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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

El dios de la lluvia llora sobre Méjico (44 page)

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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Los caciques de las provincias costeñas desfilaban ante él, le presentaban las contribuciones que correspondían al monarca y magníficos regalos de príncipes vasallos de remotas regiones. Cuando había oro, una parte de él iba a parar al tesoro de los españoles o a los soldados. Moctezuma se reía de ver su alegría y frecuentemente arrojaba un pedacito del precioso metal a los centinelas. Tan generoso monarca, rodeado de su esplendor y poderío, y al mismo tiempo triste como un pájaro con las alas cortadas, excitaba la fantasía de los soldados y daba pie a la superstición. Empezaban a cuchichear acerca de supuestos tesoros enterrados en cámaras ocultas del palacio. Pequeños grupos inspeccionaban y buscaban; golpeaban los muros y, por la noche, movían las antorchas para observar si se veía algún brillo metálico en la negrura de alguna grieta. Se hicieron reproches a Cortés por haber ordenado emparedar la estatua de oro. Todos estaban presos en la fiebre de aventura y de tesoros ocultos. Alfonso Yáñez, el carpintero, llegado ha poco de Vera Cruz para ayudar a construir grandes embarcaciones para el gran lago mejicano, se paseó ya la primera noche por todo el palacio con su vara de medir en la mano. Medía la anchura de los muros, buscaba posibles huecos, sondeaba en el suelo, creyendo encontrar pasadizos subterráneos, y aplicaba el oído a tierra tratando de oír misteriosos golpes.

Una tarde suplicó a Cortés que le concediera una entrevista. Cortés sólo dejaba que le molestaran por la noche en ocasiones muy contadas y para casos muy importantes, pues las horas de la velada empleábalas en asentar sus cuentas, trazar sus planes, redactar la orden del día y, cuando había terminado con esas cosas, placíale charlar con Marina o irse a pasear por el jardín, envuelto en su capa. Pero aquel día recibió al carpintero.

—Señor: Yo no trabajo al buen tuntún. Metódicamente, he buscado por todas partes. Sin el beneplácito de vuestra merced nada quiero hacer. Sé cuál es mi deber; pero también sé que en caso de éxito, vuestra merced no se olvidará de la parte que me corresponde. En mis búsquedas, me encontré con una puerta tapiada en la parte norte del palacio; esta puerta está cuidadosamente disimulada, pero probé que detrás de la puerta no se encuentra ninguna habitación, sino que la abertura se dirige hacia abajo, hacia bodega o sótano, y si quitamos ese pedazo de pared, creo que tendremos entonces expedito el pasadizo subterráneo. Cortés meditó. Hizo llamar a Xaramillo. Tomaron ambos zapapicos, y Yáñez sus herramientas.

El cincel golpeaba contra el mortero. Trabajaban a la luz de una bujía a puerta cerrada, pues no podían dejar oír el menor ruido. Los ladrillos, endurecidos por el sol de los trópicos solamente, se dejaban perforar con facilidad, como prueba de que el tabique había sido construido rápidamente ante aquellos muros ciclópeos. Fue descubierta una escalerilla que conducía a una mina. Encendieron una antorcha. El paje y el soldado se metieron por el orificio, pisando los escombros. Llegaron a un pequeño espacio que era como vestíbulo y detrás se alzaba una segunda pared. A ambos lados se veían amenazadoras cabezas de pórfido en los capiteles. Los tres hombres rascaron el revoco o estuco que cubría el tabique formado por una sola capa de ladrillos. El carpintero tomó una barra de hierro y Cortés un pico; pronto hubo un agujero en la pared. Xaramillo se introdujo por él y cuando hubo pasado le dieron una antorcha. Al principio le oían que, se arrastraba abriéndose camino, después oyeron la voz clara y aguda del muchacho que gritaba:

—¡El Dorado!

La abertura fue ensanchada. Yáñez tenía en sus manos la capa, el sable y el zapapico de Cortés, mientras éste se introducía por el orificio. Dos antorchas, con sus movedizas llamas, llenaron de reflejos aquella cámara, de modo que el tesoro pareció centuplicado. Ni aun en los sueños más ambiciosos y disparatados, sus manos habían tocado tesoro como aquél. Solamente las madres pueden haber imaginado esos cuentos fantásticos de cavernas secretas donde se amontonan tesoros increíbles. Y aquí eso era, no sueño ni cuento, sino realidad. Aquí estaba depositado el tesoro de Axayacatl. Estaba ante sus ojos. En su mayor parte, estaba formado por oro en barras o en discos que representaban los astros, todo en montón inmenso. Comprendíase que los cortesanos de más confianza lo habían escondido allí precipitadamente, sin ayuda de albañil ni obrero alguno. Todo estaba amontonado de cualquier manera; las piedras preciosas, en sus saquitos; objetos de oro fundido; una mar de plata, como si la masa fundida hubiera sido arrojada en el agua y así se hubiera solidificado. Todo lo que los españoles poseían entonces; todo lo que los enviados de Moctezuma habían expuesto a sus ojos admirados, no era ni la milésima parte de lo que estaba amontonado en esta cámara; no sólo por su valor, sino por su belleza.

Quedaron quietos durante algunos minutos sin decir palabra; les faltaba la respiración al contemplar aquella abundancia, aquel esplendor. Era como si todos los sueños fantásticos y los deseos más ambiciosos se hubieran convertido en realidad a un golpe de varita mágica. Eran hombres, y si hubieran obedecido a su inclinación, se hubieran arrojado sobre aquel inmenso montón, se hubieran embriagado en el mayor de los placeres, tan ebrios como si fuera vino; se hubieran desgarrado las vestiduras y se hubieran embutido tesoros por los desgarrones, y se hubieran cargado de oro de tal forma que hubieran caído bajo su peso… Cortés estaba pálido mirando las joyas y riquezas que, según él ya sabía, fueron causa un día de la discordia entre Tenochtitlán y Tezcuco. Trataba de calcular el valor de aquellos tesoros; eran cientos de miles de pesos que parecían pasearse ante sus ojos, es decir, enormes, inmensas fincas en Extremadura. Pensaba en las Cruzadas que él, en posesión de tales inmensas riquezas, podría dirigir y emprender para arrojar a los infieles de Jerusalén. Parecíale ver el rostro de Don Carlos, que en la catedral de Toledo hacía rezar un Te Deum y armaba caballeros a los señores. Se veía a sí mismo al lado del emperador como gran maestre de la Orden de Calatrava, entre los Grandes de España; y el pequeño Olivares le reconocía y se le aproximaba: lo mismo hacía el duque de Béjar. El, entonces, enviaba un recado a Velázquez: "Como vuestra merced verá… "

Reaccionó. Eran un puñado de españoles, aislados en aquel mar de enemigos. Una gota de odio nada más, y en Anahuac no quedaría ni huella de ellos, si no eran unas ruinas en Vera Cruz que hablaran de ellos en los venideros tiempos… ¿De qué servía el gran tesoro de Axayacatl, del primer Moctezuma, del rey Molch, del Lobo del Desierto y de su hijo, del Institutor del Ayuno, de Cacama, de Mazorca Triste, el príncipe? ¿Para qué les servía a ellos ese gran tesoro, si en un momento podían quedar convertidos en polvo? ¿De qué les servía, si no podían hacer balas con todo aquello, si no podían comer oro a falta de harina de maíz, ni beberlo en caso de que les cerraran el agua que manaba en el jardín? ¿De qué servía todo el grandioso tesoro de Axayacatl? Xaramillo, llama a los capitanes. Que cada uno despierte a sus soldados. Después hazlos venir uno a uno, uno después de otro. Que primero venga el señor Godoy y los tesoreros reales. Tú, señor Yáñez, quedarás junto a mí para que puedas jurar que no he tocado el tesoro ni aun con la punta de un dedo. ¿Me comprendes? Yáñez, el carpintero, afirmó con la cabeza.

—Sí; os comprendo, señor. Sois más sabio que todos nosotros…, pero yo soy un pobre soldado y yo soy quien descubrió este tesoro…

Cortés echó mano al bolsillo donde llevaba el polvo de oro.

—Toma ese saco, Yáñez. Ya ves que te doy lo que es de mi propiedad particular, de lo que hemos reunido con nuestras fatigas y esfuerzos. Sería suficiente el agacharme y darte de ese oro, o sencillamente el decirte: "Toma"; pero yo quiero que veáis todos que Cortés nada toma de ello… Ese tesoro, Yáñez, no nos pertenece a nosotros… ¿Comprendes…? No nos pertenece a nosotros…, no.

—¿No, señor?

—Cuando tú ves algo en una casa o en un templo, ¿lo coges para ti sin más ni más? Tú sabes, sin embargo, que no me corresponde a mí. Si no procedemos como manda la ley de Don Carlos… Sólo podemos remover el oro, quitarlo mediante sentencia o disposición… ¿Es preciso que te lo explique? Eres un carpintero, como lo fue San José…; eres un artesano, no un simple y tosco soldado. Debes entenderme… Moctezuma se entregó voluntariamente en nuestras manos. No es un rebelde; ha jurado fidelidad al emperador y este oro le pertenece… Más importante que el oro es conservar su favor; debes comprenderlo. Por eso te lo explico, como si fueras un capitán. Quiero que tú lo entiendas para que lo puedas explicar a tu vez a los demás. Hernán Cortés no está poseido de los demonios; no piensa en vuestra perdición y no se propone, por tanto, llevarse el tesoro a casa, a hurtadillas, de noche. Si nos lo llevamos de aquí, en contra de toda ley, sin que antes nos sea regalado o entregado…, te digo en verdad que si tal hiciera nos convertiríamos en bandoleros, en ladrones, en fruto maduro para la horca. ¿Entiendes todo eso, Yáñez? Llegaron los capitanes con el notario y el padre Olmedo; llevaban antorchas en la mano. Cortés repitió todo cuanto había tratado de explicar a Yáñez. Las mejillas de Alvarado se colorearon.

—¿Vamos a dejar eso a esos paganos?

—¿Quién os dice que lo dejemos aquí? Ahora estamos todavía nosotros aquí y necesitamos gente, provisiones, armas, pólvora. No podríamos llevarnos el oro y, por ahora, lo vamos a dejar aquí. Cada uno de los soldados puede venir con su antorcha y mirarlo. Que vean que sus jefes no han tocado ni tocan el tesoro, ni aun con una uña; que sigue aquí. Y que mi promesa no era una mentira. Pero el tiempo de repartirlo no ha llegado todavía. A las primeras horas del alba, los españoles tapiaron de nuevo aquella puerta.

17

Contemplaba la lluvia plomiza que caía tristemente. En estos días que preceden a Navidad, los mercados de Castilla estaban repletos de vendedores. Recordaba que el viento soplaba cortante como un cuchillo; aquel frío riguroso; posiblemente estaría ahora nevando. Los monjes, envueltos en su hábito y con la capucha calada, parecían osos pardos. En los conventos se preparaban las novicias para las funciones navideñas, y, fuera, los comediantes preparaban también sus afeites… Llovía también; pero aquí nada tenía principio ni fin; ni la tierra, ni el mundo. El gran señor se inclinó sobre el mapa de tela y fue señalando. De ahí brotaban los ríos hacia el mar del sur; y aquí donde el ancho río se divide en cien brazos es donde la gente busca el oro en sus arenas. Por el otro camino que conduce a través de tribus montañesas, amigas las unas, enemigas las otras, se llegaba a una región pedregosa y allí, bajo tierra, se encontraba la inmundicia de los dioses.

Cortés envió a sus argonautas en pequeños grupos. Ahora, cercana la Navidad, volvían poco a poco con más o menos oro.

—El lavado de arenas es lo más productivo, señor —dijo el joven Díaz—. Dividiendo el trabajo entre doscientos indígenas, no cae ciertamente una lluvia de oro; pero tampoco lo que se encuentra es escaso. En dos semanas hemos reunido unos ochocientos pesos…

Otro enseñaba algunas gruesas pepitas que había logrado, cambiándolas por cuchillos y cascabeles. La tercera cuadrilla no había llegado a pasar de la tierra inhospitalaria y pedregosa. Aquel oro le alegraba más que todo el montón inmenso que yacía en la habitación tapiada y que él en sueños visitaba tantas veces. De esos tesoros escondidos, le contaba todos los días cuentos medrosos el príncipe sin tierras y sin trono: Flor Negra. Estaba indeciso entre dos creencias; se paseaba como un espectro por todo el palacio. Su figura larguirucha y extraña parecía todavía más extraña en los corredores desiertos. Sus palabras, en un español desfigurado, goteaban sangre y venganza. Se inclinaba ante Cortés y escuchaba las enseñanzas del padre Olmedo por boca de Marina. Pero en el fondo de su ser seguía siendo inescrutable, un vástago real guerrero y caprichoso que había puesto su suerte en las manos del extranjero. Entonces decía:

—El tesoro está debajo de su cama; está tapiado. No pertenece al gran señor, sino que es el tesoro real de Tezcuco… y yo soy el único que ahora tiene derecho sobre él. Partámoslo entre nosotros dos, Malinche… Si me ayudas, nos lo repartiremos… El príncipe desheredado vagaba por el palacio en el que el gran señor había partido el reino de Tezcuco entre él y Cacama, dejando al hermano menor desheredado. El príncipe vagaba tratando de hurgar en el fuego.

Flor Negra era conocido en todo Anahuac. Cuando se aproximaba a un grupo de muchachas, todas se marchaban en direcciones distintas y sus cantos cesaban. Se decía a sus espaldas que cuando era un muchacho, acompañado de algunos compañeros, una,
noche
había sorprendido en sus casas a los ancianos y a los Grandes y los había matado a cuchilladas, les había arrancado las hijas y había hecho violencia en sus cuerpos. Corría ese rumor y aún otros: cuando joven adolescente, Flor Negra se convertía todas las noches en un jaguar y erraba por los bosques y, cuando se topaba con pobres campesinos, saltaba sobre ellos y les mordía en la garganta, sorbiéndoles la sangre. Había vivido en casa de su padre, siempre indómito e indisciplinado, mientras su hermano mayor, llamado Mazorca Triste; siempre fue manso y melancólico.

Aún no se habían apagado los ecos de los coros funerarios por la muerte del Señor del Ayuno, cuando Flor Negra voló a los montes, libre como un pájaro, como había hecho hacía muchos años, muchos años, su abuelo. Como un coyote perseguido, vagaba con algunos adictos e iba rebelando a las tribus montañesas una tras otra contra Cacama, que era ya el señor o monarca de Tezcuco. En los montes vivía cuando oyó los golpes del tambor que comunicaban noticias intranquilizadoras y misteriosas por todo el país. Hablaban de casas flotantes y de unos hombres de color blanco y vestidos extraños como nunca se habían visto en Anahuac. Eran dueños del trueno y viajaban sobre los lomos de unos ciervos sin cuernos, veloces como el viento… Llegaban nuevas noticias y el nombre del guerrero blanco Malinche sonaba cada vez con más frecuencia. Se hablaba de sus batallas. Supo Flor negra que el gran señor titubeaba y trataba de contemporizar. Los dioses le habían atado las manos y no podía moverse. Solamente su feliz hermano, Cacama, le decía: "Atráele hacia aquí, a este lado de los diques… Los dioses tienen sed de sangre…

Entonces envió mensajeros a Cortés y prestó homenaje y sumisión a los extranjeros, y le ofreció como señor el país que había que conquistar.

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