El notario real cerró los ojos. Hacía tan sólo unos quince años que Cortés, joven tímido entonces, vestido con su jubón negro, llamó a la puerta del gobernador en la isla La Española. Ahora no parecía ya el mismo…, veía a un hombre de la madera de los
condottieri
italianos; era un jefe nato… ¿Estaba en su cenit la estrella?
—Vuestra merced conoce el proverbio latino:
ibis redibis
. Vuestra merced pudiera enterarse gracias a mí, a quien corresponde la victoria, según está escrito en las estrellas. Leed la carta que llevo en el pecho.
Sacó la carta. Estaba escrita en frases cortas, y crudas. Exigía deponer inmediatamente las armas y entregarse sin condiciones de ninguna clase.
—Mi querido don Andrés: ¿Siguen por ventura estos señores sin haber aprendido nada?
—Esas cosas sólo les pueden ocurrir a los pequeños hidalgos de nuestra clase. Cuando el padre nos trajo vuestro escrito, el mayordomo exclamó: "Arrojad al fuego sin leerla la carta de ese plebeyo vagabundo… Si atáis a mi lado…, no le concederéis nunca el perdón." Después se pusieron todos a beber. Todos son meridionales, señor; entre nosotros no hay ni uno solo de las regiones del norte.
—Según vuestra opinión, ¿no ha sido reconocido mi derecho por Su Majestad?
—Eso es asunto jurídico, don Hernando. Si yo hubiera de entender en él, os acusaría a ambos: a Cortés, tanto como a Narváez. De todas formas, el gobernador no ha recibido de Sevilla el placet para esta expedición de castigo; posiblemente sólo habrá una carta particular del obispo de Burgos invitándole a emprenderla. Los padres de La Española se opusieron a la expedición, objetando que perjudicaba al prestigio de Castilla y desacreditaba vuestras virtudes militares el hecho de que un español persiguiera a los otros como si fueran bandoleros. Por eso enviaron con nosotros al juez Ayllon, que fue llamado como juez o árbitro en vuestro proceso. Pero ese señor pareció inclinarse por el partido de Cortés, por lo que don Pánfilo le mandó a la sentina, cargado de hierros, y ahora le acusa de rebelión. Por otra parte, mirando las cosas bien, vuestra merced no puede vanagloriarse de ser puro como un corderillo recién nacido. Solamente que a vos os sonríe el más completo éxito. Vuestro buque llegó a España cargado de oro y vuestros emisarios llevaron vuestra embajada a Su Católica Majestad. En las cancillerías, según se dice, se pintan las nuevas armas que habrá de añadir a las innumerables que ya usa nuestro señor Don Carlos. Los sabios geógrafos trazan ya sus cartas y escriben los nombres de las nuevas ciudades según vos citáis e indicáis en vuestra carta. En la corte reina la alegría y en Roma seguramente se habrá dicho ya algo… Cuanto más los malditos herejes arrancan del cuerpo de la Madre Iglesia en el Viejo Mundo, cuanto más devora el turco al irrumpir por las puertas del Levante, tanto más mérito adquiere lo que vos hacéis en esta parte de la tierra, en el Nuevo Mundo… Además, vuestra merced ha reunido tanto oro que eso vale más que todos los pergaminos de leguleyos y tiene una voz más elocuente que todos los coros romanos. El tintineo del oro es lenguaje entendido claramente por todos, y no habréis de tomar a mal que os diga que yo, por mi parte, también lo entiendo con toda facilidad.
Callaron. Afuera se oía el grito de alerta de los centinelas. El paje anunció que la vanguardia de Sandoval había llegado; un capitán con setenta hombres.
—Mañana se me unirán dos mil lanceros indios perfectamente adiestrados. También llegan más guerreros de Tlascala. No soy débil. Y es por esto precisamente por lo que deseo la paz entre los españoles. ¡Si lo supiera al menos quien puede influir en las intenciones de Narváez!
—El señor Velázquez de León está emparentado con él…
—Hablaré con Velázquez. Una prueba de amistad…
Mientras Velázquez estuvo ausente, el pequeño ejército quedó acampado en un calvero, rodeado de cañaverales. Aquí esperaron el resultado de la gestión. Al tercer día regresó el capitán Velázquez, muerto de cansancio, sin resuello, sobre un caballo sangrando a fuerza de espolearlo. Con él iba el padre Olmedo, después de haber hecho su segundo viaje de emisario. Venían huyendo. Alguien había descubierto aquel nocturno reparto de oro y, solamente gracias a un criado que les advirtió, pudieron salvar la vida huyendo de escondidas. No había paz posible. Y, sin embargo, el oro de Cortés seguía ejerciendo su poderosa virtud entre la gente. Llovía. Las gotas de lluvia eran como las pecas de Tlaloc, decían los indios aliados. Los soldados estaban encogidos en sus tiendas hechas de follaje y temblaban de frío. Cortés mandó tocar alarma. Al pasar lista fueron contados doscientos setenta españoles. En el camino, casi al, borde de los matorrales, se alzaba una piedra como si fuera un centinela de una ciudad misteriosa y muda, convertida ya en ruinas. Cortés se subió en el pedestal sobre el que un día se alzara una estatua y comenzó a hablar a sus hombres, que parecían tristes y desconcertados.
—Los soldados no tienen la memoria embotada, según se dice. ¿Habéis olvidado ya por ventura las tempestades de la travesía, las plagas de mosquitos y las fiebres de los pantanos? ¿Hubo alguno de nosotros que no pasara hambre cuando el desembarco, o que durmiese tranquilo en aquella noche de Tabasco? ¿Quién creía que salvaría la piel en la acción de Tlascala? ¿Quién no dejó de temer a la muerte cuando nuestra ascensión a los montes nevados? ¡Si por lo menos hubieseis recibido oro por todo eso, soldados míos! Vuestra parte fue dada para regalo a nuestro señor Don Carlos… Y ahora os pregunto yo, si no os queman las heridas y no sentís calambres cuando el tiempo va a cambiar…, ¿habríamos podido acaso olvidar tantos padecimientos con la facilidad misma con que se olvidan las palabras y acciones de un borracho? ¿Podéis haber olvidado todo eso, hasta el punto de arrojar ahora las armas y alargar el cuello para que a su alrededor os pase una soga el señor don Pánfilo para haceros expiar las culpas? ¿Por ventura querríais besar, llenos de agradecimiento, a ese valiente capitán que está azuzando a los caciques contra nosotros y, en secreto, ha prometido la libertad al señor Moctezuma? Vosotros que sois españoles, ¿os avendríais a arrastraros como miserables a los pies de un noble español que está dispuesto al fratricidio? Pero os voy a hacer esas preguntas en otros términos más concisos: ¿Queréis olvidar o recordar? El que crea que tiene motivo para tener confianza en mí, que confíe, pues. Hasta ahora la misericordia del Señor ha puesto en mis manos siempre los hilos que conducen a la lucha y a la victoria. Creo que ninguno de vosotros abandonará su puesto; ninguno de vosotros doblará el cuello para que le coloquen el yugo.
Pero yo os pregunto: ¿Cuál de vosotros quiere seguirme para volver hacia el enemigo los dieciocho cañones?
Cincuenta veteranos se adelantaron pensativos. Cortés hizo una seña al notario. Este leyó en alta voz:
—Ordeno a vuestra merced, señor don Gonzalo de Sandoval, jefe de justicia de Nueva España, detener al señor don Pánfilo de Narváez, pretendido capitán general, y hacerle prisionero en nombre de la Corona. En caso de que el susodicho señor hiciera resistencia, podéis quitarle la vida, según lo pida el honor de nuestras armas. Dado en nuestro cuartel general. Yo, Hernán Cortés; ante nosotros, como notarios reales, Godoy y Hernández…" Sandoval se adelantó, inclinó la cabeza, tomó el pergamino y lo arrolló. En nombre de la ley, podía ya emprender el ataque nocturno. Caía la lluvia. Se formaban charcos y riachuelos. Aquí los cañones no podían ser utilizados; tampoco podían ser útiles les caballos, que se hubieran negado a caminar. Todos iban ligeramente vestidos, sin equipo, arrastrándose por entre los oscuros matorrales, confiando en el instinto de los guías indios. Los soldados apretaban contra su cuerpo las largas picas con punta de cobre. Así se deslizaba la tropa de veteranos, bajo el manto del silencio, hacia las conocidas edificaciones de la frontera de Cempoal. Aquí se encontraron con el primer puesto de guardia, de dos hombres. Al primero le pudieron agarrar por la espalda; el segundo descargó su arcabuz, gritando: " ¡Cortés está ahí! " El cuartel general estaba sobre la terraza del, templo. Había bajado Narváez; abajo estaban los cañones agrupados y formando un amasijo con los jinetes y soldados. Nadie había previsto una sorpresa nocturna. Todos se habían retirado a sus casas. ¿A quien no le repugnaba pasar la noche metido en el fango con un viento que penetraba hasta los huesos? Cuando partió el primer disparo y sonó la alarma, llegaron todas las tropas a un tiempo, temerosas y desorientadas. En la oscuridad, no se encontraban los unos a los otros; las armas no estaban al alcance de la mano. Los caballos coceaban en la oscuridad. La lluvia apagaba las mechas de los artilleros. No había mando ni dirección; del cuartel general no llegaban las órdenes ni se oían los toques de corneta. Alguien gritó desde arriba: "¡Estáis viendo fantasmas… ! ¡Calma, no hay nadie ahí… ! "
Sesenta soldados treparon por el Teocalli. Todos conocían aquello; apenas hacía un año que habían vivido allí. Algunos cañones tronaron desde arriba; los soldados se precipitaron hacia arriba; en sus labios llevaban las palabras de Cortés: " ¡Espíritu Santo! "
Pesadísimas piedras pasaban silbando, arrojadas desde la parte superior; los soldados asaltaban con sus lanzas extendidas hacia adelante. En pocos saltos estuvieron en la plataforma y se precipitaron en la oscuridad; los sirvientes de las fuerzas de Narváez cayeron o huyeron. El maestro Mesa hizo volver hacia los jinetes los cañones conquistados. " ¡No hagáis demasiado daño! " Las balas de piedra volaban ya en dirección del Teocalli. De pronto, todo quedó mudo. Sandoval subió la escalera con cincuenta hombres hacia la plataforma, desde donde las mejores tropas de Narváez, su guardia personal, arrojaban piedras y toda clase de objetos pesados contra los asaltantes. Las agudas lanzas perforaban la oscuridad; la lluvia caía a torrentes. De pronto, brillaron en la oscuridad enjambres de puntos luminosos lucecillas aéreas y movedizas: eran escarabajos luminosos de los trópicos, llamados
cocubus,
que asustados por el ruido habían levantado el vuelo. Alguien gritó que los indios de Cortés estaban allí. "¡Huyamos!" Todos golpeaban al azar. Narváez, de pronto, se vio frente a Sandoval; mas entonces una lanza pasó entre ambos. Don Pánfilo gritó: "¡Virgen Santa! ¡Me han herido…! ¡mi ojo…! "
Abajo, las voces gritaban a coro:
—¡Victoria!
Tres hombres se precipitaron hacia Narváez, que se desplomaba. Uno de ellos le ató las piernas con una cuerda. Narváez gritaba, se quejaba con las manos ante los ojos, mientras que los vencedores bajaban ya gritando y vitoreando por las escaleras, llevando una riada de prisioneros con ellos. En un rincón se movía Salvatierra, aquejado de una terrible diarrea que le hacía retorcerse. Todos buscaban a Cortés. Apareció éste, saliendo no se sabe de dónde, con su cota negra de humo abollada y con su sable chorreando. Llevaba en la mano izquierda una antorcha; iba seguido de algunos hombres. Levantó la visera de su yelmo. Estaba ronco a fuerza de haber gritado tanto y su voz apenas era perceptible. Susurró solamente:
"Sandoval, haz una limpieza en la torre. Arriba quedan todavía unos doscientos. Mientras tanto, nosotros acabaremos con los jinetes. Aquí están los caballos… " Mesa hizo colocar los cañones alrededor de la torre. Tres trompetas dejaron oír el toque español de "alto en la lucha". Se oyó la voz del heraldo que gritaba: "Españoles, rendíos; si no, sois muertos." Tres veces repitió la intimación en nombre del rey: "Rendíos." Siguió el silencio, y después comenzaron a llover flechas arrojadas ciegamente desde arriba. Continuó la lucha. Mesa dio orden, y los dieciocho cañones, apuntados hacia arriba, hicieron retemblar el suelo con sus rugidos; las balas de piedra barrían la terraza del Teocalli. Comenzaron a trepar los soldados, mas apenas habían iniciado la ascensión, oyóse una voz: "Nos rendimos: Narváez ha caído."
—¡Victoria!
Los soldados comenzaron su rebusca; se agachaban, gateaban buscando todo lo que allí se pudiera hallar; uno encontraba y se apropiaba de un buen yelmo; otro se hacía con una larga espada de magnífica hoja capaz de atravesar una coraza; otros se apoderaban de un peto o de un arcabuz y muchos eran los que a los prisioneros les quitaban las cotas y petos: "¡Ya no lo necesitas para nada, compañero!"
Cortés atacó a los cincuenta jinetes de Narváez, que estaban en el campo con todo su armamento y dispuestos a atacar la posición del pie de la torre. Primero se encontraron frente a la infantería, que atacaban con largas y agudas lanzas. Luego cedieron las filas y Cortés se abrió camino con sus jinetes:
—¡Caballeros! ¿Hemos de combatir unos contra otros? ¡Rendíos, confiados en mi palabra!
Detrás se levantó la negra figura de Duero:
—¡Soldados! En nombre de nuestro señor Don Carlos, no hagáis derramar más sangre de españoles. Rendíos. No se hará daño a nadie. Os lo prometo yo en nombre del rey. Cambiaron miradas. El notario real se había rendido. ¿Para qué luchar más? Narváez había caído en la pelea; tal vez estaba muerto… ¿Por qué continuar la lucha? Se oyeron unas voces que gritaban:
—¿Cuáles son las condiciones?
—Que todos entreguen las armas. Mañana os serán devueltas bajo palabra. Cada uno podrá conservar su caballo. Después de la entrega de armas, se entablarán las negociaciones.
En un momento estuvieron allí todos, contentos de no tener que seguir luchando en las tinieblas con esos diablos sucios y negros que se escondían por la grietas del terreno, que llevaban consigo a indios que combatían con grandes porras y no temían a la lluvia.
Cortés dio las disposiciones. No subió a la torre, que sabía era lugar peligroso y había de tenerlo en cuenta. Mandó erigir dos tiendas de campaña sobre la pendiente de una próxima colina. Se pusieron allí unas mesas. La lluvia iba amainando poco a poco, hasta que cesó; sólo se oían algunas gotas que tambaleaban sobre la tela de la tienda. Cortés entró en su tienda; el paje le mojó la cara con agua fresca para quitarle el humo y el sudor; quitóse su cota, que con sus manchas y abolladuras hablaba elocuentemente de la dura jornada. Le trajeron su capa amarilla con galones de oro, la gruesa cadena, el sombrero de plumas y la ligera espada toledana. Así, vestido de toda gala, salió al exterior y se sentó en su trono, que habían traído para él desde el palacio del obeso cacique.
Era la madrugada y se alumbraban todavía con antorchas; sobre los árboles brillaban los puntos fosforescentes de los escarabajos de luz.