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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

El dios de la lluvia llora sobre Méjico (22 page)

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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Marina marchó hacia él sin aparentar temor; inclinóse, doblóse con graciosa flexibilidad hasta tocar la tierra con la frente y después bajó la cabeza. Después de la visita de Teuhtitle, cuando todos se habían alejado ya, cuando los soldados se habían sentado alrededor del fuego y los capitanes se habían sumergido en una discusión, a nadie se le había ocurrido buscar a Marina. Entonces ella se había deslizado en la tienda de su amo, donde los criados tienen siempre derecho a un rincón. Los dos pajes le dirigieron sonrisas de antiguos conocidos. Tal vez quería hablar al general… Marina durmióse en aquel rincón. Cuando despertó vio la bujía encendida y al señor que se inclinaba sobre un pliego de papel y dejaba correr la pluma. En el silencio, se oían las voces de alerta de los centinelas. El alba debía de estar aún lejana, muy lejana… Cortés se aproximó a la muchacha. ¿Debía llamar a Aguilar, aquel monje reseco, que se inclinaba como un esclavo, como si no hubiera podido olvidarse todavía de sus tiempos de cautividad? ¿Debía llamar a aquel hombre a hora tan avanzada sólo para que se enterara de lo que quería la muchacha?

Y aquí había llegado en sus pensamientos cuando ocurrió algo extraño. En medio de aquel silencio de la noche resonó una voz. No hablaba en castellano puro; luchaba dificultosamente con las "erres"; pero sonaba comprensible y altivo:

—Muchas gracias…

La muchacha extendió el dedo índice y preguntó. Contestó Cortés diciéndole la palabra
mesa
. Después la muchacha se señaló a sí misma:
Malina
. Después, con la cabeza apoyada en la mano, indicaba que hacía mucho tiempo…, mucho tiempo…, cuando era así de pequeña… Malinalli… Y valientemente se atrevió con la "erre" y la hizo rodar extrañamente para decir "Marina… "

—Me llamo Marina, y tú eres mi amo. Estaban uno frente al otro, tan cerca, que él percibía su aliento. Estos momentos eran muy difíciles…, aquel aroma…, la transpiración de aquel cuerpo…, aquel olor de indio… que en Cuba era como un tormento…, aquel olor de hembra vencida sin caricias… aquellos abrazos dados al azar..,, mientras pensaba en alguna dama de Medellín de labios dulces… Le asaltaba de nuevo el recuerdo de las muchachas de Haití y de Cuba con sus rostros impasibles y sus ojos aterciopelados e inmóviles como de ternera… En una fracción de segundo, Marina se aproximó; percibió él un fuerte aroma como de flores, un aroma como de princesa de mundos lejanos, recién bañada en perfumadas aguas, un aroma de pétalos frescos. Tan embriagador era el perfume, tan suave, que hubiese él querido poder tomarlo con sus manos, como si fuera una brazada de pétalos de rosas… de aquellas que florecen en los rosales árabes de Granada…

Se fue aproximando; podía ya alcanzarla con las manos; pero no la tocó. La hermosa palidez de ella resplandecía entre la blancura de su vestido. La gran esmeralda, como una mancha misteriosa de color verde oscuro, había resbalado hacia el corazón, cuando ella levantó los hombros…

Llevaba él una ligera almilla y nunca en toda su vida, nunca, pudo recordar Cortés cuándo fue el primer momento en que las manos de ambos entraron en contacto. Hubo un recatado y bajo susurro…

En el exterior estaban de guardia unos soldados y detrás de las cortinas que cubrían la puerta del departamento dormían los dos pajes… Hubo palabras que ninguno dijo y ambos entendieron, tan significativas eran, tan expresivas…

Cuando él tomó su mano, ella comenzó a temblar; cerró los ojos y hubiera querido postrarse otra vez a sus pies y balbucir las palabras, esas palabras que durante todo el día había escogido. Hubiese querido anonadarse, desaparecer como en un sacrificio a su nuevo y único señor…

Todo le era nuevo: la forma de la tienda, la cruz sobre la mesa. Un cuarto varonil, sin flores; los objetos de metal que lucían en los rincones; el arnés echado sobre una silla; el yelmo, el fuerte escudo; el hacha de combate junto a la puerta; la cama de campaña con algunas prendas de vestir en desorden arrojadas encima. Cortés estaba allí con el cuello de su camisa desabrochado dejando ver la palidez mortal de su piel… Y sobre ésta se posó la vista de la muchacha llena de curiosidad y de deseo. El miedo había cedido. Cortés se arrancó la almilla y quedó así con sus pantalones de soldado, su calzado sin espuelas, con la camisa de tela de Holanda abierta por el cuello. Marina quedó como embelesada mirando su cuello y su pecho desnudo… y como una niña curiosa extendió su mano como queriendo arañar aquella piel para convencerse que era realmente piel como las otras. Suave como un soplo, deslizó un dedo sobre el pecho de Cortés y por ese dedo debió de subir una ola de ardor viril. Atrapó él aquel dedo y lo condujo hasta su corazón, que palpitaba locamente: "¿Lo sientes latir?" Atrajo su cabeza hacía sus labios sedientos; ella descansó blandamente en sus brazos y prorrumpió como en asustado arrullo de una palomita desvalida, mientras él apretaba su boca contra sus labios en ese juego desconocido, desconocido y prohibido, es decir, en un beso.

Su cuerpo que él apretaba contra el suyo estaba ya ardiente; él entonces apagó la bujía, cuyo pabilo quedó humeando tristemente, mostrando una chispita encendida durante un corto tiempo y llenando el cuarto de un olor especial.

Ya no vieron nada en la oscuridad; mas sus ojos se acostumbraron pronto a las tinieblas, como los ojos de los indios taladraban como flechas el vacío. Parecía fosforecer el cuerpo blanco de él, sus dos brazos, su rostro con la mancha negra de la barba, sus brazos que la estrechaban.

Ella era tan suave y perfumada; mujer codiciable y virginal a un tiempo; exhalaba todos los perfumes y esencias del mundo; de sus labios parecían brotar pequeñas fuentes de ámbar… El cacique de Tabasco le había regalado una princesa encantada; tal fue su último pensamiento lógico…

¡Pequeña esclava Marina o Malinalli, amada! El la acariciaba con aquella su mano pesada acostumbrada a las armas; le acariciaba las mejillas y los hombros; en sus caricias apartó con cuidado la guirnalda de flores que adornaba sus cabellos; buscó después el broche o nudo de sus vestidos y los fue desabrochando con dedos pacientes y enamorados hasta que cayeron las telas, que quedaron prendidas tan sólo por un cabo a su mano. Retrocedió entonces y, como quien abre un capullo, sacó su cuerpo desnudo de aquellas vestiduras que ya sólo estaban sostenidas por un cinturón. Apretóla contra sí y sintió la presión de su seno tibio y prominente, con la piedra en medio, aquella misteriosa esmeralda con la que en España hubiera podido comprarse toda una aldea, única joya que ella trajera de su casa y que aún llevaba colgada al cuello, aún ahora en que él la acariciaba y sentía sobre su cuerpo la floración tímidamente vibrante del de ella.

Deshizo su cinturón y su suave túnica cayó al suelo. Mientras él la abrazaba, levantó ella de pronto la cabeza y le miró a los ojos por primera vez desde que le fue regalada; le miró cara a cara como la hembra mira al macho o la dama al caballero, sin vestigio alguno de temor, sino más bien como al mágico dueño de su enigmático y desconocido destino.

Una hora más tarde despertó el pequeño Orteguilla. Oyó ruido y escuchó medio dormido aún. Oyó voces apagadas; palabras mil veces repetidas en el castellano chapurreado de una muchacha y la voz susurrante e imprecisa de un hombre que, según le pareció, era la de su señor. Pero calló y cuidó de que no despertara su camarada Xaramillo.

Cuarta parte

Tenochtitlán

1

Levantó la diadema de su cabeza y, al hacerlo, dejó ver la profunda huella que a ambos lados de la frente habían señalado los adornos de esmeraldas que en forma de bellotas pendían de ambos lados de la citada diadema. El dolor de cabeza era tan violento que no había podido calmarlo la opiata ni los hongos venenosos hervidos en miel, ni tampoco las infusiones de hojas de tabaco y otras hierbas aromáticas. Apartó su manto de piel de leopardo y quedó con una ligera túnica blanca, solo, en medio de su alcoba que ningún mortal podía visitar. Una pina escalera conducía a la terraza desde la cual podía contemplarse toda la ciudad. De las ventanas parecían hacer señas las lucecitas; se podían contar cien veces ciento y otra vez cien veces las ya contadas para poder calcular cuántas de ellas ardían. Era la hora de la cena; en los días que venían iba a festejarse la fiesta de las Cuatro Hermanas, de la Alegría de la Carne.

Durante tales días los hombres estaban apartados y silenciosos, evitaban a sus esposas y ellos mismos se arreglaban la cama para la noche sobre frescos montones de algodón… Las Cuatro Hermanas eran diosas, de las que procedía el amor. La primera, la adolescente, señalada ya por la púrpura de la vida, tenía todavía azucenas en la mano, pero por sus labios había ya una risa insinuante. La segunda, la doncella, vestía su traje de novia y estaba ante los invitados y los portadores de flores, pensando en lo que hoy había de suceder… La mujer y la viuda voluptuosa estaban ya ansiosas y a veces lascivas. Excitaban los pensamientos y entrelazaban los cuerpos en transportes amorosos. Antes de la fiesta de la Cuatro Hermanas, eran las noches tranquilas y cada uno esperaba acudir al sacerdote de una de las hermanas para confesarle sus pecados. Después de haber hecho esto, debía envolverse en blanco lienzo, sin adorno alguno, tomar un incensario de copal y una esterilla limpia y pura para acostarse en ella. Y así, se imploraba a la diosa el perdón de los pecados.

El soberano miró las miríadas de lucecitas que asomaban por las ventanas. Nada tenía él que confesar, pues era el hombre más alto, más excelso, el Unico, el Colérico, el Terrible. Al extremo del palacio por donde se extendía el jardín del gran parque, se encontraba una serie interminable de vastos salones. Manaban fuentecillas y, cerca de ellas, dormían sus mujeres acostadas sobre soberbios tapices bordados. Todas las mujeres que él frecuentara alguna vez, debían quedar allí, entre las sombras de la noche, a no ser que las obsequiara con la asistencia a una fiesta de alguna batalla ganada o a algún juego público. Su número se elevaba a cuatro veces ciento. Allí se encontraba despojado de sus atributos imperiales, quitóse los brazaletes y las plumas verdes de quetzal. Su cabello negro y perfumado caía sobre sus hombros; era penitente ante sí mismo, pues nadie existía que pudiera juzgar a Moctezuma. A tal altura no se percibía otro sonido que el respirar de los dioses, cuyo aliento era tan fuerte que hacía palidecer o encender de nuevo las estrellas. Sólo él mismo podía imponerse una penitencia. Había ayunado durante algunos días, tomando sólo algunos pedazos de torta de maíz al mediodía y había apagado su sed solamente con unos sorbos de agua… Si así le placía, podía pincharse la lengua con una espina de cerezo silvestre para sufrir de esta manera la penitencia de la gente vulgar, conforme lo prescrito por los libros de ceremonial para cada ciclo de años. Desde la terraza miró hacia abajo; las almenas formaban una serie interminable de serpientes aladas. Muchas, muchas, miles de luces, luces de penitentes, punzaban a lo lejos.

En otra ala del palacio se encontraba, ya vestido, el maravilloso
Uno
que había de unirse con la divinidad. Este
Uno
pasaba un año venturoso de alegría y delirio. Había sido elegido entre los prisioneros de guerra como el más hermoso y más robusto. Pocas veces tenía más de dieciocho años. Era fuerte y esbelto, flexible como una muchacha. Cuando le daban la flauta y trataba de soplar por ella por primera vez, el
Uno
reía. Ese maravilloso
Uno
debía pasear así por la ciudad durante todo un año, con la flauta en los labios, flores en los cabellos y seguido de una multitud de pajes, devotos y piadosos; siempre debía sonreír, pues a la Divinidad agradaba un homenaje alegre. Recibía como esposas a las cuatro muchachas más hermosas, para honrar así las Cuatro Diosas Hermanas, y pasaba todas las noches con ellas, y por ellas era consolado cuando al amanecer sentía la tristeza de su fatal destino. Ahora el maravilloso
Uno
se encontraba en el ala más alejada del palacio, en el extremo del este, adornado por sus esposas, que sollozaban. Le estaban pintando de negro las uñas de los pies; el rostro, de amarillo y rojo; colgábanle una guirnalda de flores y le ponían también una corona de oro; de oro también estaba bordada la orla de su vestidura.

Esta noche debía despedirse de sus esposas, que se acordarían siempre de su amor carnal y que hasta el final de su vida llorarían a su maravilloso
Uno
.

Al romper el día sería transportado en un bote adornado de flores a la isla de los Totems; su flauta no podía apartarse de su mano; debía ir riendo y saludar con pasos de danza la salida del sol. ¡Qué día más feliz y espléndido! Todos esperaban ya su alegría y su danza y el solemne tocar de las caracolas marinas…

Subiría las escaleras, despidiéndose en cada peldaño de una de sus esposas; detrás de él irían los pajes. Se iría despojando lentamente de sus vestiduras que pasarían de mano en mano. Arriba, los sacerdotes, que solamente en tal festividad se mostraban vestidos de blanco; el cuchillo de
ichtzli
que llevaban en las manos estaba guarnecido de oro.

Ahora el
Uno
se preparaba para tal paso. Antaño el palacio se llenaba de alegría, tan pronto habían pasado los días de fiesta y él se había pinchado la lengua con la espina; ya no había pecados… Mañana… todo se arreglaba según los signos. Y los signos eran cada vez peores y más dudosos. Le acompañaban desde los maravillosos años de la felicidad, cuyo esplendor aún le causaba estremecimiento, cuando su anciano tío, el rey de Texuco, le puso sobre la cabeza la corona verde formada por plumas de quetzal.

Los primeros años fueron felices y preñados de victorias. Año tras año regresaban sus ejércitos con miles de guerreros prisioneros. No se apagó jamás la luz en el altar de los dioses, esa luz que tomaba más fuerza a cada gota de sangre derramada. Nuevas y nuevas provincias se agregaban y venían cientos de miles de recaudadores de contribuciones con su vista temerosa dirigida hacia Tenochtitlán, donde el Señor de la Cólera servía y dirigía a sus dioses.

Ahora estaba atormentado por el ayuno y el dolor de cabeza. Debía meditar acerca de los signos. Uno de los paredones del templo de la ciudad sagrada se había derrumbado y había quedado expuesto el cuerpo desnudo, siete veces oculto, de Huitzlipochtli… Además, pocos días antes, había llegado la carta del jefe o gobernador del país costero; decía en ella que del mar habían salido unas extrañas casas flotantes. Los sacerdotes, asustados, le hablaban de inauditos cambios en la marcha de los planetas, como si se hubiera roto en alguna parte el divino orden del firmamento. Una noche había aparecido un cometa de cola roja con la cual parecía azotar los cielos… Antiguos volcanes, dormidos desde hacía muchos ciclos, se habían despertado de pronto y habían comenzado a aullar y a escupir fuego.

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