximarse lentamente a la capitana. Así quedaron en el silencio y la oscuridad de la noche; de buque en buque, las canciones parecían volar como aves marinas.

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