El dios de la lluvia llora sobre Méjico (47 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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La muchacha llevaba el blanco velo de las penitentes. Toda la reunión se agitó. Según las leyes de Anahuac, no podía estar presente ninguna mujer en los consejos de los Grandes. Marina se postró a los pies del gran señor y esperó a que éste le hiciese señal con la mano de que se alzase.

Moctezuma habló. Su voz estaba velada, como si saliera de la boca de un convaleciente de una grave enfermedad. Dijo:

—Yo, señor y monarca absoluto de estos países, presto mi juramento de fidelidad al monarca de estos hombres blancos, en el cual venero la sangre de Quetzacoatl. Por propia voluntad les entrego mis pueblos y los seguiré rigiendo en su nombre si así les place disponerlo. Y ahora os pregunto a vosotros: ¿Hay alguien que levante su voz contra esto?

Reinó el silencio. Muchísimos se tapaban la cabeza con la manta para no oír así al gran señor, que voluntariamente aceptaba la servidumbre. Callaban todos.

—Vosotros, rostros pálidos, que dejáis atadas por medio de signos las fugaces palabras de los hombres, haced que quede fijo y de modo perdurable que todos nosotros, los príncipes de estas tierras, os prestamos acatamiento y voto de fidelidad, y ¡ay de aquel que rompa estas promesas…!

Marina repetía las mismas palabras. Cortés, en voz baja, corregía un poco el español de la muchacha cuando era preciso y el notario escribía. Cuando hubo terminado, Cortés hizo que se leyera en alta lo escrito y Marina lo fue traduciendo a los indios. Todos los ojos estaban fijos en Moctezuma. El hacía signos de aprobación con la cabeza. Estaba bien; se podía suscribir. Las gotas de cera fundida cayeron sobre el papel. Cortés sacó del dedo su pesado anillo de sello, hizo presión con él sobre la blanda cera y seguidamente firmó.

Se aproximó al trono. Su voz estaba temblorosa por la emoción cuando dio gracias al gran señor por su noble proceder. También a él le había vencido la emoción; su voz flaqueaba; su mirada se paseaba por aquellos hombres indios cubiertos de joyas, hombres que ahora se los veía llorar a pesar de estar endurecidos por las guerras, destrucciones y sacrificios. Ahora, en el cenit o en el ocaso de su vida, oían palabras nuevas por vez primera, como:
Carlos, Océano…
Cortés los contemplaba. Si en este momento uno de ellos intentara un solo grito subversivo, quedaría apuñalado al instante. Pero no sucedió tal cosa; aquella muchedumbre llorosa se agitaba como un rebaño que ha perdido al pastor. Cortés sentía profunda turbación; no era dueño de su voz… Los caciques de regiones lejanas hicieron este descubrimiento: también
los teules
blancos tienen lágrimas. Cortés, durante un segundo, ocultó el rostro entre los encajes del puño de su camisa; después dio la vuelta y marchóse del salón. En su mano llevaba el pergamino con la escritura mojada todavía. Afuera, los soldados españoles le esperaban armados.

19

El viejo Miguel, con el cuerpo encorvado y las rodillas dobladas, hacía la ronda allá arriba, sobre el Teocalli, frente al altar de Nuestra Señora. Era un veterano que se había endurecido en las guerras de Andalucía
y
en las escaramuzas de Santo Domingo
y
Cuba. También había luchado bajo las murallas de Tlascala
y
de esa acción se había llevado un recuerdo. Era un hombre fuerte, de unos cincuenta años, y se sentía orgulloso de ser ahora sacristán a mano armada en ese vestíbulo del infierno.

—Parece que los demonios rojos quieren hacer hoy alguna fiesta, murmuraba.

Se oyeron los tambores, que redoblaban; oyó los coros y los estridentes chillidos de los pífanos y trompetas. Después todo quedó silencioso. Conocía ya el desagradable silencio precursor de uno de aquellos sacrificios; después venía el indescriptible aullido del cuerpo a quien arrancaban el alma. Contó: hoy fueron cinco; ayer solamente tres… La capilla estaba separada por un muro de la casa de Huitzlipochtli. Había sido una concesión de Moctezuma, hecha a regañadientes; pero Cortés, continuamente y durante mucho tiempo, es lo único que le pedía. Ahora ya tenían ahí la blanca imagen de María, rodeada de montañas de flores, renovadas todos los días. Con el Niño en sus brazos, parecía estremecerse a cada aullido que llegaba, indicando una víctima que moría…

Miguel sabía muy bien que, después de cada misa, aumentaba el número de víctimas de los sacrificios. Había que aplacar a los ídolos; se arrastraban hasta allí a docenas de víctimas y cada noche quedaban vacías las jaulas.

En el cuartel español reinaba el silencio. Aquella tarde, como en las anteriores, desde hacía una semana, había asuntos de que hablar en voz baja y al oído. Al pasar la guardia frente a la cámara de los tesoros, había oído por la noche el ruido del yunque, el silbar de la fragua y el silbido del oro fundido al caer en el agua. Después, de nuevo golpeaba el martillo de piedra y los herreros indios amasaban con sus instrumentos la inmundicia de los dioses, la fundían y la prensaban.

Moctezuma había explicado que la posesión del tesoro de Tezcuco sería entregada a Don Carlos, pues había decidido entregar el oro de los antepasados al monarca de allende los mares. Siempre, ante la cámara de los tesoros, había una guardia armada. Pero llegaron los albañiles y los orfebres reales e inmediatamente se formaron corrillos en el campamento de los españoles. ¿Cuál de los soldados conservaba aún oro? Hasta entonces pudieron seguir haciendo cambios con las chucherías que trajeron de la isla, y así habían logrado hacerse con un zarcillo o un trabajo de filigrana que Moctezuma les regalaba a veces por algún trabajo o servicio realizado… Pero las muchachas de la ciudad no se entregaban nunca sino a cambio de algo y, por otra parte, Cortés había ordenado que nada les quitasen o pidiesen sin ser pagado. También los besos de las cantineras, si bien baratos, tenían su precio: eran las únicas mujeres blancas que allí había, y cuando uno estaba harto de aquel olor sofocante y pesado de las indias… Beatriz se compadecía a veces, pero antes había que aflojar bien los cordones de la bolsa. Los dados rodaban continuamente; ponían una manta sobre el tambor y se oía el tintineo de los dados en su cubilete de estaño; había empezado el juego diabólico… Cuando se oían murmuraciones en el campamento y se hablaba de Cuba, Cortés venía con un saquito lleno de oro y daba un puñadito a uno y otro de los soldados más gruñones; pero desde Vera Cruz no se había hecho ningún reparto de verdaderos tesoros, y aun allí el barco se había llevado los mejores bocados para enriquecer las arcas de Su Católica Majestad, abiertas ahora como un bostezo de estómago vacío… Ahora, de pronto, se encendía una llamarada. Cortés cedió, y por la noche oyéronse los tambores que llamaban a Consejo; aquella tarde todos debían presentarse de toda gala y convenientemente aseados ante los jefes.

El pequeño patio del palacio fue dispuesto. Alrededor se pusieron unas telas para impedir que ojos curiosos pudieran echar alguna mirada al recinto. Ante largas mesas estaban sentados los notarios y tesoreros con sus libros de cuentas. Repasaban ahora las sumas. Los indios no tenían unidades de peso; sus ideas acerca de cantidad de oro no pasaban del que cabía en un hueso de ganso o el que correspondía a un determinado número: de almendras de cacao; pero los herreros de los barcos habían construido algunas pesas, de libra, y aun mayores. Fueron comprobadas por los contadores; y ahora iban a servir de medida. Olmedo habló unas palabras preliminares acerca de los hombres justos que buscan el Reino de Dios y para los que el oro no sería un motivo de pecados. Fueron trayendo las barras de metal precioso; los orfebres indios lo habían convertido todo en barras de una o dos libras de peso y sólo una pequeña cantidad había quedado en forma de polvo. Solamente se habían perdonado de la, fusión algunas filigranas que eran de tal belleza que habían encantado a los jefes. Todas las barras estaban apiladas. Ninguno de los presentes había visto jamás tanto oro reunido. Se comprende. Allí estaba todo el maravilloso e inmenso tesoro de Moctezuma, junto con los regalos de los caciques; todo el oro, además, que se había logrado adquirir por medio de los cambios y el que los capitanes españoles habían encontrado en las arenas de los ríos o cambiado a los montañeses. Sobre las mesas fueron clasificadas las piedras preciosas: esmeraldas, diamantes y calkiulli, que allí eran consideradas como tales. En otra mesa estaban las armas guarnecidas de oro, diademas de plumas con arco de oro, sandalias con suelas de este metal, y todo parecía aumentado a los ojos de aquellos hombres. El notario leyó
:

—"Un quinto del total pertenece a Su Imperial Majestad. El segundo quinto al capitán general. Don Hernando Cortés, además, ha de deducir el precio de los buques quemados, así como las cantidades adelantadas por otros empresarios. A los capitanes les corresponde una triple participación, con derecho a elección; a los jinetes y mosqueteros un doble."

Tampoco podían olvidarse de las familias de los que habían caído en la lucha ni de las de los muertos por enfermedad. Luego había una parte para fundaciones pías y lo correspondiente al padre Olmedo. También una serie de gastos que hasta aquí había adelantado Cortés. Y, por último, debía recibir también una parte doña Marina, en consideración a los grandes servicios prestados. Los soldados iban afirmando con la cabeza. Estaban serios.

—Hasta ahora hemos oído la relación de lo que no recibiremos nosotros. Que se nos diga, caballeros, lo que nos corresponde. Que se nos cuenten ahora cuentos alegres. Amargados, esperaban el fin de la historia. En semicírculo, contemplaban la montaña de oro. En estos momentos, a ninguno le gustaba oír historias fantásticas ni pensar en montañas encantadas, valles, colinas o volcanes. Un lancero, en un rincón, dejó escapar un juramento no muy apropiado al momento. Olmedo dirigió una mirada hacia allí; y pudo ver que todos los ojos estaban brillantes y extrañamente profundos: inmundicia del demonio.

Seiscientos mil pesos de oro —anunció el contador cuando hubo llegado al resultado de sus cálculos.

Los notarios se levantaron y dieron fe de que ésa era la cantidad, ni más ni menos, que allí había. ¿Poseería el Papa mismo tanta cantidad de oro? Todos callaban. Todo el Nuevo Mundo estaba ante ellos; mate y sin color, entregado totalmente a ellos, y sin embargo, los soldados sólo podían llenar su yelmo de oro; apenas un poco más de seiscientos pesos de oro para cada uno, con alguna piedra preciosa por añadidura, pues los buques habían costado mucho dinero. Los más viejos mascullaban injurias: "Eso es poco más que nada. Tomad vuestra parte, capitanes, y atiborraros los bolsillos… Reventad con ello… ¡Por mis heridas! ¡Quinientos pesos! Los intestinos se me retorcieron, el sol me tostó, mis pulmones sangraron allá arriba en las peñas de las montañas, tuve que batirme con lobos, me atacaron los lobos de las praderas…, y por todo eso te dan ahora quinientos pesos… Revienta y muere en el sitio donde saliste… ¡Hijos de zorra… ! " Aquella noche todos estaban de mal humor, alrededor del fuego. Muchos echaban los dados; eso era todo. De nuevo tenían la asignación. Los capitanes sabían bien de dónde soplaba el viento. "Echa el dado más a lo alto; lo perdido, perdido está… He dormido otra vez con una mujer blanca.. Mañana reventaremos a 1o mejor."

—Tú, Vicente:
.
¡no hay salvación!

—¿Qué dices?

—¡Maldito sea el oro que me has ganado! Mañana te lo birlarán a ti… ¡Así te maten! ¡No hay salvación! ¿No comprendes por qué Cortés lo hizo repartir todo? Así lo llevaremos con más facilidad, si hemos de huir, si es que alguno de nosotros queda con vida… ¿Quién arrastrará los cofres con los tesoros y las pesadas barras cuando tengamos que pasar por canales, diques y esclusas? A eso vamos, camarada; yo sólo tengo que llevar mi piel; tomo mi sable entre los dientes y, si es preciso, atravieso nadando un arroyo… Pero tú cargado con barras de oro, filigranas, botín… No hagas caso de todo eso: es la suerte de los soldados. ¿Es que quisieras vivir eternamente?

Como una sombra negra, Cortés iba de grupo en grupo. Se inclinaba sobre el fuego y escuchaba a los soldados. "No hemos muerto todavía, Vicente; aprieta bien el oro dentro de tu puño. Tú verás, Vicente, cómo te hará cría." Así fue toda la noche de hoguera en hoguera…

20

Iba en su atuendo de guerra; dos rayas blancas sobre la frente; las verdes plumas imperiales con broche de oro. Su figura, delgada y joven, su rostro tostado por el sol, sorprendió a los visitantes. No llevaba capa blanca sobre la túnica, y hablaba con el gran señor como si fueran iguales. Cuando vio a Cortés, no se postró ante él, conforme al uso de los indios, sino que quedó mirándole a los ojos, y por unos segundos sus miradas quedaron enredadas. En el rostro del joven guerrero se leía la nobleza y distinción. Moctezuma dijo algo y el desconocido inclinó la cabeza ligeramente ante Cortés, quien no se dio por enterado apenas del saludo. Moctezuma fue el primero en romper el silencio:

—El hijo de mi hermano y esposo de mi hija Tecuichpo, que nació de mi primera mujer. Se llama Guatemoc, que en vuestra lengua significa
Aguila-que-se-abate.

De nuevo ambos se miraron e hicieron una reverencia; esta vez algo más pronunciada.

—Has de saber, Malinche, que Guatemoc viene de lejos; le rodea aún el aire de lejanas regiones del sur que miran al inmenso mar. Trae también prisioneros, pues en su campaña ha tenido grandes victorias. Cayó sobre las tierras de Michoacán y saqueó las ciudades fronterizas; ha traído tesoros; penetró profundamente hacia el sur, hasta allí donde inmensos bosques se pierden en el horizonte. Ha vuelto victorioso. Guatemoc es el jefe de todas mis tropas que luchan en el sur.

—¿Dónde están los prisioneros?

—Por el camino sacrificamos a Huiztlipochtli a la mayoría. Otros han quedado con el ejército. Yo me adelanté con mi séquito para preguntar al gran señor lo que mandaba hacer ahora. Sus palabras eran cortas y duras. Marina miraba con temor a aquel hombre e iba traduciendo sus palabras con voz cohibida.

—¿Por qué tiembla tu voz? ¿Le tienes miedo?

—La nombradía de
Aguila-que-se-abate
llega más lejos que sus alas. Todos le conocen y le temen. Es el jefe más poderoso de todo el reino del gran señor.

Se oyó el ruido de los grandes abanicos y luego el sonido melodioso y fino de campanillas de oro. Los señores del séquito tomaron de nuevo su actitud humilde y respetuosa. Solamente el emperador y Guatemoc siguieron erguidos. Marina susurró:

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