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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

El dios de la lluvia llora sobre Méjico (5 page)

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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Cortés fue presentado primero a las damas y después a un padre dominico muy alto y enjuto de carnes.

—El padre Bartolomé de las Casas —le dijeron— era ya en el Viejo Mundo un buen amigo de nuestra casa. Es el primer sacerdote que fue consagrado para su venerable cargo en La Española. Y en lo que yo sé, también estudió en Salamanca, donde adquirió su sabiduría.

—Me hace feliz, padre, el conoceros. Faltóme a mí el necesario celo para penetrar profundamente en el estudio de las ciencias. De todas formas, la jurisprudencia no había aquí, en las plantaciones, de serme muy útil.

—Mi señor Cortés, ved cómo las damas esperan con impaciencia al caballero…

En un rincón estaban sentadas las muchachas, vestidas de hermosos colores y bebiendo a sorbos una helada y espumosa bebida de cacao. Cambiaban miradas tras las celosías de sus abanicos y oíanse palabras familiares que parecían venir todavía de la pequeña y ahora tan alejada ciudad natal. Eran esas encantadoras jóvenes las sobrinas del señor Velázquez: las señoritas Xuárez. Mientras Cortés charlaba con ellas, a sus oídos llegaban las palabras del padre dominico sonándole extrañamente la magnífica voz de bajo de aquel fraile. Todos, involuntariamente, escuchaban a de Las Casas, cuyo discurso sonaba a soliloquio en exquisito castellano en el salón.

—…y, como os decía, don Diego, una simple circunstancia casual ha hecho que me halle yo ahora aquí, en este círculo, vistiendo estos hábitos. Debo remontarme al tiempo en que mi señor padre vino a esta misma isla acompañando a Colón. Le acompañó en su segundo viaje, permaneció aquí durante largos años, y al volver a nuestra casa la familia de Las Casas no sufrió ya más privaciones. De su viaje me trajo un muchacho de color, como compañero de juego; era un joven indio de trece a catorce años. Tenía yo entonces no más de quince. Todos en casa mirábamos con natural curiosidad a aquel tímido y asustadizo muchacho, que vestía cuatro harapos que le habían dado los marineros de sus prendas de desecho; el muchacho tiritaba de frío… Al principio no quería permitir mi madre que aquel hereje penetrase en la casa; sin embargo, mi padre, sonriendo, le hizo poner de rodillas ante mí y llevó mi mano hasta ponerla en la boca del indio, diciendo a continuación: "

—Es tu esclavo, hijo.

"Yo me levanté y le miré. En Asturias nadie tenía esclavos, y por eso interrogué a mi padre.

"—Hijo mío, te pertenece como si fuera tu perro o tu caballo. Si le llegamos a bautizar, le darás un nombre. Ahora debes enseñarle nuestra habla y entonces podrá comprender que eres su amo y que incluso le puedes matar, si se te antoja. Aunque, naturalmente, debes tratarle conforme a la costumbre de un buen cristiano. "El joven indio comprendía que hablaban de él; tal vez durante el viaje había ya podido dar algún pequeño mordisco en el castellano. Mi madre estaba temerosa de tener que alimentar ahora una boca más; pero mí padre reía, pues había traído consigo de La Española un buen montón de oro. Resumiendo: el muchacho quedó en casa. Lo embutimos en un traje mío; fuese poco a poco acostumbrando al calzado, si bien le costó harto trabajo. Era una criatura buena y dulce, extraordinariamente adicta. Cada vez que me veía, me abrazaba y reía. Así pasó el verano. Allá por el otoño dijo mi padre que quería hacer de mí un hombre instruido, y que aquello que uno de nosotros con su limitada inteligencia no puede comprender, no está oculto, sin embargo, a uno de los
magisters
de Salamanca. Era el viejo hombre sencillo, por lo que yo sé, y tenía en grande aprecio a las gentes instruidas, aunque él sólo supiera mal trazar su propio nombre. Púseme en camino en compañía de mi criado indio, a quien había puesto ya el nombre de Camilo, cuando le bauticé. En tanto yo estaba en el Colegio, quedaba él en casa, en mi cuarto, ordenando los libros, contemplando las ilustraciones de mi libro de rezos o jugando solo. Todos los compañeros me tenían envidia a causa de Camilo y hasta un joven llamado Mendoza me ofreció por él, en cierta ocasión, un magnífico anillo con una turquesa. Yo contesté que Camilo no podía ser vendido. "Un día llegó una carta de mi padre. Me hablaba en ella de una Ley que ha poco había dictado la reina y en virtud de la cual las gentes que en el Nuevo Mundo vivían como herejes no podían ser sujetas a esclavitud y debían quedar libres en el mismo lugar en que se encontraban. «Preséntate, pues hijo

—escribía mi padre—, al corregidor y pon al joven Camilo a tu puerta para que vea cómo logra desenvolverse, si la reina tal cosa manda. ¡Lástima de los buenos doblones que por él pagué al capitán del buque! »

"Así, pues, nos vestimos y ambos fuimos a presencia del corregidor. Era mi criado el único indio que había en Salamanca. Le fue entregado un rotundo documento en el cual quedaba afirmada su libertad. Explicó el corregidor a Camilo que quedaba libre y que podía ir a donde mejor le pareciese.

"Cuando regresamos, Camilo temblaba de frío y tosía. En los últimos meses tenía siempre frío. Le di un poco de vino; pero su fiebre subió aquel día más. Y luego comenzó a hablar y a hablar como nunca había hecho antes. Decía el pobre muchacho que yo quería echarle, enviarle entre las caras pálidas. Le tranquilicé yo asegurándole que, en adelante, seguiría siendo mi criado, con la única diferencia de que ahora cobraría un salario. No comprendía eso y repetía de nuevo obstinadamente que yo quería echarle… Tosía y volvía a toser mientras hablaba y de su boca salieron algunas gotas de sangre.

"Por la noche estuvo delirando. Lo decía todo en español… y parecía brotar todo lo que hasta ahora había dormido en el fondo de su alma como un vago recuerdo. Estaba sentado junto a él y le escuchaba. Le oí entonces referir todo el terror que experimentó cuando los españoles por vez primera fueron vistos en la isla. Ese terror se lo había repetido a sí mismo en sus horas solitarias y vacías. Recordaba cómo los extranjeros aquellos cayeron como un alud con sus perros y caballos, cómo iban asesinando, prendiendo fuego a todo; cómo corrió la sangre. Buscaban los blancos oro y joyas, perseguían a los que huían y los arrojaban a las llamas… "Y fue en esta noche de delirio cuando yo comprendí por qué los españoles están tan callados cuando se arrodillan ante la Virgen de Guadalupe. Comprendí también de dónde mi padre había traído tanto oro. Me di cuenta de con qué dinero había podido ir yo a estudiar a Salamanca…, de dónde procedía, en fin, nuestro brusco cambio de fortuna.

"Camilo, en su delirio, refería cómo los soldados se habían arrojado sobre las desnudas muchachas y cómo de un tirón habían arrancado de sus orejas los zarcillos de oro. "Toda la noche estuve junto a Camilo; le envolvía la cabeza en toallas mojadas y pedía a Dios que calmase sus sufrimientos. Púlele una cruz entre las manos y llamé a un sacerdote, que trató de tomarle confesión; pero Camilo no entendía nada de eso, y de su garganta seguían saliendo gritos de terror. Y así, en mis brazos, resbaló hacia la Eternidad.

"Después que hubo sido enterrado, sostuve una conversación con un padre dominico. Expliquéle que ahora ya sabía yo de dónde procedía el dinero para pagar mis estudios, mi pensión y mi criado. El sacerdote, sencillo, quiso conducirme ante el prior, diciéndome que éste apaciguaría mi alma… Allí vestí estos hábitos y entre los dominicos terminé mis estudios y recibí el grado de doctor.

—¿Cuándo vinisteis por primera vez aquí, entre nosotros?

—Hace cuatro años. Quise ver con mis propios ojos lo que me había contado el pobre indio moribundo… y lo vi. Encontré aquí la escoria de la humanidad, hombres en los que se habían desencadenado todos los instintos animales. Uno era arrastrado hacia el asesinato; el otro se veía atraído por el deseo de esclavizar a los demás. Algunos se inclinaban por el libertinaje… Si los siete pecados capitales pudieran descomponerse cada uno en otros siete, no podrían todavía encerrar las maldades que aquí he visto. ¿Cómo queréis, pues, aparecer ante los indios? Ellos os han de ver como animales impuros, como seres repugnantes, horribles, sedientos de sangre, crueles por naturaleza… ¿Cómo queréis que se fíen de vosotros…? ¿Esperaríais que el tigre se amansase y se aproximara moviendo el rabo como un gato a lameros la mano? ¿Cómo podéis vos mismo, don Diego, tener la menor esperanza en la adhesión de aquel a cuyo hijo habéis matado a puntapiés, a quien vuestros soldados han arrancado de sus brazos al padre o la esposa…? Deseáis ser amados de ellos y que os saluden con el nombre puro de María… mientras vosotros, que aquí vinisteis con la Cruz, los perseguís con vuestros perros de caza.

—¿Por qué me habláis así, don Bartolomé? Yo me batí contra los moros y luché en Italia. Podéis contar mis heridas… Aquí administro mis bienes y cuido del orden. Yo nunca he quemado vivo, a Dios gracias, a ningún indio todavía…

—Vuestra merced es mejor que los otros y mis palabras no iban dirigidas ahora a vuestra merced. Y si yo ahora hablé así es porque entre nosotros hay un recién llegado… ¿Cómo se llama?

—Hernán Cortés, para serviros.

—Pues bien, don Hernando. Sois joven instruido. Yo os ruego, con las manos juntas, no olvidéis que todos somos criaturas de Dios, ya se trate de blancos, de negros o de rojos… Ante Dios todos somos criaturas y cada alma vale lo mismo. No creáis, sin embargo, que es ya suficiente el no hacer pedazos a ningún indio a dentelladas de vuestros perros. Deber vuestro es también el detener la mano de vuestro administrador, y aun también la de vuestro vecino, cuando veáis que se tiende en busca de la empuñadura del látigo. Pensad que estos infelices indios no están habituados al trabajo y no saben lo que es construir casas, ni roturar el terreno. No habían visto nunca cabras, vacas o carros. Si veis que vuestro prójimo trae arrastrando una de esas muchachas casi impúber aún, si veis cómo le arranca la camisa del cuerpo y le sujeta los brazos a la espalda; si veis que incluso a veces la atormenta hasta matarla… yo os ruego de rodillas, mi señor don Hernando, que no dejéis que eso suceda…

—Padre, yo no quiero enviar mi alma a los Infiernos. Y, sin embargo, decís muy bien. Aquí prospera la mala hierba del pecado con más pujanza que en lugar alguno y harían falta miles de manos para escardar esta tierra… La tentación acecha a cada paso… Pero, ¿por qué, me pregunto yo, permite Dios que esa tierra sea de los españoles, si nosotros no sembramos más que pena y dolor y con ello nos cerramos además las puertas del Cielo? ¿Es que Dios lo ha dispuesto así en sus misteriosos designios? ¿Es a cambio de que anunciemos el Evangelio y bauticemos a esas criaturas?

—¿Podéis creer, don Hernando, que ha de ser agradable a Dios el que hoy abraséis las carnes de un indio con vuestro hierro al rojo y mañana le refresquéis la frente con agua bendita? Diego Velázquez abrazó sonriendo a los que así hablaban.

—El padre Las Casas tendrá mañana tiempo de convertir a nuestro nuevo huésped; trabajo tiene el Padre entre nosotros todos los días… Pero las damas están ahora esperando otra cosa… Están ansiosas de oír las costumbres y los usos nuevos ahora en boga en nuestra patria.

Los abanicos se abrían y cerraban, como si fueran mariposas que revoloteasen alegres. El aire de la noche había refrescado, como si quisiera traer un poco de alivio a los hombres y a las plantas del jardín. Todos llenaban sus pulmones y lo respiraban con delicia.

Pasaron a una galería descubierta donde los criados habían dispuesto la mesa. El señor de la casa pidió vino para los caballeros y a las damas se les sirvieron sorbetes. Todo era aquí diferente de la lejana patria. Allí crecen los plateados olivos y maduran las aromáticas naranjas; los jardines están bien recortados y rodeados de seto… Aquí, en una noche crecían arbustos gigantescos; los cactos levantaban sus siluetas amenazadoras hacia lo alto. Las palmeras parecían abanicarse las unas a las otras. Bajo los helechos crecían tal vez las plantas venenosas o se movían serpientes y escarabajos entre una hojarasca oculta casi a la luz del sol. Y no lejos, a un tiro de piedra tan sólo, en el bosque tropical, pululaban millones de pequeños insectos e innumerables cadáveres se convertían continuamente en nuevo humus para convertirse a su vez en lujuriosa capa de verdura y de ramaje. Sólo en la proximidad de la casa, donde se trabajaba y escardaba continuamente, su dueña había hecho sembrar algunas semillas de plantas domésticas como un pedazo de modesta tierra de España, plantas que eran como engendradas por gigantes en pequeñas y blancas mujeres. Tenían dalias de poderosos tallos, gigantescas rosadelfas, claveles y rosas de aroma penetrante y tropical; de ellas goteaba el néctar en una prodigalidad que nunca se había visto allá en Andalucía. Los jóvenes marcharon a pasear. La señorita era una muchacha alta y de esbelta figura; iba vestida de color de rosa y llevaba ligero calzado, cuello de puntillas almidonado y sobre su alto peinado un velo ligero y ondulante. Llamábase Catalina Xuárez, y mientras caminaba preguntó medio en serio medio en broma:

—¿Tenéis algunas muchachas bonitas entre vuestras esclavas, don Hernando?

—Pongo mi corazón y mi vida solamente en las blancas y pequeñas manos de vuestra merced…

Era ya entrada la noche y su beso resbaló por el borde del abanico de plumas.

—¡No tan volcánico…, don Hernando!

Era ya entrada la noche cuando Cortés iba hacia su retiro tambaleándose sobre la silla y, para lograr encontrar su casa, hubo de abandonarse al instinto del animal que montaba. Unos tragos de vino (y el vino era entonces en los trópicos un tesoro poco común), le habían convertido en un héroe al mismo tiempo que en un muñeco fofo. En aquellos momentos, se hubiera arrojado gustoso al fuego como un mártir. Si, como en la novelas de aventuras, se hubiera encontrado con un caballero andante o con un gigante, hubiera combatido con cualquiera de ellos en un claro del bosque.

Igualmente, si se le hubiera presentado la cosa así, hubiérase retirado al refugio de una cueva a llevar vida de eremita como el padre Las Casas parecía pedir.

Había como una presencia de Dios en aquel silencio enervante que se extendía por todo el campo. A través de él cruzaba el sendero por donde Cortés cabalgaba. Cubríale una alfombra de musgo, y tanto a la derecha como a la izquierda la oscuridad del bosque parecían llenarlo todo de una opresión de presentimiento. Llegó a su choza rodeada por las tiendas de los indios, colocadas en forma de semicírculo. Los hombres estaban sentados junto a las hogueras; algunos de ellos enrollaban hojas de tabaco las unas dentro de las otras, las despedazaban con cuchillos de madera y echaban después una brasa encima. El rollo de hojas comenzaba a arder por uno de los extremos; el hombre entonces se lo metía en la boca, se echaba de espaldas y, en la noche, aquella mancha de fuego mostraba el lugar donde estaba echado perezosamente uno de esos fardos humanos, feliz a su modo.

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