El dios de la lluvia llora sobre Méjico (52 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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—¿Dónde está Narváez? —fue la primera pregunta.

Apoyado en dos hombres, con los ojos vendados, tambaleante, ensangrentado y sucio, apareció Narváez. Difícil hubiera sido reconocer en su figura al refinado aristócrata de Cuba. Llegado que hubo frente a Cortés, enderezóse y dijo:

—Señor Cortés: Vuestra merced tiene sobrados motivos de regocijarse por esa su victoria tan inesperada como completa, debida principalmente a haber caído yo prisionero.

—Realmente, doy gracias a Dios por lo que ha sucedido en estas horas últimas, si bien la escaramuza ha sido una de las más difíciles de mí vida.

Se oyeron risas. ¡Bien dicho! La gente de Cortés y la de Narváez reían ya juntos.

Seguidamente comenzaron las ceremonias. Los capitanes fueron pasando por delante de Cortés uno después de otro. Cortés se levantaba de su asiento para saludar a cada uno de ellos, abrazaba a los que le eran conocidos y a los otros les estrechaba la mano. Tenía para cada uno de ellos una palabra amable y cordial. Su rostro estaba resplandeciente; ahora sí que se sentía caudillo, por la gracia de Dios; como los héroes de Plutarco, él quedaría también inmortalizado en los libros de los cronistas. Extendió la mano; ahora iban desfilando uno a uno los soldados, que al estar frente a él doblaban la rodilla y le besaban la mano; después mezclábanse todos, vencedores y vencidos.

Griseaba el alba. Cortés tenía doscientos cincuenta hombres. Los soldados de Narváez sumaban cinco veces más. Sólo se necesitaba que saltara una chispa y… Tenía miedo de este día que estaba naciendo
y,
frente a frente vencedores
y
vencidos, surgía la pregunta: ¿Tan débiles eran?

Cortés mandó que fuera pagado a cada soldado el sueldo de una semana, tanto a los suyos propios como a los otros y a todos en igual cuantía. El color de los pesos hizo buen efecto.

Al mediodía, las avanzadas de Cortés informaron que estaban llegando las tropas de los montañeses.

—¡En tiempo oportuno! —dijo Duero, que estaba al lado de Cortés, tan tranquilamente como si nunca hubiera estado en el partido de Narváez.

El sargento mayor había logrado establecer en pocos días una severísima disciplina. Había enseñado a tocar la marcha española a los indígenas y había que ver con qué alegría de niños soplaban éstos en los cuernos hasta quedar rendidos de cansancio. Los montañeses eran los indios más fuertes que los españoles habían visto jamás; eran hombres escogidos, robustos. Llevaban gorras de piel y cubrían sus espaldas también con pieles. Sus armas eran largas picas o lanzas con punta de cobre que manejaban según la táctica española que les habían enseñado los oficiales.

—En tiempo oportuno —dijeron los capitanes de Cortés, cuando vieron desfilar a los gallardos montañeses. Cortés sonreía y se volvió hacia los capitanes de Narváez, que, asombrados, contemplaban el desfile.

—Los caballeros han tenido suerte de que esas fuerzas auxiliares no llegaran anoche. Si así hubiese sucedido, hoy no tendríamos que lamentar solamente la muerte de dieciséis hombres. Basta ver el aspecto de esa gente.

Los oficiales afirmaron con la cabeza. Cortés era en verdad un gran hombre.

22

El palacio de Axayacatl era una caldera hirviendo. El gran señor se inclinaba sobre las hojas de
nequem y
leía los dibujos coloreados. Mostraban éstos a los soldados de Cortés —ciento cincuenta en total— al despuntar el día. Al siguiente día su número había aumentado en un centenar. Detrás de cada matorral había un espía de Moctezuma, que escuchaba la canción y los rumores del bosque por el que marchaban Cortés y los suyos. Indicaban los dibujos que Malinche valía por diez.

Moctezuma titubeaba. Trescientos cincuenta españoles hacían la ronda por las murallas y los sirvientes de las piezas de Mesa no dejaban de la mano la mecha, siempre encendida. Y, sin 8embargo, ¿no habían acaso los dioses enviado a esos extranjeros enemigos a ese remoto país para que con su sangre mojaran de nuevo la ya seca piedra de los sacrificios?

Por las vastas salas de arriba, iba y venía el gran señor como desorientado. Abajo, en departamentos oscuros y sin sol, estaban amarrados y cargados de cadenas los príncipes indios que habían sido hechos prisioneros. Había siete que, con las manos apretadas por los grillos, miraban angustiados y silenciosos para ver de descubrir siquiera fuera un rayo de luz que coloreara sus mejillas marchitas. Hacía poco que los príncipes se habían sentado sobre sus pieles de ocelote en Tezcuco, como se acostumbra hacer cuando se habla de guerra. Cacama, el primer prisionero, dijo:

—Mi hermano Flor Negra les mostró el camino hasta mi jardín. Fue él quien introdujo la idea de traición en mi palacio. El Señor del Ayuno se portó como una serpiente. Anahuac no le era propicia. Nunca encontraba descanso en su tierra.

Por delante del calabozo se paseaban siempre soldados españoles con arcabuces. Cuando veían al traidor de su hermano, el príncipe tortuoso, le injuriaban y escupían detrás del apóstata. El paje dormía echado ante el umbral de la puerta de Marina. Tenía quince años. Su cuerpo se iba robusteciendo, y ya comenzaba a saber manejar la espada como un hombre. Si llegara la ocasión de tener que defender a su señora, se portaría de seguro como un excelente caballero. Marina estaba sentada en su habitación. Con su aguja de hueso, bordaba figuras fantásticas y de hermosos colores en una manta para su hijito, y su mano ágil y mañosa manejaba las hebras con destreza. No se necesitaba ningún intérprete. El señor Alvarado solicitaba sus servicios en muy raras ocasiones. Marina era una mujer silenciosa y quieta. Contemplaba largamente a su hijito, pálido y de cara alegre.

Una mañana recibió el recado de que el gran señor quería hablar a su sierva. Marina se vistió con vestido de ceremonia, echóse sobre la cabeza el velo de la humildad y rogó a Xaramillo que la acompañase. En pocos minutos estuvo en la sala del trono, donde de nuevo se guardaba la más estricta etiqueta. De un vaso adornado con pinturas multicolores se elevaba el humo aromático, rodeando de vedijas la cabeza del emperador. Marina se postró y esperó que el gran señor le ordenase levantar la cabeza. Moctezuma estuvo callado largo tiempo. Por último dijo:

—¿Tienes noticias de tus señores ausentes?

—Solamente sé lo que todos han podido leer, augusto señor.

—¿Cree la mujer que volverá su señor?

Mi nuevo Dios dispensa infinitas gracias a sus siervos.

—La compasión no es cosa de hombres. Entre los hombres y los dioses es la sangre la única alianza. Yo no siento compasión por los rostros pálidos. Tú me has servido a mi también. Vi lágrimas en tus ojos y supe que habías ayudado a muchos de nuestro pueblo. Sé que durante la noche trajiste alimentos y medicinas para Cacama. Sé que trataste de salvar a los que iban a ser quemados vivos. Todo eso lo hiciste siendo sierva, y es que los dioses te han dado a ti más inteligencia que a las otras mujeres. Malinche no puede quedar con vida. Si los números dicen la verdad, ellos se devorarán mutuamente. Los que sobrevivan están destinados a los dioses. ¿Qué puede hacer Tonatiuh para oponerse? ¡Son trescientos hombres contra todo nuestro mundo!

—Yo rezo a mi Dios de la manera que me ha enseñado a hacerlo el sacerdote blanco. Creo en el poder de los ojos de Malinche, con los que puede vencer a todos.

—Malinche se hunde; pero yo quiero que su simiente perdure en Anahuac. Quiero que quede el recuerdo de Quetzacoatl. Y en tu hijo veo la semilla de Quetzacoatl. Si todos los rostros pálidos se desangran en luchas fratricidas, y el resto de ellos acaba sobre la piedra de los sacrificios, quedará, sin embargo, un recuerdo de ese año maravilloso que en nuestros Libros Sagrados está señalado con el nombre de año de Tlaloc. Te llamé para decirte que no debes tener miedo, como podría tener una madre por su hijo. Mientras yo reine en Anahuac, ocuparás el primer puesto entre mis mujeres y tu hijo crecerá aquí como si fuese mi propio hijo. Su estirpe continuará la secreta promesa que fue interrumpida un día por la Serpiente Alada. Difundiréis vuestro idioma y siempre habrá en mi país sabios y sacerdotes que entiendan el lenguaje de los hombres que viven más allá de las vastas aguas. Si vienen los verdaderos descendientes de Quetzacoatl, no tendremos que depender de las palabras que vaya traduciendo una mujer. Si viene Tlaloc, guardaremos la puerta y diremos que Malinche se fue con su hijo y que no sabemos dónde vive.

—Pero ¿qué será de mi señor? ¿Qué será de él?

—El es un guerrero y los dioses no conceden a los guerreros una vida perdurable.

Flor Negra dijo:

—Mañana tenemos danzas. La fiesta de la cosecha de maíz. Los jóvenes vendrán al palacio. Llevarán cuchillos y danzarán. Los caciques envían a sus hijos y los dignatarios envían también a sus hijos y a sus nietos. No vienen mujeres; mañana sólo bailarán hombres. El maíz brota en mazorcas, se vuelve robusto, según la imagen de Tula, como vosotros, los españoles. Cuando llega su tiempo, el maíz es segado; primero se torna dorado como vuestros cuerpos… Sus granos blancos se vuelven amarillos con el sol… Poco a poco se tornan rojos; algunas hermosas mazorcas son rojas como sangre… ¿Sabéis vosotros, españoles, que los sacerdotes están ahora preparando la danza y que la cosecha del maíz es una fiesta en la cual se os destina como frutos primerizos para ser ofrecidos ante el trono de Huitzlipochtli? Vienen quinientos hombres, más de los que sois vosotros. En sus manos llevarán plantas de maíz arrancadas de la tierra. Con ellas ejecutarán su danza, y cuando sea llegado el tiempo les tirarán de las barbas y rajarán con sus cuchillos de
ichtzli
sus tallos amarillos. Sacarán las mazorcas para ofrecerlas a los dioses. Así será, españoles, y quién sabe cuántos romperán las primeras mazorcas ya rojizas…

—¿Por qué me cuentas eso?

Un tallo de maíz se cimbrea en la oscuridad. No ve el sol, pero se mantiene erguido. No se le da agua y, sin embargo, crece; no se le recava el suelo y, sin embargo, viven sus mazorcas; no dan nada que comer a la tierra que le rodea y, sin embargo, respira, y si lo rompes encuentras en su corazón semillas venenosas.

—¡Habla claro!

—En vuestra bodega vive Mazorca Triste. Yo vengo a ti para advertirte, pues mañana es la fiesta en la que se cumplirán los signos. Vosotros, españoles, sois las mazorcas que serán sacrificadas. Hasta ahora hubo uno que esperó cargado de cadenas que los días pretéritos de Anahuac volvieran. ¿Lo comprendes ahora, Tonatiuh? La fiesta de mañana es un símbolo para Mazorca Triste, que en nuestra lengua se llama Cacama; y este símbolo le dice que es hora de levantarse. El lo sabe porque el viento le lleva noticias a su calabozo. Cuando todas las mazorcas estén ya tronchadas, sólo entonces se elevará él por encima de vosotros y de mí. Mazorca Triste es más fuerte cuando está solo.

—¿Cree Moctezuma en el regreso de Cortés?

No; no cree en tal cosa, Tonatiuh. Me dijo que Malinche era un hombre y que no hay ningún hombre que pueda vivir eternamente.

—¿Habló de lo que sería de nosotros?

Habló de armas y de las losas de los sacrificios…

—¿Estás seguro de que mañana habrá baile en el palacio?

—Sí; han abierto y limpiado la pieza más grande. Lo bailan solamente hombres, llevando un cuchillo en la mano.

—¿Se hacen sacrificios con tal motivo?

—En toda fiesta de frutos primerizos se ofrecen sacrificios. Se matan prisioneros para dar gracias a los dioses por la buena cosecha. Cuando la sangre les mana del pecho, se salpica con ella la primera mazorca de maíz y así le es ofrecida a la imagen de la divinidad.

—Marina, tú quedas en tu habitación. Tal vez se necesitará recurrir a las armas y en tal caso no puede haber presente ninguna mujer. Tu paje responde de ti.

Alvarado estaba solo. Su mujer se había tomado unas vacaciones y se había marchado a Tlascala. Los capitanes habían partido con Cortés. Lo mismo había hecho el padre. Allí habían quedado sólo algunos
plumíferos.
Olid, Ordaz, Lujo, Sandoval, Velázquez, todos esos hombres endurecidos y acostumbrados a la lucha estaban ahora lejos a la cabeza de un pequeño ejército, luchando, con los gigantes. No habían llegado todavía noticias. Solamente algunas de los indios: se los había visto aquí y allá. Su número había aumentado ya hasta doscientos.

Numerosos soldados se habían pasado ya a sus filas… ¿Sabía ya él leer los dibujos y las huellas como los pieles rojas leen sobre la hierba pisoteada? ¿Podía estar ya de regreso Cortés? Escondía la cara entre las manos; sudaba. El palacio estaba lleno de una atmósfera pesada y sofocante, húmeda por la lluvia tropical. Las raciones de víveres disminuían cada día más. El mayordomo decía: "Esperemos la nueva cosecha, Tonatiuh; entonces habrá de todo." Ahora comprendía Alvarado aquella risa burlona que se dibujaba en el ángulo de la boca del mayordomo. La nueva cosecha. Las mazorcas segadas que debían ser mojadas en su propia sangre y ofrecidas a los dioses. Era la sentencia terrible que hacía estremecer a los soldados. De noche, cuando se oía un rumor o un pájaro cantaba, les sobrecogía a todos el miedo…, se habían vuelto supersticiosos como viejas desdentadas. Los centinelas se deslizaban hasta el compañero más próximo para susurrarle que un sapo había cantado delante de la puerta. Ahora los soldados decían: «El dios de la lluvia, con su cabeza de sapo, se convierte en un momento y misteriosamente en un ocelote." Estos hombres se santiguaban y creían que así alejaban el peligro. Se infundían temores mutuamente: " ¿Oyes, oyes a Tlaloc? " Alvarado no tenía a nadie con quien aconsejarse. Cortés estaba Dios sabe dónde. Flor Negra había hablado sabiamente y había quitado la venda de los ojos de Alvarado. "La Fiesta de las Mazorcas —decía el mayordomo inocentemente—. Los jóvenes pueden alegrarse." Alvarado tomó una antorcha y, acompañado de Aguilar, bajó la escalera que conducta al calabozo.

Allí estaban los príncipes conspiradores. Estaban apelotonados y atados con cadenas los unos a los otros. Iban envueltos en harapos; estaban flacos y sus ojos aparecían febriles. "¿Dónde tenéis el oro?", hubiera podido preguntarles; pero ahora no buscaba ni necesitaba oro. Al entrar Alvarado sintieron la proximidad de la muerte que acechaba. Alvarado preguntó a media voz cuál era Cacama. Salieron de allí y se alejaron del castillo. El carcelero los seguía con un sable desenvainado. Alvarado hizo señas al hombre para que se sentara sobre un tronco de árbol. El carcelero trajo cacao en una vasija: "Bebe." Cacama, de pie, miró y no tomó la bebida.

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