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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

El dios de la lluvia llora sobre Méjico (46 page)

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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Entrada la mañana; manifestó a Cortés que deseaba ver cómo las velas hacían caminar las casas flotantes por encima de las aguas.

Se hicieron los preparativos. Se organizó una cacería. Los españoles y los aztecas estaban igualmente ansiosos y entusiasmados.

Cada uno tenía algo que contar acerca de episodios de caza y de fieras o de aves. Se dieron órdenes por los bosques de los alrededores. El gran señor salía de caza y el mismo Malinche quería también tomar parte en ella.

Al amanecer se pusieron en camino. En cubierta se colocaron cuatro pequeños cañones; en el palo mayor ondeaba el pendón de Castilla, y en la proa, una enseña de la Iglesia. La proa, con su figura de cabeza de delfín, cortaba las olas; la marinería trepaba por la jarcia; las velas se abombaban. Soplaba un nordeste fresco. Fueron levadas las anclas y la embarcación empezó a deslizarse por encima del inmenso espejo del lago. En el castillo de proa se había levantado una tienda fastuosa amueblada con sillas y mesas para tomar refrescos. Pero Moctezuma no se movía de junto a la rueda del timón y contemplaba los movimientos misteriosos de la brújula. Su diadema de plumas le caía por detrás hacia la cintura. Se había puesto una preciosa capa de hermosos colores con un cinto adornado por figuras de guerreros. Llevaba en la mano un gran arco
y
flechas con puntas de oro llenaban su carcaj. Los españoles reían como muchachos. La mañana era clara y fresca y todos estaban entusiasmados por aquel juego. Un gran número de nobles aztecas trataron de seguir a los españoles con botes movidos a remo; pero a los pocos minutos las velas se inflaron y el ligero y esbelto bergantín surcó el agua como una flecha hacia Tezcuco. Los botes quedaron atrás, como pequeños puntos. En el bergantín, la Cruz de los españoles parecía un milagro del Nuevo Mundo corriendo sobre las aguas.

Al otro extremo de la cubierta estaba Flor Negra. Brillaban las piedras preciosas de los bordados de su túnica de algodón, y su diadema de plumas se encendía en colores al ser herida por el sol. No quería mostrar humildad frente al gran señor. ¿Por qué acatar a un espantajo a quien manejaban a su antojo los hombres blancos, como el viento juega con las velas? Flor Negra llevaba calzado a la española y en el cinto ceñía un sable; alrededor de su cuello llevaba cadena con una medalla de los cristianos y en sus ojos había una mirada astuta: la mirada del renegado. Ordaz, con quien había hecho amistad, estaba junto a él. Cada uno hablaba chapurreando el idioma del otro. Flor Negra preguntó a Ordaz, que había regresado hacía poco de su excursión exploradora:

—¿Has encontrado oro?

—En la boca del gran río que se ve en vuestros dibujos con todos los valles y montañas. Allí encontramos oro, lavando arenas. Desde allí vi el otro mar.

—¿Quién es el señor allí?

—Allí estuvo últimamente el ejército de Moctezuma. Más allá se alza una colina que se llama así: "Bajo esos lugares yacen los perturbadores de Tenochtitlán." Luego comienza el terreno de las tribus de los parajes rocosos. Hasta allí llegué. Y allí encontré oro. La mitad la di a mi gente y la otra mitad la traje conmigo. Hemos hecho amistad con los hombres de allí.

—¿Has de volver?

—Busqué un puerto para nuestras casas flotantes exploré toda la costa. Volveré con mucha más gente y allí pondré los cimientos de una ciudad, como hicimos ya en Vera Cruz. Después, seguiré hacia el norte, hacia el oeste o hacia el sur, pues en todas esas direcciones encontraré nuevos pueblos y oro. Ya ves; no puedo encontrar descanso.

—¿Por qué estáis siempre tan inquietos? Mirando el fuego se ve ya todo el mundo. ¿Por qué peregrinar?

—De ti se dice, Flor Negra, que por la noche desapareces del palacio sigilosamente.

—Es que mi cabeza de ocelote se levanta. Me transformo por la noche y busco la compañía de mis semejantes. Entonces caemos por sorpresa en las casas y nos llevamos a las víctimas. Ofrecemos sacrificios a nuestra divinidad, a nosotros mismos, pues no hay ninguna ley por encima de nosotros que nos señale el camino. Cuando oigo la llamada en mi interior, mis pasos se hacen sigilosos y amplios y mi cuerpo se torna flexible y blando como la seda. Si entonces te acercaras a mí, verías cómo se me eriza el pelo en todo mi cuerpo.

—Corre el rumor de que ya cuando niño…

—Así castigábamos a los ancianos y desvalidos en la ciudad de mi padre, que yo, por otra parte, no puedo visitar ahora si no, es en sueños.

—Tú buscas nuestra fe. Conoces sus mandamientos. ¿Por qué, sin embargo, tienes deseos de sangre?

—¿Tiene la culpa el jaguar de que su sed no se apague con el agua, aunque sea de la fuente más fresca, y de que sus pasos sean ligeros y cautelosos?

—Flor Negra, siempre estás solo. ¿Tienes miedo de tus hermanos?

—También tú estás solo. Veo que tus ojos buscan continuamente en la lejanía.

—¿No deja el Terrible Señor que te acerques a él?

—Puedes adornar una estatua con perlas y oro; pero si le falta la fuerza para que arranque el corazón de tu pecho…, ¿le temerás, entonces, y la respetarás?

—Tu hermano Cacama mandó una embajada desde Tezcuco. Decía que no quería tratar con mujeres ni tenía nada que ver con ellas. Un señor que está enjaulado no puede ser dueño de la vida y la muerte de los demás.

—Durante la noche, mi gente viene a lo largo de la orilla del lago para decirme que Mazorca Triste ofrece oro, esclavas y criados a aquel que descubra el secreto de vuestras armas. Ofrece todo lo imaginable al que logre imitar vuestra pólvora donde está dormido el trueno o al que indique en qué regiones se encuentra ese metal con que os fabricáis las espadas y lanzas. En secreto, se toma nota de las palabras que dicen vuestros guerreros cuando se ejercitan en el patio. "Si queréis ser tan fuertes como ellos, habéis de descubrir todos sus secretos." Esta es la fórmula.

Los botes de escolta habían quedado ya más allá del horizonte cuando los bergantines echaron las andas, y para comodidad de los tripulantes fue puesta una plancha para el desembarco. Una gruesa columna de piedra indicaba la frontera y el templo. La cabeza del dios estaba adornada de flechas en vez de plumas. Aquí era el lugar para cazar, cosa que nadie podía hacer, salvo el gran señor, bajo pena de muerte. Moctezuma pasó por encima de los tapices extendidos. Sonaron las trompas; desde lejos, desde distintas partes de la selva, se oyeron tambores que respondían a la llamada; algunos habitantes de los bosques, que iban desnudos, anunciaron, con los ojos bajos por el respeto, que había visto un ciervo que pasaba por un calvero buscando a la hembra. Los españoles se agruparon. La orden era que no debían perder de vista ni un solo momento al emperador y, si trataba de huir, debían enviarle inmediatamente una bala. Los capitanes tomaron sus ballestas, prendieron el tendón del gancho y pusieron en la muesca el fino y aguzado virote. Cortés tenía en las manos un arcabuz.

Junto a cada indio había un español durante la cacería. Sé prolongó ésta hasta la caída de la tarde. El aire libre, el cansancio y la sangre los había dejado como ebrios. Avanzaban con precauciones; los indios marchaban delante, entre los matorrales, sin hacer ruido, y observaban si entre la maleza surgían de pronto los aztecas. El gran señor sonreía; era un hombre. De nuevo se veía con un arma en la mano persiguiendo animales, cuyo mundo puebla la fantasía de los aztecas. Preguntaba a los capitanes con insistencia lo que habían cazado, qué piezas habían cobrado; entregaba generosamente sus arcos de caza guarnecidos de oro. Hacía contar sus liebres y corzos; las piezas que habían sido alcanzadas por sus flechas o sus venablos eran señaladas con cintas verdes, pues estaban destinadas al templo para cebar a los dioses y a sus sacerdotes.

Al regreso, preguntó Cortés al gran señor si tenía algún deseo para terminar el día a su gusto.

—Quisiera oír la voz de tus cañones cuando vomitan relámpagos. No lo he visto ni lo he oído nunca.

Los servidores ocuparon sus puestos detrás de las piezas. Los indios formaron un semicírculo; se sentían desconfiados y no creían totalmente que el hombre blanco pudiera tener guardado el trueno dentro de aquellos tubos. Simultáneamente partieron los disparos; las balas de piedra pasaron silbando hacia la lejanía hasta que cayeron en el espejo del lago. Entre los indios corrió una exclamación de espanto y de entusiasmo al mismo tiempo; sobresaltados por el estruendo, se cogieron de las manos; el humo azufrado de la pólvora les llenó los ojos de lágrimas. Se postraron para rezar a sus dioses; luego, lentamente, se fueron levantando.

—Has accedido a mi súplica, Malinche. ¿No tienes tú también algún deseo que yo pueda satisfacer?

—Veo tu poder. Todo el mundo baja la cabeza ante ti. Pero debes saber que nosotros hemos de dar cuenta a nuestro rey y señor de cada uno de nuestros pasos. Por eso ahora te suplico que mandes reunir a tus príncipes y les hagas saber que tú, a tu vez, inclinas la cabeza ante el lejano emperador, nuestro señor Don Carlos.

—Cuando te recibí en las fronteras de Tenochtitlán y te conduje a mi palacio, te dije, Malinche, que mi reino te pertenecía desde aquel momento, pues creía yo que tu señor no era otro que un descendiente y sucesor de Quetzacoatl y que, por tanto, tiene todo su derecho a mi sumisión. ¿Qué quieres más?

—Oí las palabras que destinabas a mi señor; pero ambos somos mortales y también es mortal la mujer que oyó tus palabras, y ¿no sería posible que nuestros descendientes pudieran decir un día que en los libros nada se menciona de las citadas palabras?

—Entre nosotros el pasado queda fijado en nuestras imágenes para que no se olvide. Pero entre vosotros parece que se trata de parar el curso del tiempo y sólo creéis en lo sucedido si lo podéis agarrar por las alas y fijarlo con negros trazos.

—Las leyes de nuestro país mandan poner todo por escrito, con su sello correspondiente y una serie de testigos que lo afirmen, y los magistrados del
rey
lo anuncian, en voz alta, a fin de que las fugaces palabras de los hombres tomen fuerza y veracidad.

—Entre nosotros, los padres legan la historia a sus hijos. Y no se conoce un solo caso de que un hijo haya, ni una sola vez, perdido o interrumpido el hilo de la vida de sus antepasados. Ahora bien, si es tu deseo, haré lo que quieres…

Alvarado interrumpió a media voz:

—El oro es lo que importa, señor. No interesan ahora sus garabatos… Que saque el oro de una vez.

Moctezuma los miraba y sonreía. Había tanta realeza en su porte cuando caminaba sobre los tapices, que aun los mismos españoles le miraban como embelesados cuando pasaba con su paso elástico y lento.

18

Cuando llegó la luna llena tuvo lugar la reunión. Los intérpretes escuchaban los discursos y los transmitían al gran señor, que estaba sentado en el trono de su palacio y, en presencia de los pajes españoles, recibía los informes. Habían venido todos, menos el hermano. El señor de Iztapalapán quedó en su tierra; también faltaba Cacama. La poderosa señora de Tula mandó decir que los aires de Tenochtitlán no sentaban bien a su salud. Los otros, los caciques, los príncipes, el gobernador y jefes vasallos, llenaban el palacio desde el amanecer, cuando entró Moctezuma y ofreció su incruento sacrificio.

La ceremonia fue silenciosa y modesta. En vano se había suplicado se ofreciera un sacrificio de mil corazones humanos; un cordón de soldados españoles cuidaba de que ningún sacerdote pudiera penetrar en la habitación llevando escondidos bajo sus vestiduras corazones humanos para arrojarlos al fuego ante la imagen de Huizlipochtli.

Moctezuma apareció con todo su esplendor. Sus adornos de oro brillaban como los rayos del sol que salía y parecía rodeado como de un nimbo de luz. De los españoles, sólo Orteguilla debía estar presente. Moctezuma era el rey de su reino y quería estar solo ante sus vasallos.

Alvarado atizaba el fuego; ahora era el momento de caer sobre ellos, ahora que estaban todos reunidos había que cogerlos por el cuello y que tuvieran que pagar todos un buen rescate… "Así ganaríamos la campaña."

—Y perderíamos Nueva España, don Pedro.

Estaban en la antesala, esperando los informes de Orteguilla, que era el único espectador español de aquel drama maravilloso e inolvidable.

El gran señor colocóse en un trono a modo de diván, extendió los brazos cubiertos de joyas y oró ante el humo de los incensarios. Después dijo lentamente:

—Todos sabéis que la Serpiente Alada, en un tiempo que está
;
ya más allá de nuestro calendario, dejó a nuestros antepasados con la promesa de que volvería con la plenitud de los tiempos para tomar de nuevo posesión de su reino. Mis padres y los padres de mis padres gobernaron siempre este reino en nombre de este dios y fueron monarcas de este país por voluntad divina, como yo mismo lo soy. Ahora han venido los descendientes de la Serpiente Alada. Los rostros pálidos han venido de aquella parte del mundo de donde sale el sol y piden que inclinemos nuestras cabezas ante ellos y les ofrezcamos sacrificios. Les hablé en vuestro nombre y les dije que los reconocía como señores de este país y que, ante ellos, humillaba mi cabeza. Vosotros, que fuisteis siempre mis más fieles súbditos, me obedeceréis también en esta ocasión, y ya conocéis mis palabras, con las que yo presto homenaje al excelso señor que vive al otro lado de las inmensas aguas, como hijo o nieto que es de la Serpiente Alada.

Su voz se cortó y sus ojos se llenaron de lágrimas. Todos se agitaron. Algunos caciques blandieron sus mazas de piedra; otros asieron sus cuchillos de obsidiana; pero el rostro del gran señor estaba de nuevo sereno y duro, como cuando ofrecía los sacrificios. La humedad de sus lágrimas estaba ya seca cuando dijo: «Inclinad todos la cabeza." Dos ancianos jefes del norte se abrazaron llorando. El ejemplo fue contagioso y aquellos príncipes, endurecidos por los combates y sacrificios sangrientos, no pudieron contener el llanto; se oyeron lamentos y sollozos como los de las plañideras cuando lloran a un muerto.

Orteguilla se tapó la cara con las manos y salió corriendo de la habitación, precipitándose en brazos de Cortés.

—Señor…, no es posible oír eso, rompe el alma… El gran señor ruega a vuestra merced que entre, pero acompañado solamente del notario…; solamente los dos.

Cortés se quitó las armas. Godoy también tomó solamente los trebejos de su profesión: tintero, plumas de ganso y unos pliegos de papel. Cuando hubieron llegado al baldaquín del rey, doblaron la rodilla respetuosamente, se quitaron los sombreros de plumas y, en amplio arco, hicieron un ceremonioso saludo. Moctezuma dijo algo al paje y el muchacho salió corriendo, volviendo al poco tiempo acompañado de Marina.

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