El dios de la lluvia llora sobre Méjico (25 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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—Moctezuma, el más poderoso soberano en la tierra y en el cielo, me envía a ti, quien viniste como digno y envidiable embajador del excelso señor del este. Mi amo envía a tu señor oro y piedras preciosas, de las que sólo son llevadas por grandes monarcas. También él quisiera ver a tu señor, pero las aguas son infinitas; los caminos conducen de una primavera a la otra, hasta que pueda llegar allí el esplendor de mi soberano… Así que, en vez de su persona, envía esos pequeños presentes. ¡Que se digne tu señor aceptarlos con agrado! Puedes elegir lo que más te agrade. Tú, más que nadie, sabes lo que más puede acercarse al corazón de tu señor y hacerle sonreír de complacencia. Mi Terrible Señor me manda decirte que, mientras estés aquí, en este país, eres su huésped y no te han de faltar provisiones y manos que te ayuden. Le apena no poderos ver, pero los tiempos son difíciles y se está preparando ahora para una campaña contra los habitantes rebeldes de una lejana región. Por eso me manda deciros: Cuando estéis ya repuestos de vuestras fatigas y esfuerzos, partid con la bendición de los dioses… Las palabras de la intérprete cayeron más pesadas que piedras. Ligero resplandor del inmenso esplendor del otro lado de una puerta que se abre un momento para cerrarse en seguida: "Os podéis marchar."

—A tu señor corresponde el agradecimiento y el homenaje por todo, y le doy las gracias en nombre de mi señor inconmensurablemente poderoso por todos sus presentes. Soy criado de mi señor como tú lo eres del tuyo. Me fue encargado darle mi mensaje a él directamente y no a ningún otro. Vuelve, pues, a tu señor y ruégale de nuevo en mi nombre que se digne dar la orden por tu mediación y se nos muestre el camino a seguir por montes y valles hasta llegar al corazón de su imperio.

El rostro de Teuhtitle se ensombreció y se cruzaron las miradas de ambos hombres. El enviado de Moctezuma hizo una seña a un esclavo, que de una tela blanca como la nieve sacó una torta de maíz amarilla, como cualquier otra. Rompió un pedazo de ella y la comió; después ofreció el resto a Cortés.

—La pasta de esta torta fue amasada con la sangre del maravilloso
Uno
que fue sacrificado en la fiesta de las Cuatro Hermanas. La intérprete iba traduciendo. El rostro de Cortés se alteró y el horror y la repugnancia se reflejó en sus rasgos. Con un gesto de horror apartó de sí la torta.

—Sois una caterva de diablos, si bien vuestra ignorancia es mayor aún que vuestros pecados. Matáis a inocentes y bebéis su sangre… Nada más horrible ni monstruoso puede hacer un hombre contra la ley de Dios…

El padre Olmedo calmóle:

—Paso a paso, señor; con la ira no se salvan las almas.

Teuhtitle no comprendió las palabras que no le fueron repetidas por la intérprete. Los hombres pálidos despreciaban o aborrecían la sangre. Su antepasado había salido de los riñones de la incruenta Serpiente Alada, antes de que el dios conociera el gusto de la tierna carne humana.

Fuera sonó la campanilla. El padre rezó el Angelus. Los pies calzados de hierro resonaron y las rodillas tocaron el suelo. Todos levantaron la vista hacia el crucifijo. Cuando hubieron terminado, preguntó Teuhtitle:

—Vosotros que tenéis tanto poder, ¿rezáis a un pedazo de madera del que pende una figura de hombre ensangrentado y moribundo?

El padre Olmedo sonrió con dulzura. Tomó por el brazo a Teuhtitle.

Hizo después una seña a Marina y le dijo en español:

—Ayúdame, hija…

Marchaban por la incierta luz crepuscular. Y fue entonces cuando por primera vez Teuhtitle oyó pronunciar el nombre de Jesús.

Hubieron de transcurrir ocho días antes de que pudiera llegar del interior la esperada contestación. La gente, entretanto, murmuraba y regañaba entre sí. Los satélites de Velázquez, parte de los soldados, el malhumorado Ordaz y algunos otros capitanes comenzaron a murmurar: " ¡Qué esperáis…! " "Ya tenemos oro; hemos cambiado todos los espejos y los cascabeles… ¿Qué esperamos ahora…? El rey de esos demonios es grande y poderoso; muchas decenas de miles de soldados nos acechan en el sur. ¿De qué dudáis? Tenemos buques; tenemos oro… y aún podemos salir de esta empresa con la piel sin agujerear… Si regresáramos ya y don Hernando cayera a los pies de Su Excelencia el gobernador, rindiéndole homenaje y mostrándole el oro logrado, creedme: Su Excelencia aplacaría su encono… Entonces se podrían lograr más soldados, mejores buques y caballos… Aquí son precisos diez mil españoles por lo menos, el mismo número que combatió en Lombardía y un buen caudillo a la cabeza, pero quinientos hombres… Señores míos…, no podéis creer que con eso… "

" ¿Quién sabe? ", decían los jefes de confianza. Puertocarrero extendía los brazos: " ¿Quién sabe, señor, si tienen razón los que eso murmuran?" Todos estaban preocupados. Estaban sentados a la sombra de la tienda; el día era caluroso. Era la hora de la siesta y los pensamientos giraban perezosamente, cansinos, Reinaba el silencio. De pronto, se oyó la voz aguda del joven Díaz:

—¡Noticias importantes, señor!

Todos se pusieron de pie.

—Estaba de guardia junto a las dunas, cuando cinco indios, haciendo señas desde lejos, se aproximaron. Van vestidos de distinta manera que los enviados últimamente. Llevan pedacitos de oro entre los labios y se cubren con capas de plumas. De sus palabras colegí que desean hablar con vos. Según mi parecer, son jefes… Pocos momentos después llegaron, humildes y encorvados. Marina les preguntó en el lenguaje de los aztecas si entre ellos había alguno que pudiera expresarse en este modo de hablar. Dos de los hombres hicieron signos afirmativos con la cabeza; ambos chapurreaban el azteca. Venían de regiones lejanas, pues habían oído contar cosas maravillosas de unos nuevos dioses que habían aparecido en la costa llevando rayos y truenos en la mano. Venían para prestar homenaje a Cortés y rogarle mandara sobre ellos en vez del Terrible Señor, cuya mano les era más pesada cada día… Desde hacía diez épocas de lluvia, cuando él los había vencido, debían enviarle nuevas víctimas para que les arrancaran el corazón todas las veces en que aparecía la luna llena. Venían a acogerse a esos nuevos dioses, pues el que tenían hasta ahora les resultaba demasiado cruel.

Todo eso lo decían entrecortadamente y de un modo confuso, en un lenguaje floreado de frases vacías y de expresiones gráficas que ni aun en la boca de Marina lograban adquirir un sentido claro. Cortés los escuchaba como distraído, pero de pronto puso su atención entera; ahora hablaban de Moctezuma, cuya sombra sangrienta se proyectaba también sobre esos infelices.

—¿Sois súbditos de Moctezuma?

—Alimentamos incesantemente a sus dioses con la sangre de nuestros corazones, y los de nuestros hijos.

—¿Por qué habéis venido a mí?

—Tú eres medio dios y medio hombre, según nos han dicho nuestros sacerdotes. Ayúdanos. Nuestros jefes nos mandan decirte que te desean como señor; un señor mejor que el ser cruel que nos gobierna ahora. Si tú proteges a nuestro jefe, él entonces te servirá con su vida y con su pueblo.

—¿Por qué habéis llegado hasta aquí como ocultos, sin criados?

—Nuestro cacique nos ordenó que así viniésemos, para que el viento borrase las huellas de nuestros pasos sobre la arena y nadie se enterara de nuestra venida ni ningún oído de esclavo escuchara tras de nosotros. Nuestro jefe te envía los dibujos de los caminos y veredas, a fin de que no te extravíes si te diriges hacia él. Esos caminos son los mismos que ya usaban nuestros padres y cruzan regiones salvajes o desiertas.

Cortés tomó en la mano la piel de ciervo con el plano dibujado. Reconoció el contorno de la costa, el promontorio, la cordillera, detrás la altiplanicie, el curso de una riachuelo y la forma de un valle. Los montes del norte y los caminos de la comarca cálida estaban señalados en el mapa con colores diferentes. Primeramente veíase la superficie superior doblada; después extendíase como un acordeón, dejando ver una serie de mapas, y en medio de los signos, dibujos y figuras de extraños juegos de sombra, los sectores de la costa y los caminos del continente. Los capitanes se inclinaban sobre la mesa.

Cortés observaba atentamente el anguloso contorno de la costa. Hizo llamar a Alaminos. El timonel estudió la carta con las cejas fruncidas.

—No había visto todavía nada semejante, Tiene razón vuestra merced: ésa es la costa. Si eso es exacto, aquí en la costa, y a la altura aproximada de esa ciudad, debe de encontrarse un puerto bueno y abrigado.

—Parte al empezar el día. Lleva contigo a Montejo y ve con la carabela más rápida. Haced un reconocimiento, y cuando hayáis comprobado que corresponde a lo indicado en esta carta, vuelve. Los centinelas de la costa vieron que el buque se alejaba; los situados en las curvas del camino observaban a los enviados de Moctezuma, que igualmente se alejaban.

En el campamento todos estaban jugando a los dados. Sobre los troncos de los árboles, sobre las capas extendidas en el suelo, sobre las mesas de los oficiales, sobre los parches de los tambores, por todas partes rodaban los dados; se les oía cuando eran agitados en el cubilete de estaño. Uno perdía una piastra; el otro, medio ducado. Otro que había perdido ya algún dije de oro, si nó su capa o su esclava. Más de uno llevó su mano a la daga, pues el odio y las disputas menudeaban, Las miradas de unos se dirigían con codicia hacia las mujeres de los otros y se jugaba a los dados una hora de amor. Se esperaba hasta que los jefes se reunían, a que el padre Olmedo estuviera ya medio adormecido y entonces se robaba sigilosamente algún abrazo de amor, tan deseado como sofocante y pegajoso por el sudor.

Así iban pasando los días perezosamente. El viento aumentó notablemente como también el calor, que al mediodía se hacía insoportable. Por la noche se oían castañetear los dientes por el frío; llovían saltamontes y langostas, que caían asquerosamente sobre las provisiones y devoraban la hierba, por lo cual los hombres cada día debían alejarse más para ir a buscar piensos para sus caballos. Todo era incomodidad y desasosiego. En la tienda de Cortés se sucedían las reuniones del consejo. Todos, soldados y jefes, tenían la obsesión de una constante pregunta: "¿Qué hacer?" Teuhtitle vino por tercera vez. Esta vez lo hizo con más sencillez y más rápidamente que cuando llegó con los presentes. Marina hablaba ya el castellano, imperfectamente, pero sin necesidad de auxilio. Teuhtitle se dignó dirigirse a ella directamente:

—Los dioses te han dotado de aguda inteligencia. Nos será útil si se cumplen los designios del cielo. El Terrible Señor ha oído ya hablar de ti.

La muchacha negó con la cabeza. El señor de su raza, ante quien hubiera temblado en otro tiempo, era para ella ahora un extranjero alejado. Veía solamente ahora a un solo amo, el hombre blanco a quien amaba con el cuerpo y con el alma. Cuando Cortés volvía su mirada hacia el Oriente, extendía su brazo y le decía sonriendo: " ¡Mira! Allí está mi patria", entonces, y sólo entonces, comprendía la muchacha que había varias clases de mundos, desconocidos incluso por los más grandes jefe de su tribu.

—El Terrible Señor manda a su esclava…

—El tiempo madura para todo. Así que si alguien llega a ti con la mitad de esta rama rota, es que viene en mi nombre y en el del Terrible Señor. Servirás a esos rostros pálidos solamente el tiempo que mi señor señale.

Siguió un silencio. Teuthtitle siguió con su embajada y volvióse hacia los españoles.

—Nuestro soberano, que manda sobre todas las tierras y aguas, os envía su saludo y se alegra de que su mensaje os encuentre todavía en sus tierras, pues así puede también hacer llegar su saludo a vuestro alto señor. Al embarcaros de nuevo en vuestras casas flotantes, tomad todo lo que él os mandó como regalos y ofrecédselo.

—¿Por qué tu augusto señor no quiere recibir el mensaje que yo sólo a él puedo dar, cara a cara, según orden de mi señor?

—¿Alguno de vosotros estuvo alguna vez en Tenochtitlán? ¿Conoce el camino para ir hasta allí? Deberíais pasar por senderos inhospitalarios y peligrosos, entre montañas tan altas que en su cumbre no llega a derretirse jamás el blanco aliento de los dioses. Deberíais pasar por tierras donde no crece ni una mala hierba; habríais de cruzar entre tribus desconocidas y hostiles, cuyas flechas os ocultarían el sol… Este es el único camino, el más fácil. El otro pasa por el país de los coyotes insurgentes, por Tlascala. Están rodeados de murallas por aquellas partes donde los dioses no levantaron montañas. Nuestros padres y nuestros abuelos combatieron ya bajo esos muros. Ningún mortal puede hacer aquí brecha, y ¡ay del ave que se posa para reposar…! Por allí no podríais pasar con vida.

—Te agradezco tus palabras y tu franqueza. Yo también te voy a dar un mensaje sincero. Un poderoso señor como tu soberano no puede cerrar los ojos y taponarse los oídos sin ver a los embajadores que vinieron del Este, ni tampoco puede dejar de oír su embajada, que yo traigo para él desde el otro lado de las aguas infinitamente extensas.

Teuhtitle se encorvó sin decir palabra; su reverencia fue menos pronunciada, sin embargo, que la primera vez. Al despedirse no se cambiaron abrazos y el indio, al subir a su silla de mano, que se puso en movimiento rápido y oscilante, no miró alrededor.

Todas las noticias encontraban modo de extenderse desde la tienda del jefe al exterior; corrían después por todo el campamento. Los soldados, jugando a dados sobre un tambor, las adornan y desfiguran. La cantinera la dice en voz baja, deslizándola entre dos besos. Durante la comida se habla de ella en la mesa de los oficiales.

Los confidentes anunciaron a Cortés lo que referían los soldados junto al fuego, donde la palabra volaba libremente y se oía a veces hasta la distancia de un tiro de piedra. Sabía cuál de los camaradas tomaba su arma, el que se mesaba los cabellos, lo que charlaban las mujeres. Cuando llegó la tarde, las sombras se fueron haciendo densas, malévolas. Conocía toda la importancia de estos momentos en que el español cierra los puños y ya no da vivas a su jefe. Por la mañana mandó tocar diana y ordenó se formaran todos en el campamento.

—¡Soldados! Vosotros sabéis tan bien como yo que fuimos enviados para la gloria y honra de España. Sabéis, tal vez mejor que yo, que sólo podemos traficar con cautela, midiendo los pasos, sin atrevernos a alejarnos de la costa. Confieso que en mi orgullo llegué a creer otra cosa. Creía yo que nuestra misión era más amplia, más alta, que nos era dado el regar con nuestra sangre el suelo para recoger en ella la cosecha de Cristo… Creía que los torrentes de oro empezarían a correr y que nuestras manos, que hasta ahora alcanzaron solamente a coger algunas gotas, podrían abrirse ya bajo una verdadera lluvia de oro. A vosotros os parece, sin embargo, soldados, más cómodo el camino que habéis elegido vosotros mismos. Para lograr una pequeña ganancia, no hace falta exponerse. Podéis compraros ya algunas fanegas de tierra, algunas cabras en Cuba y en vuestra ancianidad podréis incluso contar que una vez, cuando jóvenes, estuvisteis ante el umbral del país del oro. Y entonces vuestros nietos os preguntarán: "¿Te faltó el valor para seguir adelante? " Os doy las gracias, soldados, por haberme hecho saber lo que me toca hacer. Hoy levantaremos el campamento y nos prepararemos para el viaje. Mañana nos embarcaremos, haremos rumbo a Cuba y allí manifestaremos al gobernador que puede enviar hombres más valerosos, más aptos para la lucha, para que puedan conquistar tierras y oro.

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